Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Tengo enfrente a mi padre en foto con su primera nieta. Sus otrora fieros ojos verdes brillan sonrientes. Sonríe. Lo hacía poco y por eso verlo así es notable y melancólico. The Animals cantan La casa del sol naciente en una compilación sesentera que me acaba de llegar. Paradoja, cuando aquello está muerto.
Sin embargo veo a mi padre cada mañana cuando me miro al espejo. Él de un lado; yo del otro. Mientras me peino sorbe su taza de té, me pregunta por mis mujeres, me halagaba cuando reunía a varias en fiesta, en suerte de sororidad. “Como el tío Rómulo”, decía.
Concierto de trompetas de Johann Nepomuk Hummel. Sol de invierno. Mi primo José Andrés me envía fotos de su casa en el Alto Izozog, a orillas del Paragua o Grande, donde la noche impresiona y las cascabeles tocan canciones de cuna. Su padre, el tío Hugo, el tío Negro lo llama un amigo, era un hombre de impresionante saber. Leía poemas al Che, contaba de Moscú y de Pekín, ponía en su sofisticado equipo de música Akai coros de los cosacos del Don. Bajo profundo como su propio padre, como mi padre, como el bisabuelo Pablo, los tonqorazos. Esténtor de pequeñas disputas locales, voces a las que la épica no les concedió Ilión. Superponiendo una foto del tío Hugo a un (supongo) daguerrotipo de Manuel Ignacio Ferrufino, héroe de Cochabamba, veo que somos uno solo, un hombre múltiple y ubicuo, aquel que nunca perece.
Sueño con el tren que sale de Poltava y se detiene en Varsovia. Iremos a Poznán, seguro. La vieja Posen alemana. Después Berlín. “First we take Manhattan, then we take Berlin”. Deliro, imágenes de ayer acechan, mixturan con un presente ambiguo. Te prometí París y será París. No voy desde 1986, pobre estaba entonces y me saltaba los medidores del metro y eludía a los guardias que revisaban boletos. Me agarraron alguna vez, que sí, y qué podían hacer, tenerme de plantón un rato ante la oficina hasta que al distraerse me pelaba y a encontrarme en Calcuta. Tan mísero que hasta los ácratas me regalaban monedas de a diez. Diez francos pedía a las viejas pero no comía con ellos sino le lloraba a un amor en la bella y distante Radolfzell a donde jamás llegué. Vivía de amor y de despecho. Y de pan y gruyère.
O iremos por el sur que nos llevará a los Cárpatos, a Rumania y a Austria-Hungría. Me gustan los colores ocres del imperio, desde casi el Báltico hasta la frontera turca. El sol poniente, digo, la luz que fallece, se entretiene y se apaga como cirio robado a Nuestra Señora. Nos obligaré a pasar por Basilea y, por supuesto, en Ginebra dejarle una piedra de cuarzo al señor Borges que culpas guarda, y muchas, en cuestiones de recuerdos.
Finalmente París, a lo turista en el Marais o el Barrio Latino, aunque tal vez refrescaré la memoria en Malakoff, dejando atrás la Puerta de Vanves en el Quince, por el Bulevar Brune.
Maravilloso Georg Philipp Telemann. Hermoso y desconocido Johann Baptist Georg Neruda.
Cuando comencé este texto, hace días, lo tenía armado de cierta manera que olvidé con la rutina y el trabajo. Lo escrito en el aire se diluyó, encima le cayó nieve, y las ramas se derribaron cargadas de peso sobre el verbo. Este de ahora es escrito nuevo, hijo pródigo del olvido, pero para fantasear no se necesita gran estructura, un poco de ensoñación y algo de malicia, páginas tuyas o ajenas, reales incluso si soñadas. Una mujer aquí, un picante en un rincón, alguien que lloraba y otro que reía. Reyes y bufones o al revés que en este caso no importa el orden. Olor a comino. O es curry. Vislumbres de la India de Octavio Paz, Kali negra y sangrienta, lazos delicados que asesinan. Era Salgari. Kali termina como buen ejemplo de la vida en sí. Conversábamos con mamá al respecto pero en la noche ella nos calmaba y recitaba a Juan Ramón Jiménez. A Rilke también. Y en la tonada del algarrobo algarrobal, que creo es una vidala, dormimos hasta hoy en que despierto y veo nieve alrededor, la cama vacía de los seis hermanos, el arabesco del tronco de la higuera. Estiro la mano y nadie está, ya ni las trompetas de Hummel. Es solo mediodía y hay silencio de guerra.
