Homero Carvalho Oliva
“Una biblioteca no es un conjunto de libros leídos, sino una compañía, un refugio y un proyecto de vida”. Arturo Pérez-Reverte
El año 1965 por primera vez crucé el umbral de una biblioteca pública, tenía ocho años y sentí que entraba en un bosque con infinitas hojas. Tres años antes mi familia había dejado atrás la espesura de la selva amazónica para irnos a vivir en la abrupta geografía de la ciudad de La Paz, donde los edificios se alzaban como montañas de cemento y los autos rugían como bestias mecánicas. Allí, en el edificio de la Biblioteca municipal de esa urbe andina, recinto sereno situado frente a la Plaza del Estudiante, descubrí otro tipo de selva: una en la que los árboles no se mecían con el viento, sino que se alzaban en hileras ordenadas, sus ramas transformadas en estanterías y sus hojas en páginas aguardaban ser recorridas. Esta metáfora de la biblioteca como un bosque aún vive en mí y anidará allí hasta el día que el agua me reclame como suyo.
Años después, en mi adolescencia, mi madre, orgullosa de que me gustara leer, me obsequió un pequeño librero y un escritorio que permanecieron poco tiempo en mi cuarto, hasta que, por necesidad, tuvimos que alquilar a jóvenes que llegaban del Beni a estudiar o trabajar y fueron reemplazados por dos camas. Mis muebles fueron exiliados al living. Desde entonces, los estantes de mis libros estuvieron en la sala y mi máquina de escribir en su caja, que abría para colocarla sobre la mesa del comedor cuando precisaba usarla.

Cuando me casé, sucedió lo mismo con mi primera computadora: el mueble para la pantalla y el CPU ocuparon un retiro al fondo del comedor, sencillamente porque las casas en las que residimos tenían tres dormitorios y mis hijos necesitaban las habitaciones. Nunca romanticé la escritura, ni quise buscar buhardillas en un barrio bohemio o una cabaña frente al mar, porque sabía que no podía darme esos lujos; había asumido que la escritura estaba asociada a la soledad y, aunque haya gente alrededor, se escribe concentrado en lo que se va a decir y yo escribía con hijos y mascotas bullendo a mi alrededor.
Durante décadas fui acumulando libros; los pocos libreros no abastecían y los fui encajonando, hasta que un día, con mi familia, tomamos la decisión de donarlos. En más de dos décadas hemos legado más de diez mil ejemplares a bibliotecas de barrio, comunidades campesinas, cárceles y centros culturales. La Biblioteca del CCP, en Santa Cruz de la Sierra, posee más de dos mil libros que alguna vez fueron míos y a la biblioteca de El Pajonal le cedí, además, una colección de fotografías de escritoras y escritores iberoamericanos que Janny Tórrez, la responsable, denominó “El museo de los escritores”. El año 2022 vacié parte de mis libreros para enviar cientos de mis libros más preciados, incluidas las primeras ediciones de los de mi autoría, a la Casa de la Cultura del Beni. A veces, los extraño, pero sé que les he dado la oportunidad que todo libro merece: ser leído.
Si los libros que hemos leído son nuestra biografía clandestina, una ramificación de nuestra intimidad, la mía está diseminada en numerosas bibliotecas de Bolivia, porque he donado muchos de los libros que amé y que me acompañaron durante muchos años. Sin embargo, así como dono libros también los recibo en abundancia, como el amor. Hay temporadas que mi casa se colma de libros, ya sea llegados por correo desde los rincones de Bolivia, así como de todos los continentes. Gracias a la amistad tengo libros que me han enviado desde diferentes países. Eugen Gomringer, padre de la poesía concreta, me ha hecho llegar, desde Alemania, todos sus libros, ¡un privilegio! En los viajes a encuentros literarios siempre llevó un par de decenas de ejemplares míos y retorno con el doble o el triple, los escritores somos generosos, por lo menos algunos que conozco.
Este año del Señor de 2025, mis hijos Brisa Estefanía, Carmen Lucía y Luis Antonio, me agasajaron con el escritorio que siempre imaginé tener y, como ellos están haciendo sus vidas en sus propios hogares, lo instalaron en la habitación que Carmen, la Amada, dispuso como mi estudio. ¡Vaya pretensión la mía! Sé que suena vanidoso, así que lo voy a llamar “la habitación de los milagros”, como lo soñé en alguna ocasión y ahora se hizo realidad. La bauticé así porque entre estos muros rebosantes de palabras, recuerdos e imágenes, ocurre lo inefable: la creación literaria. La escritura, esos códigos que encierran mensajes cifrados que los que saben leer pueden interpretar.
