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Juana Azurduy 25 mayo 2020

Sisinia Anze Terán

Un día como hoy, 25 de mayo de 1862, murió la más valerosa guerrillera de la Guerra de Independencia. Éste es un homenaje que dedico a una de las mujeres más extraordinarias de Bolivia, y a la que la Institución que lleva su nombre en la ciudad de Chuquisaca y la Honorable Alcaldía Municipal de la misma ciudad la consideran MUJER SÍMBOLO DE LA LIBERTAD.

Juana, revolucionaria libertaria, legó a Latinoamérica y al mundo un ejemplo de coraje y valor, el cual perdurará para siempre en la memoria colectiva de un pueblo que sufrió siglos de opresión bajo el yugo español. Con su coraje y patriotismo, Juana se ganó un lugar entre los próceres de la guerra de la independencia y logró un prestigio, cuyos límites sobrepasaron el umbral de lo mítico porque los indígenas prácticamente la convirtieron en una divinidad, en una encarnación de la propia Pachamama, la Madre Tierra.

Un hecho lamentable, en la vida de la nueva República de Bolivia, fue la indiferencia y el desconocimiento a una de sus más grandes próceres quien, habiendo dado todo por la patria, vivió en la miseria y murió en el anonimato. Indalecio Sandi, su sobrino, el único pariente que la acompañó los últimos años de su vida, dio parte del fallecimiento de su tía al señor Joaquín Taborga, Mayor de Plaza, para que le rindieran las honras fúnebres correspondientes; sin embargo, Taborga no lo recibió puesto que todos los funcionarios estaban ocupados con las fiestas patrias, rememorando el aniversario del grito libertario de 1809. Al joven no le quedó más remedio que acudir a la iglesia y hablar con el párroco. No hubo pompa ni honores, ni coros ni cantos, ni séquito ni cortejo, todo se redujo a una austera misa, a un frugal adiós murmurado. Juana fue enterrada en una fosa común como una indigente. Cien años después de su muerte, sus restos fueron exhumados y llevados a un mausoleo construido en su homenaje. Hoy, sus huesos se encuentran en la Casa de la Libertad, en la ciudad de Sucre.

En esta especial ocasión, comparto un fragmento del libro Juana Azurduy – La Furia de la Pachamama.

Sábado 24 de mayo de 1862, 11:30 pm.

Indalecio le había prometido a su tía llegar para el aniversario de Chuquisaca. Juana quiere tener todas sus pertenencias listas antes de su llegada. Termina de doblar sus pocas ropas y, como si de sedas se tratara, las va acomodando dentro de su viejo baúl de madera. Acaricia cada prenda con delicadeza, rememorando tiempos pasados.

De repente, siente un intenso frío que le recorre todo el cuerpo. Frotándose los brazos, se dirige hacia la silla donde cuelga su mantilla de lana, se la coloca sobre los hombros y se queda mirando al vacío por un momento. Agarrada de la vieja silla, pasea la mirada alrededor de la habitación. Siente una súbita angustia en el pecho, durante muchos años ese viejo cuartucho ha sido su hogar, su refugio, su santuario. La anciana toma la vela que reposa sobre la mesa y se acerca a su catre. Se sienta sobre el colchón de paja, deja de lado la vela, agarra su taza y bebe un sorbo agua. Se quita las zapatillas sacudiendo primero un pie y luego el otro. Se recuesta, se cubre con las frazadas, agarra su rosario y, cerrando sus cansados ojos, reza un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria.

Al cabo de un rato la vela parpadea y se apaga. La luz de la luna, que entra en rayos sesgados por las hendiduras de las contraventanas, dibuja líneas de plata sobre su rostro enjuto. De pronto, es invadida por un repentino miedo, por una horrible idea que asalta su mente provocando que la sangre se agolpe a torrentes en su corazón. No podía ubicarse ni en el espacio ni en el tiempo, y tenía la opresiva sensación de estar perdida en una inmensidad de silencio en la que no había nadie más que ella. Temblando, se incorpora en su lecho, extiende de manera desesperada los brazos en todas direcciones buscando un apoyo a qué aferrarse. En el intento, la taza y el candelabro caen estrepitosamente. Un escalofrío recorre su cuerpo, tiene la frente empapada de gotas heladas; por todos sus poros brota sudor. Queda sentada sobre el colchón, se lleva las manos al pecho, respira profundamente, se recuesta y permanece inmóvil con los ojos clavados en las vigas del techo. Las sábanas frías, la soledad y la angustia, que hurgan su espíritu como afanosos cuchillos, le hacen reflexionar sobre el fin de sus días.

Ella lo sabe muy bien, sabe que ha envejecido y que pronto morirá. Juana jamás le había temido a la muerte, se había enfrentado a ella muchas veces en los campos de batalla; no obstante hoy, el miedo la embiste con la furia de una tormenta. Juana entra vertiginosamente en el más profundo sopor, en el mundo de los delirios, en el abismo negro de la inconciencia. Cuando cree ya que nada puede empeorar en ese momento, le llega una claustrofóbica sensación de inmovilidad. Se queda paralizada por largos minutos, quiere desesperadamente gritar, pero sus labios no se mueven, quiere sacudir los brazos, pero éstos no le hacen caso; lo único que percibe es el tumultuoso movimiento de su corazón dentro de su pecho y el sonido de su latir en los oídos. ¡Qué angustia, qué soledad! Hubiese querido decirle tantas cosas a Luisa, su hija, antes de morir. Decirle cuánto la ama y cuánto lo siente; que si no estuvo con ella todos esos años fue por miedo a perderla como había perdido a sus cuatro hijos mayores, decirle que tuvo que renunciar a ella para protegerla, decirle que se sintió muy triste al verla partir a otra ciudad después de casarse, porque su corazón adivinaba que ya no la volvería a ver.

Está cansada, ya no tiene fuerzas de seguir luchando contra aquello que la ataca.

Y de repente, todo se torna negro.

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