Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Cuando me llegó el resultado de todas mis sangres, estudio que mis hijas quisieron y regalaron, decía que el mayor torrente era el andino, con 28 por ciento, y de ahí un listado inmenso, con cierta dosis Neanderthal que justifica algunos actos, a pesar de que ahora se sabe que estos cavernarios inventaron el arte. Pues en esa lista había casi un 2 por ciento de judío ashkenazi. Hubiera pensado en sefardí, dada España, pero no, de oriente, más allá del Oder, más cerca del Vístula o el Dniester, o de los bosques húngaros o el llano valaco. De Keshenev o del Prypiat. Nunca lo sabré, pero esa sangre me pone a bailar klezmer en domingo, antes de salir hacia la parrillada que prepara mi Aly donde buscaré en el tempranillo las respuestas.
La música klezmer me apasiona. De niño, cuando vi El violinista en el tejado, quedé encandilado. Tea que nunca ha de apagarse, como la de mi antepasado Murillo. No sabía entonces nada. Recuerdo el sonoro nombre de ese pueblo hebreo, Anatevka, de la magia y del misterio. De la sobriedad y fe de esta gente que sin embargo en la fiesta se soltaba con pasión. Fotos de Román Vishniac, me acuerdo. El universo que Hitler quiso destruir. Todavía suenan los violines, el trombón, el fantástico clarinete. Suena, suena el klezmer, mientras se mecen los nazis ahorcados de Minsk porque nadie, nadie, dura mil años. La música sí, cuando llegue el Armagedón habrá entre las ruinas una melodía, seguro. Aunque la escuchen solo y últimas las hormigas.
Tendría que hablar de literatura, de los poemas de Zuzanna Ginczanka que vencieron a la muerte. Mis ojos recorren la tierra negra en las afueras de Jarkov. Ucrania, sí. Y Rusia también. Y la amada Polonia. En el panorama siempre ellos, vestidos de negro, bailando con botellas sobre la cabeza. Largos faldones y la fiesta del Purim. Isaac Bashevis Singer, Babel, Aleichem. Nadie puede negarles historia allí, ni estadía, ni memoria. Pienso en de dónde y por dónde cargo este ashkenazy conmigo. Quiero imaginarme a mí mismo en el bosque oscuro y cerrado alrededor de Vilna, en la fragua de metales fundiendo escudos para eternos héroes de eternas Troyas. Vulcano-Hefestos mientras las pupilas recorren la escritura al revés y sobre las piedras voy escribiendo el nombre de dios, inventando Golems donde no había vida.
El Golem de Gustav Meyrink, sobre quien alguna vez Kafka escribió a Milena Jesenská. ¿Cómo reclamo para mí una cultura si floto entre todas las sangres? ¿Si el cóndor mata al toro y el toro brama? Cómo si me escurro entre los destruidos muros de Zhitomir y amanezco en Uzhorod. Acompaño al vocalista de Gogol Bordello buscando las raíces de un árbol muy vivo y sólido, frondoso y profundo. Chagall. Mazel tov.