Mi refugio es un santuario para pensar y escribir. Este claustro es más que un simple espacio: es un universo en sí mismo. Cada rincón respira vida, memoria y misterio. Los estantes, altos y robustos, se alzan a manera de guardianes de un tesoro inagotable. Libros nacionales y extranjeros se mezclan en un diálogo silencioso, como si las voces de sus autores se entrelazaran en una conversación eterna. Poseo ediciones antiguas, cuyas páginas amarillentas guardan las caricias de manos que las tocaron siglos atrás. Las cubiertas de cuero, gastadas por el tiempo, desprenden un aroma a historia, a polvo y a eternidad. A veces, me detengo a acariciarlos, como cuerpos deseados, imaginando las vidas que se han cruzado a través de esas páginas.

Frente a mi escritorio, un mueble con entrepaños horizontales alberga una colección de objetos varios que cobran vida cada vez que los miro y evoco sus orígenes. En esta colección de maravillas minúsculas, se encuentran barcos en miniatura, esmerados en los detalles, listos para zarpar hacia océanos imaginarios. Sin embargo, hay uno atrapado en una botella de vidrio, que me recuerda los proyectos literarios que no logran soltar amarras. Globos terrestres, antiguos y modernos, que me permiten ver cuán vasto es el mundo y que cada historia escrita aquí es un viaje hacia lo desconocido. Un par de pipas de diferentes formas y tamaños, que alguna vez usé para creerme un intelectual europeo; una de ellas me la trajo Carmen de Londres.
Un ángel arcabucero, con su mirada serena y su espada en mano, me observa como si fuera el custodio de este lugar sagrado; junto a él, dos guerreros indígenas, uno de madera y el otro de cerámica. Colgado en una de las paredes está un antiguo bastón de mando que me regalaron en una de las comunidades indígenas que visité o creí hacerlo en mis extraviadas vigilias. Algunos libros liliputienses y una caja de fósforos que guarda poemas. Por supuesto, que hay una calaverita mexicana, mi patria literaria, el lugar donde decidí ser escritor.
Y ahí, también está él: Borges. No el Borges de carne y hueso, sino una figura que lo representa como si fuera mitad humano y mitad robot. Con su aire de eterno sabio, me mira con su enigmática sonrisa, porque sabe que, en este gabinete, los límites entre lo real y lo ficticio desaparecen. Lo miro y sonrío: él, más que nadie, entiende este lugar que es en realidad un organismo vivo. Al lado de Borges, está un ángel escritor, por si alguna vez necesito de ayuda divina.
Al lado de la pantalla de mi ordenador reposa una lámpara antigua que alumbró la vida en la ciudad de la Santísima Trinidad, durante la primera mitad del siglo veinte y que, aún apagada, ilumina mi interior. Al lado de una miniatura de cerámica precolombina está una diminuta máquina de escribir que también es una cajita de música. Más arriba, un troll se tapa los ojos para no distraerme con su penetrante mirada y, en el último nivel, cerca del techo, un bargueño colonial, hecho de maderas finas de Moxos, con varios compartimentos que esconden otras gavetas. ¿Quién sabe qué tesoros seguiré encontrando allí?
Plumas antiguas, cartas y postales del siglo pasado cuando recibir el correo era un acontecimiento; un par de tacitas para tomar café que me trajeron de Lisboa, la ciudad de Fernando Pessoa y de mis antepasados europeos, porque de los de América lo tengo todo: el color de la piel, la memoria y las creencias en lo sobrenatural; de mis ancestros guardo fotografías y epístolas viejas color sepia. La mayoría de estos objetos, de culto para mí, fueron regalados por familiares y amigos; también están algunos exvotos que cumplen ofrendas.

¡Ah! Perdido entre los libros y los objetos hay un exlibris con mi sello, usado para marcar los libros que adquiría o que me obsequiaban. Hace años que no lo uso, porque mis libros no son míos, son de la vida, parafraseando al poeta Kahlil Gibran. Y como la vida es la suma de paradojas, hace unos días Carmen Lucía me regaló un exlibris que ella mismo diseñó, con la imagen de un árbol frondoso con raíces profundas. El escritor Harold Kurt, al ver la imagen del sello en el Facebook, escribió: “El ex libris me parece una imagen profundamente simbólica. El árbol, con su frondosidad y raíces bien plantadas, evoca el conocimiento, la memoria y la tradición; además, alude a su carrera literaria y sugiere una conexión con la literatura como algo vivo que crece y se ramifica. Además, el ex libris en la parte superior es una manera tradicional de marcar la propiedad de un libro, lo que sugiere un sentido de identidad y apego a la biblioteca personal. Me parece un emblema que transmite no solo pertenencia, sino también una visión del libro como un refugio intelectual”. En portugués Carvalho significa Roble, me gustó tanto el monograma que, de nuevo, estoy sellando mis libros.
