Para el filósofo, la verdad es fruto del acuerdo; para el teólogo, una realidad objetiva que no puede estar sujeta al consenso.
Rafael Narbona
Al leer la noticia de la muerte de Benedicto XVI, recordé el diálogo que había mantenido con Jürgen Habermas en la Academia Católica de Baviera, cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Convocados para hablar sobre el Estado liberal, el encuentro gozó de un gran eco mediático dentro y fuera de Alemania, dando pie a la publicación de un libro que recogió sus ponencias y que se tituló Dialéctica de la secularización. Aunque ambos pensadores pertenecían a tradiciones enfrentadas (la razón ilustrada y la tradición católica), los dos compartían una sincera preocupación por las bases morales del orden político y social.
Habermas modeló su pensamiento en el seno de la segunda generación de la Escuela de Fráncfort. Su filosofía se orientó a elaborar una teoría consensual de la verdad. En una sociedad libre y pluralista, siempre debe prevalecer el mejor argumento. No será posible sin un diálogo simétrico entre las partes implicadas. El Estado liberal debe mantenerse neutral, garantizando un espacio donde los ciudadanos puedan confrontar sus perspectivas, pero eso no significa que una democracia deba tolerar cualquier ideología. Los totalitarismos no pueden participar en el debate público, pues su objetivo es destruir la diversidad y silenciar a sus opositores. De ahí que las leyes prohíban sus manifestaciones.
En el debate con Ratzinger, Habermas se pregunta si el Estado liberal puede justificarse desde una óptica estrictamente secular. Su respuesta es que sí. Su fuente de legitimidad es el debate público, siempre y cuando se ejerza con libertad. Los ciudadanos con creencias religiosas no están excluidos de ese debate. Pueden expresar libremente lo que consideran bueno, pero sin atribuir a sus valores un carácter vinculante. Eso sí, está en su mano transformar sus creencias en categorías racionales y demandar su aprobación secular.
La fe y la razón no son enemigas irreconciliables. El cristianismo ha realizado un gigantesco esfuerzo para justificar sus dogmas. Siempre ha rechazado el escepticismo, pero ha mantenido un diálogo fluido con la filosofía, buscando una síntesis fructífera. Durante mucho tiempo, gozó de la hegemonía cultural, pero ahora que la ha perdido, no se le puede negar el derecho a expresar su interpretación del hombre y el universo. El Estado liberal actuaría de forma incongruente, si intentara imponer un paradigma laico. Todas las voces deben ser escuchadas.
Según Habermas, la religión puede regenerar la solidaridad en una época donde la expansión científica y tecnológica ha destruido los viejos vínculos. La lógica instrumental, que solo busca el beneficio, ha confinado a los individuos en burbujas estancas. El encuentro con los otros ha devenido quimera y el ser humano ha sido rebajado a producto mejorable. La biotecnología ha reintroducido la eugenesia, invocando la mejora de la especie.
El Estado liberal actuaría de forma incongruente, si intentara imponer un paradigma laico. Todas las voces deben ser escuchadas
En su intervención, Joseph Ratzinger apuntó que compartía el interés de Habermas por hallar unos principios éticos comunes para regular la convivencia en una sociedad pluralista, pero objetó que la voluntad de la mayoría no siempre garantiza la justicia. Las «mayorías pueden ser ciegas e injustas. La historia da buena prueba de ello».
Este hecho sugiere que la justicia no es un simple acuerdo, sino un bien absoluto que precede a las decisiones de cualquier mayoría. Los derechos del hombre no pueden ser sometidos a votación. Tienen un carácter universal y no pueden ser infringidos invocando peculiaridades culturales. Su validez no procede de una discusión, sino de una naturaleza humana común. El respeto a la vida no es una invención cultural, sino un mandato que brota espontáneamente en nuestro interior.
