A mis padres
Nunca le había incomodado tanto sudar como ahora lo irritaba el llanto. No recordaba haber agradecido tener barba, esa barba espesa que lo hacía transpirar y que ahora le ayudaba a disimular los pucheros. Había chorreado la vida entera, empapado las camisas, mojado indiscretamente el cabello y a pesar de eso nunca había usado tantos pañuelos como ahora. «Doctor, lloro», le explicaba y pensaba que si se pudiera, iría al dispensario providencial y cambiaría su incontinencia por cualquier otro mal. Algo extraño estaba ocurriéndole. Por qué lo recibía así la vejez. No debía haber muchos hombres que quisieran ser viejos; menos todavía que lo desearan desde la niñez con ansias, como él lo había anhelado. A los seis años supo que quería ser abuelo y, ahora, cuando lo había conseguido, sencillamente lo estropeaba llorando.
Guardaba nítidamente ese recuerdo. Habían bajado del camión al llegar a La Paz desde la mina. La ciudad poseía el poder que acontece después de una nevada, los cerros eran más rojos y el aire más translúcido y frío. Aun así, bajo el sol vertical, provocaba refrescarse. Su abuelo lo había llevado de la mano hasta la esquina para comprarle una thayacha. Él había preguntado qué era eso de aspecto tan extraño. Y el viejo le había respondido secamente que isaño. Su mano grande lo tomaba con firmeza pero sin apretarlo demasiado. Era una mano tibia y abrigada, una mano de hombre. El isaño tenía la forma de una oca y era como un helado. El abuelo lo había soltado para mostrarle cómo se comía y le hacía un guiño para animarlo. La thayacha le enfriaba las manos.
—Ponle más azúcar —le había ordenado.
—¿Más? —los granos blancos se mezclaban con el sabor refrescante, que le chorreaba la boca. El sol le quemaba la cara.
—Rico, ¿no ve? —le había dicho el viejo y él había asentido, apretándole la mano lo más fuerte que podía.
El recuerdo de su abuelo lo abrumó. «Parezco ñata«, se decía cada vez que le ocurría algo así, mirándose frente al espejo y buscando algún cambio corporal. Las mujeres lloraban más al mes, al año, en la vida.
—Le pediré hormonas, ¡que me inyecte testosterona! —le decía a su esposa, que reía.
Él la miraba y no podía sino desistir de su hipótesis fisiológica; la suya era una mujer tan fuerte como un animal noble y no lloró —ninguno había llorado— ni al morir su hijo menor. Eran todavía jóvenes cuando el niño había caído por la ventana. Saltando de una cama a otra, había perdido el equilibrio, chocado de espaldas contra el vidrio y ayudado por la gravedad, por las leyes de la fuerza, por la física, había caído de lo alto del edificio hasta estrellarse contra el piso. Aun así, su cuerpo hermoso no se había roto y guardaba en su semblante risueño el rumor de su último juego, de su reciente nacimiento de ángel. Llorar no era posible entonces, llorar era como sembrar algas en un mar de sal helado que terminaría ahogándolos, uno a uno, y él no podía permitirlo. Llorar era, estaba seguro, como hundir a su niño en un agua turbia y anclarlo a una roca en lo profundo solo para poder verlo con los ojos abiertos, allí abajo. ¿Cómo podía estar llorando ahora?
—Así tus ojos me gustan más, tienes ojos de navegante —lo animaba ella— llenos de mar.
—Al carajo con el mar. ¡Perdimos el mar en la guerra! —le gruñía él.
En la niñez, su madre había pasado noches enteras contándole sobre el Pacífico sur, con toda su sal, con todo su frío y con todos sus secretos. A veces, lo dormía acunado por el sonido oscuro de aquel mar, en el espiral de una caracola.
—No me importa, tienes ojos de mar.
A su mujer no le preocupaba el llanto ni el enrojecimiento recurrente de sus ojos. Lo veía incluso con envidia; también le gustaría aprender a llorar, pero no se le daba. No estaba hecha para vaciarse. Ambos habían construido en su corazón una fortaleza medieval, adornada de austeridad y de valor, no sin voluntad, no sin amor, no sin culpa y menos sin tristeza. Por eso podían acometer la vida con vigor, pero nunca entregados plenamente al goce. Eran así, un poco tristes, un poco quiméricos, un poco restringidos en su capacidad de recibir. Y lo que menos estaba él dispuesto a recibir eran los mimos y los abrazos que la gente quería darle —sin pedirle permiso y con la impertinencia de un tuteo— porque estaba llorando.
El médico le aconsejaba despreocuparse.
—Llorar es un proceso saludable.
—Saludable las pelotas, doctor —le había contestado—. ¡Estoy viejo para ser saludable!
Este era un error de cálculo. Se suponía que la vejez debería proporcionarle un estado de invulnerabilidad sereno y no lo contrario. A qué venía esta renovada habilidad de sorprenderse demasiado, este arrobamiento que lo ponía a moquear. Lo peor era el optimismo científico que lo colocaba contra las cuerdas y diagnosticaba que no había enfermedad, que la causa estaba en él. No se trataba de una lesión cerebral ni de un defecto congénito, había explicado el médico, sus lágrimas no fluían disociadas de la emoción. No eran lágrimas sin sentido, no se le saltaban sin causa.