Y, entremedio, una pequeña planta carnívora que mis hijos me regalaron por el Día del Padre. Espero no tener el destino de Gregorio Samsa, porque correré el riesgo de ser alimento de la devoradora de insectos. Todas estas piezas son una especie de Urim y Tumim que me comunican con esa energía cósmica que es la literatura.
Solo he guardado unos pocos premios y uno que otro reconocimiento. Los demás los deposité en una caja, una noche de la tristemente célebre cuarentena, en aquel extraño 2020, cuando me di cuenta de que no me dejaban ver los libros en mis estantes. Fue un acto repentino, casi ceremonial, como quien se despoja de un peso muerto antes de zarpar. Creo que fue lo mejor que hice: desvanecí el lastre, arrojé por la borda ciertos vestigios del pasado y, al hacerlo, la travesía se volvió más ligera. Desde entonces, navego con la vista despejada, sin trofeos que me dicten quién fui, sin el lastre de un ego que impida mirar el horizonte.
Las cuatro paredes están cubiertas de estanterías que se alzan hasta el techo, atestadas de libros que son como pasadizos profundos que llevan a otras dimensiones. Hay tomos viejos de autores nacionales y extranjeros, con sus lomos gastados por el roce de otras manos. Tengo joyas bibliográficas, primeras ediciones de libros de cuentos, ensayos, historia, filosofía, novelas y poemarios, algunos autografiados. Además de enciclopedias, novelas gráficas, diccionarios de arte, de fotografías, de curiosidades, de tejidos, de cerámica, de arqueología y, acaso, del arte de amar. Los libros son físicos, su contenido intangible.
En los estantes hay libros sobre libros y, siempre que puedo, me doy una vuelta por allí, seguro de que encontraré algo nuevo, una obra que no había leído, un cuerpo que no había tentado, y/o relecturas impensadas, serendipias cotidianas. Como me sucedió el día que reencontré el libro Sangre de mestizos de Augusto Céspedes; al abrirlo, descubrí que el gran narrador también era poeta: el texto que abre ese libro de relatos es un poema; al igual que en El gallo de oro, un libro poco conocido de Juan Rulfo, en el que también encontré un poema escrito por el autor de Pedro Páramo.
Mención especial merecen los libros objeto, cuyos ejemplares son obras de arte en sí mismos, se trata de tirajes limitados. Para muestra un botón: Una edición del Martín Fierro, de José Hernández, 1962, Editorial EUDEBA, en la última página se lee: «De esta edición se han tirado 150 ejemplares para bibliófilos, numerados a mano de 1 a 150 y firmados por Juan C. Castagnino, en una serie de 10 láminas en papel witcel especial de 120 gramos y una litografía en papel fabriano (…)».

A mi pesar debo reconocer que, cuando la escasez me ha asaltado con su cara de hereje, me he visto obligado a vender algunos libros que eran un tesoro; sin embargo, en ocasiones, no nos queda otra alternativa que deshacernos de las joyas de la familia.
Los autores están dispersos en los anaqueles; a veces logro juntar las obras de algunos de ellos y, luego, al consultarlos o releerlos, las desordeno. Sucede también que, de manera inconsciente, los coloco por temas. Me gusta mirar mis libros, porque siempre encuentro alguno que trae reminiscencias de vidas pasadas, las mías y las de otros. De pronto un libro reclama la presencia de la persona que me lo regaló, las cariñosas dedicatorias, el motivo por el que lo compré o las circunstancias en las que fue editado. Entre las páginas también aparecen hojas, tréboles y flores secas, fotografías, postales, cartas y notas manuscritas, marca páginas, papeles con dibujos, plumas de aves, boletos a alguna función de circo, teatro o cine.
Sucede también que no siempre encuentro los libros que busco, no me enojo, porque sé que los libros tienen su ánima, encerrada entre sus páginas, que hace que se muevan de lugar o que desparezcan por un tiempo, acaso se trasladan a otras dimensiones y luego retornan a ocupar su espacio. Las bibliotecas personales son lugares de encuentro y desencuentros y la prueba de que el mundo existe para ser escrito.
Debo confesarles que fui un lector compulsivo, de joven leía todo lo que caía en mis manos, desde Selecciones del Reader’s Digest, posología de medicamentos, revistas de todo tipo (mis preferidas eran las de Astérix, D’Artagnan, El eternauta, Corto Maltés -tengo la colección-; así como compilaciones de suplementos y revistas literarias, algunos empastados). Debo reconocer que ahora soy exigente y aunque, intento estar al día con las nuevas generaciones, me resigno a leer uno que otro texto suyo en la Web, porque conseguir los libros en Bolivia es imposible.