Ratzinger se pregunta si la religión constituye un peligro para los derechos del hombre: «¿Es la religión fuerza de curación y de salvación, o no será más bien un poder arcaico y peligroso que construye falsos universalismos induciendo a la intolerancia y al error? ¿No debería ponerse a la religión bajo tutela de la razón y dentro de unos límites adecuados?».
El cardenal y, más tarde, Papa, reconoce la existencia de «patologías religiosas», como el terrorismo fundamentalista, pero advierte que el mundo actual sufre otra patología no menos peligrosa: la «patología de la razón». Conviene recordar que la bomba atómica y la eugenesia son productos de la razón. La religión y la razón deben señalarse mutuamente sus límites, dialogando con honestidad y sin prejuicios. Solo así podrán superar sus patologías, tan dañinas para la sociedad.
Ratzinger cree que el diálogo es posible. Grecia superó la cosmovisión mitológica gracias a Sócrates y los sofistas, que reconocieron la existencia de una naturaleza humana común a todos los individuos. Ese descubrimiento impregnó la historia de Europa y sirvió para unificar culturas. La corona española consideró que los nativos de América del Sur no eran salvajes, sino seres humanos con derechos. No siempre respetó ese principio, pero lo incorporó a sus leyes.
El evolucionismo hizo que se tambaleara la idea de una naturaleza humana universal, sosteniendo que en el hombre no hay naturaleza, sino cultura y, por tanto, nada es definitivo ni inviolable. Ese relativismo preparó la rampa de Auschwitz, pues los nazis entendieron que algunos pueblos o grupos no pertenecían a la especie humana.
Ratzinger concluyó su ponencia apelando al diálogo intercultural para sortear el riesgo del eurocentrismo. Así como la razón ilustrada y la fe cristiana deben contrastar sus puntos de vista, Europa no puede ignorar las perspectivas de otras culturas. Nuestra cosmovisión «está ligada de hecho a determinados contextos culturales y tiene que reconocer que no puede encontrar comprensión en toda la humanidad, y que, por tanto, no puede ser operativa en el conjunto».
Las diferencias, lejos de ser una fuente de discordia, promuevan la reflexión y el entendimiento
Habermas y Ratzinger conversaron con un espíritu abierto y permeable a las críticas, pero sin renunciar a su concepción de la verdad. Para el filósofo, la verdad es fruto del acuerdo; para el teólogo, una realidad objetiva que no puede estar sujeta al consenso. A pesar de esta discrepancia, los dos se pronunciaron a favor del diálogo como un canal irrenunciable para alentar la reflexión autocrítica.
Habermas ha reconocido que «la redención discursiva de una pretensión de verdad lleva a la aceptabilidad racional, no a la verdad». Frente a ese relativismo, Ratzinger ha descrito la fe como «una opción por el primado del Logos». Cabe preguntar: ¿qué significa el primado del Logos? La convicción de que «la libertad y el amor no solo están al final, sino también al principio», como causa primera y última.
«El pensamiento y el sentido —escribe Ratzinger en Introducción al cristianismo, un ensayo de 1968— no solo son un derivado accidental del ser, sino que todo ser es producto del pensamiento, es decir, en su estructura más íntima es pensamiento». Habermas no suscribe esta idea, pues atribuye el pensamiento y el sentido a la evolución de la materia, lo cual despoja al ser humano de un horizonte escatológico.
El diálogo en Baviera entre Ratzinger y Habermas es un motivo de esperanza, pues evidencia que el entendimiento es posible en una sociedad libre y plural. La fe y la razón pueden convivir, enriqueciéndose mutuamente. Habermas aún vive. Ratzinger acaba de dejarnos. Los dos han dedicado su vida a buscar la verdad, cada uno por sendas diferentes, pero siempre dispuestos a reconocer en el otro un interlocutor, no un enemigo. Las fotografías que se conservan de su encuentro nos hacen soñar con un porvenir donde las diferencias, lejos de ser una fuente de discordia, promuevan la reflexión y el entendimiento.