—El problema —decía él— es que me estoy volviendo maricón, un chisote.
—Problema habría —lo corregía ella— si tuvieras el síndrome de gato que dijo el doctor. Imagínate si anduvieras maullando en vez de llorar y no me dejaras dormir —ambos se reían.
Pero el problema seguía siendo que todo lo movía a llorar. Por la tarde acudió a la escuela de su nieto para un acto y en lo que puso el pie en el salón de clase identificó nítidamente el cuadro con un efluvio de su infancia: ¡olor a pupitre! Tuvo que cerrar los ojos con fuerza para evitar el lagrimón. Salió del colegio contrariado, enfurecido consigo mismo. Afuera llovía. Llorar en latín se escribía plorare, luego la “p” se transformó en “l”, teniendo el mismo origen que la palabra lluvia: lluvia como un turbión, como una torva, como un temporal que lo empujaba calzada abajo, por trochas y andurriales, para esquivar así la fila de autos que igual a serpentinas se desplegaban en el centro de la atardecida ciudad.
Caminar lo ayudaba. Había pasado del pavimento al adoquín sin percatarse, dejando en cada tranco un entuerto, drenándose paulatinamente, mientras figuraban ante él los anaqueles de las viejas indias, que ahora lo llamaban para leerle la suerte en hojas de coca. El incienso y la mirra lo fueron sedando, mareando con los colores de las lanas violáceas, los papeles lustrosos y los confites: estaba en la calle de las brujas. Pudo distinguir hierbas, entre fetos de llama y morteros de piedra. Talismanes, amuletos y medallas bailaban con el viento. Recordó que Leucótoe había sido enterrada viva por su padre, iracundo por los amores que ella había tenido con Apolo. Y que éste para honrar a la princesa muerta la convirtió en un frondoso árbol de incienso. Los griegos eran sabios terribles, murmuró. Era más correcto decir “terribles sabios”, o mejor, “terriblemente sabios”. Sonrió.
Unos pasos adelante una pizarra, a modo de cartel, daría respuesta a su desasosiego. Las letras habían sido escritas con tizas de colores y su trazo le pareció más impreciso que infantil: “Curamos el espanto, se dan baños de alegría”, leyó y se adentró en un cuarto de adobe alto y oscuro, en donde una anciana encogida le dio por receta un baño de mar, con los ojos abiertos. Repuso él con sorna que si no se daba cuenta que vivían en un país mediterráneo. A lo que ella, imperturbable, no contestó. Salió pensando en su nieto, en su mujer, en el mar. Estaba empapado y le hacía frío. La noche se había tendido como una sábana enorme sobre la ciudad. Se sintió nuevamente decaído. ¿Qué podía hacer? ¿Por qué de repente le costaba tanto respirar? ¿Qué tendría que cambiar para no derrumbarse? Se avergonzó de sus pensamientos y tuvo el impulso de disculparse, pero su mujer no estaba con él y tardaría en llegar a casa. Al final, ella era la única que importaba…
Aquella misma noche, con el departamento en penumbra y mientras preparaba un baño caliente para no resfriarse, creyó comprender lo que había querido decir la anciana. Qué importaba el tamaño del mar, siempre que fuera salado. Así que corrió a la cocina entusiasmado y, de regreso, volteó entero el tarro de sal gruesa en la bañera. Su mujer lo reprendería, eso era seguro, pero qué más daba. Luego se detuvo unos segundos antes de dar paso al agua. Dudó si ponerla fría o caliente, pero se decidió por lo segundo. “Pensemos que es el Caribe”, se dijo y ver llenarse la tina le infundió seguridad. Era como si la realidad hubiera adquirido coherencia. De pie y desnudo, se metió con un movimiento rápido en la bañera, deseando su llanto bajo el agua. Creía saber de dónde venía todo aquello y estaba dispuesto enfrentarlo. Luego se hundió en el líquido salado de su mar, con los ojos cerrados. Esperó a estar listo para abrirlos y entonces lo hizo, pero no vio a su hijo en ninguna parte. Desconcertado, volvió a la superficie. Tomó aire y, sin dar demasiadas vueltas, regresó a lo hondo en busca de una imagen, de alguna referencia. Pero esta vez se encogió sobre su lado izquierdo y persistió por un rato largo, conteniendo la respiración. El agua todavía estaba tibia cuando comenzó a mecerlo el lejano ruido del mar en el espiral de una caracola.
Magela Baudoin
Caracas, 1973. Escritora y periodista boliviana, autora del libro de entrevistas “Mujeres de Costado” (Plural 2010); de la novela El sonido de la H, con la que recibió el Premio Nacional de Novela 2014 (Santillana—Bolivia); y del libro de cuentos La composición de la sal (Plural 2014), que ganó el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez (2015). Sus cuentos y reseñas han sido recopilados en antologías y en revistas impresas y digitales como El malpensante (Colombia), Escritores del mundo (Argentina) y Círculo de Poesía (México). Ejerció el periodismo en distintos medios de prensa bolivianos. Dirige la revista literaria El Ansia (Bolivia) y es fundadora y coordinadora del Programa de Escritura Creativa de la Universidad Privada de Santa Cruz de la Sierra (UPSA), en donde también enseña.