Tengo algunos libros que no me gustaron; los conservo porque mi madre me los compró sacrificando algún gasto más importante; los leí para no defraudar el dinero invertido por ella, es mi manera de honrar su amor. He cometido pecados, quizá imperdonables para un bibliómano, anoto en las páginas, escribo comentarios, doblo las páginas por la punta si no encuentro otra manera de separar las hojas. Lo sé, no merezco su compasión.
Tengo varios atriles de madera, en los que voy poniendo libros para tener a la vista algo que no quiero olvidar; los renuevo cada cierto tiempo, cuando escribí lo que me había prometido o, por fin, pude leerlos. Reservé uno de ellos para sentir orgullo, he dispuesto un poemario de mi hija Carmen Lucía. En un apartado, en el interior de un mueble de madera de color blanco, tengo discos de vinilo e incluso videos que ya son piezas de museo.
Las paredes, donde los estantes dejan algún resquicio, están adornadas con grabados, óleos y dibujos que amigos pintores me regalaron en noches de vino y conversación. Rostros, paisajes, abstracciones que parecen susurrarme laberintos en un lenguaje que solo el alma comprende. En este cuarto colmado de libros, cuadros y curiosidades, el tiempo parece detenerse. Las horas pasan sin que me dé cuenta, sumergido en la lectura, en la escritura, en la magia de crear mundos con palabras, quizás escuchando mis óperas preferidas sin molestar a mi familia. Este es el milagro del que hablo: el prodigio de la literatura, que transforma lo cotidiano en extraordinario, lo efímero en eterno.
“La habitación de los milagros” es más que un lugar: es un estado del alma. Pequeña e infinita. Todo lo que hay aquí, que no es mucho y es todo lo que tengo, son vestigios de mi caos personal; por eso no busquen un orden impecable. He llegado a la Ítaca prometida por Konstantino Kavafis y mi mayor riqueza son mis recuerdos. Esta madrugada, me vi de niño en el patio de mi casa, allá en mi pueblo, había dejado de llover y una gota se deslizaba por un botón en flor, hasta quedar suspendida en el aire…la nostalgia del goce estético que sentí se despierta cuando evoco esa imagen; quizá eso es la poesía.
Aquí, entre piezas de arte y páginas impresas, me siento vivo, conectado con algo que trasciende el tiempo y el espacio. En estado de amnistía conmigo mismo, me he vuelto selectivo, tanto con amigos, así como con las antologías que estoy compilando, especialmente con el encargo de la carrera de literatura de la UMSA de seleccionar 20 cuentos para celebrar el Bicentenario de la Independencia de Bolivia. Me siento orgulloso de que la academia reconozca mi labor de antologador con esta invitación.
Los años han dejado su huella indeleble en mi juicio, he aprendido a ser más exigente con mi propia obra y con la de otros, en especial. Borges lo expresó con lúcida certeza: el más implacable de los antologadores es el tiempo mismo.
Aquende, en el cuarto de los prodigios, todo converge: las palabras de los libros, las pinceladas de los cuadros, las formas de los objetos que trascienden en referencias reales o fantásticas. Es un territorio donde la quimera de la creación literaria se manifiesta; las ideas toman forma para que los silencios se vuelvan voces en mis narraciones y se transformen en la poética de mis evocaciones.
Aquí, en esta Arcadia, con Luis Antonio, filmamos los capítulos de una serie dedicada a escritores y poetas, nacionales e internacionales. Iniciamos con clásicos de la literatura boliviana y, en pocos capítulos de menos de diez minutos cada uno, hemos superado la marca récord de ciento cincuenta mil visitas.
Sentado en mi sillón frente a la computadora o en mi mecedora de mimbre, enciendo la lámpara en mi memoria y el mundo exterior desaparece. La literatura ha sido pródiga conmigo y he viajado mucho, conocido megalópolis, ciudades inimitables, pueblos a orillas de ríos indomables o en las faldas de montañas sagradas; sin embargo, el viaje que nunca acaba se reinicia en estas cuatro paredes cuando quedo con mis libros, mis curiosidades, mis obsesiones y la convicción de que, en la literatura, cualquier cosa es posible. En este territorio de letras, conjuro la vida, proclamo mi voluntad de seguir aislándome de las reuniones y/o eventos que antaño atendía con la inercia de un rito impuesto, rutina que cometía simplemente por querer estar antes que ser. Mientras me acerco a los setenta años, soy el escritor que quise ser. Aquí soy yo; afuera está el otro, el que tiene que dar clases, multiplicarse de ghostwriter y corregir textos para sobrevivir.