Como dijo el periodista Juan Carlos Salazar del Barrio en una de sus crónicas, la revolución se hace amamantando su propia contrarrevolución. Esa sentencia puede explicar muchos de los sucesos políticos y sociales de gran parte del mundo en la gran crónica de la historia universal. Es que, pese a que hasta ahora los políticos no lo entiendan, ninguna revolución permanece siendo revolucionaria de por vida; a la larga, se anquilosa y corrompe, y termina siendo lo mismo (o peor) que lo que ayer con furia había combatido; por ende, es el detonante de otra revolución. Eso mismo es lo que sucede ahora en gran parte del mundo, ya que las revoluciones de izquierda (en sus versiones obrera, indigenista, feminista u otras), para hoy en día ya por mucho tiempo incrustadas en el poder, han sufrido la natural corrosión de la permanencia en el poder y el descrédito de sus propias acciones.
Ejemplificar esto con la historia de Bolivia es sencillo. Ayer, los liberales de inicios del siglo XX, anticlericales y positivistas, fueron los “izquierdistas radicales” del escenario político y la pesadilla de las familias tradicionales que todavía ostentaban pergaminos coloniales en un país eminentemente colonial. Luego el liberalismo, apadrinado por los barones del estaño, fue dejando de ofrecer cosas nuevas, y apareció el nacionalismo revolucionario como una propuesta progresista, como un baño de modernización para este país que, pese a los años de liberalismo, no había dejado de ser una colonia. Pero la revolución del MNR, comandada por clases medias, terminó siendo una burocracia corrupta y, en cierto sentido, repitiendo las pautas coloniales de comportamiento que impiden el establecimiento de una democracia real y moderna. Luego, en los años 80, después de varios años de malversación y populismo, la Nueva Política Económica fue, a la vez que retroceso a lo viejo, un movimiento revolucionario hacia un nuevo tiempo. Y así llegó 2005, cuando el MAS irrumpió como un instrumento político que, según prometía, instauraría una “revolución democrática y cultural” sin precedentes.
Hoy en día, la revolución que prometía el MAS no tiene ya nada que ofrecer (¿alguna vez lo tuvo?); pero además se ha corrompido a niveles indecibles: centenas de casos de corrupción, malversación y nepotismo pesan sobre sus espaldas. Ahora bien, en este escenario, lo que queda como opción de masas es la posición antagónica: la derecha. Pues esta, aprovechando los infinitos yerros del oficialismo, está reivindicando, desde mi punto de vista a veces con acierto y a veces sin él, las líneas generales de todo lo que tradicionalmente no es la izquierda, a saber, las reglas de la democracia liberal (que la izquierda tradicionalmente ha tildado —y a veces no sin razón— como democracia burguesa u oligárquica), los valores de la familia tradicional o la libertad irrestricta de mercados. (Algo de esto está haciendo Donald Trump en su campaña electoral.) Entonces, todo esto último se vuelve como si fuera revolucionario, como un hálito de frescura ante todo lo izquierdista que ahora ya está rancio y no sirve más. Dado que el discurso de las izquierdas fue el discurso mainstream, ahora lo “políticamente incorrecto” (muchos dirían lo derechista; otros, sencillamente lo racional) se vuelve progresista, renovador y contestatario.
Todo esto va pasando en muchas partes del mundo, con resultados positivos y negativos. Entre los primeros están los que surgen de propuestas crítico-racionales, y entre los segundos los que surgen de propuestas derechistas, normalmente intolerantes y regresivas. De todas maneras, lo que quiero dar a entender es que los gobiernos y discursos de izquierdas se han vuelto en muchos casos el statu quo e incluso el conservadurismo más tradicional. En Bolivia, el MAS es, creo yo, lo uno y lo otro.
No creo que la derecha sea realmente la revolución (como tampoco la izquierda), sino la crítica racional constante. Es esta la que libera al ser humano del dogmatismo político, el cual es, según José Saramago, mucho más perjudicial que el religioso, y la que lo hace trascender, liberándolo de un análisis axiológico basado en su fortuito lugar de nacimiento y su breve tiempo de vida en la Tierra. Lo que los intelectuales debemos intentar es hacer análisis políticos trascendentes, que superen las circunstancias del momento y el lugar en que nos desarrollamos y desde los cuales miramos la esquiva y deleznable realidad.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social