El tren pasa por Vitebsk, atraviesa Brest y se ensombrece en Lodz. Viaje sin remedio el mío, sobrevivo al lodo del Bereziná. Mi antepasado coronel napoleónico Lazare Claude Coqueugniot revisa las tropas de la Legión del Norte. Rudos presidiaros polacos, sucios rutenos y silesios, quizá cachubes de los que se acordaría con el tiempo Günther Grass. Oscuro bosque de Fangorn.
Tuesto la cecina y la casa se llena de aromas. No hay perfumes de palacio. Me encuentro solitario pero no cabe esta multitud en la sala, ni habrá comida para todos.
Cézanne dejó una naranja en el mueble de casa, se olvidó de eternizarla. Al comerla me llenaré de mitos y vagaré por el valle de las Hespérides. Suena una contradanza y sigo buscando la puerta de la casa del sol naciente. Hay un pequeño pueblo en Ontario, villorrios de Faulkner, pasadizos boscosos de Knoxville, los fallidos humanos del juego consanguíneo en las Blue Mountains, en John Boorman. Por allí debe estar, en la profunda y culpable América sajona, en las magníficas páginas de Fenimore Cooper, en el folklore de Rosalie Sorrels. Pero no la encuentro, ni en Dylan ni en Hendrix. Solo mapas, referencias, ilusiones sin sujeto, instrumentos de viento.
Lo que sí me parece vislumbrar es la puerta del otro lado, por donde se pone quedo el sol. No sé si su penumbra es invitación al purgatorio o al descanso. No sé tanto que divago, trashumo por literatura y música, me embriago de sabores y olores. Mirra e incienso, mes de reyes magos y hechiceros ni siquiera sospechados.
De pronto me veo en Rockville, Maryland, a inicios de la emigración, escuchando a Smetana. Estoy tirado sobre el pasto en un baldío antes de la estación del metropolitano. No muy lejos están los días de Alexandria, del raído sofá de Lorgio, mi primera cama, de los fideos instantáneos, mimetizada su falsía con picante. Mi afición al capsicum.
Los estranguladores de El Alto no han inventado nada. El sedal maldito es milenario, lo sabían los casacas rojas del imperio inglés. Vago entre lo que he leído y pienso. Las casas del naciente y del poniente andarán por ahí; por el momento camino al medio, pleno de vivir y con hartazgo de muerte.
Dice Dylan Thomas:
Y la muerte no tendrá dominio.
Los hombres desnudos han de ser uno solo
con el hombre en el viento y la luna poniente;
cuando sus huesos queden limpios y los limpios huesos se dispersen,
ellos tendrán estrellas en el codo y en el pie;
aunque se vuelvan locos serán cuerdos,
aunque se hundan en el mar de nuevo surgirán,
aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor;
y la muerte no tendrá dominio.
Y la muerte no tendrá dominio.
Los que hace tiempo yacen
bajo los dédalos del mar no han de morir entre los vientos,
retorcidos de angustia cuando los nervios cedan,
atados a una rueda no serán destrozados;
la fe, en sus manos, ha de partirse en dos,
y habrán de traspasarles los males unicornes;
rotos todos los cabos, ellos no estallarán.
Y la muerte no tendrá dominio.
Y la muerte no tendrá dominio.
Y las gaviotas no gritarán en los oídos
ni romperán las olas sonoras en las playas;
donde alentó una flor, otra flor tal vez nunca
levante su cabeza a los embates de la lluvia;
y aunque ellos estén locos y totalmente muertos
sus cabezas martillearán en las margaritas;
irrumpirán al sol hasta que el sol sucumba,
y la muerte no tendrá dominio.
14/01/2023
Imagen: Kali/Escuela de Bengala, comienzos del siglo XX