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Juan Rulfo, nuestro cada día

Luis Alfaro Vega

El árido escenario y los lentos minutos en los textos de Juan Rulfo muestran el fondo de las ancestrales ansias y rigurosos temores del alma humana. Palabras construyendo edificios de nomenclatura cotidiana en los que están los personajes, pálidos de olvido, acarreando arrugas con los días, soportando en las dobladas espaldas el cercano infierno de la exclusión social. Palabras, también, y cómo no, con un sentido espiritual apartado de los cánones oficialmente establecidos, dando oportunidad a resquicios de reverdecimiento allí donde las condiciones se presentan adversas, franjas de luminosidad en medio de la cósmica soledad.

El autor de Pedro Páramo palpó y escuchó los silencios y cicatrizó en su propia médula el dolor que martiriza y somete las fuerzas de sus coterráneos. Su prosa camina desde el origen, arrastra los caites sobre los que sonríe el desplazado, aquel que canta y goza aunque se encuentre al margen, que extrae vitalidad del sufrimiento aunque vaya dejando sobre las piedras del sendero, testimonio irrevocable de su tránsito, las sales y los minerales de los propios huesos.

La lectura de los textos de Juan Rulfo es siempre un acontecimiento nuevo, vivaz y contemporáneo, las vicisitudes expuestas engloban la intensidad de las emociones fundamentales que nos definen: la tierra que pisamos, el alimento que sacia las tripas, la disputa o la concordia con el rostro que respira al lado, el metafísico aliento de Dios, el enajenante temor a la muerte. Temas y sucesos que no pierden vigencia, que marcan a fuego las horas de todo tiempo e imperio. Diluvio de relámpagos que nos permiten contemplarnos a la luz de efemérides, que en su esencia, a pesar de los cambios tecnológicos o de alegóricas modas, no varían.

Personajes que florecen hacia la luz del horizonte sin excusas, ornamentando una búsqueda que los guía y los ilusiona. Viaje de seres humanos en un tiempo de limitaciones materiales y de obnubilaciones mentales adquiridas, en el que, enfrentando el ritmo de no entender, continúan adelante, irrevocable sino, no aflojar, albur que les concierne por la sola circunstancia de estar vivos, y por pertenecer a un conglomerado de individuos con una misma sangre golpeándoles las arterias.

El autor de El llano en llamas nos induce a mirar de frente la realidad que atañe y ataja, con todas sus cifras categoriales de rudeza, atmósfera con olor a residuos añejos, que mide la vida en igualdad con el suelo, goteando la ancestral escasez, majando, una generación tras otra, las mismas huellas en el sendero, en hilera interminable de frustraciones y anhelos.

Refiriendo la particularidad del pueblo mexicano, Juan Rulfo hurgó en el paisaje objetivo-subjetivo del homo sapiens enciclopédico, plenitud de los momentos que configuran nuestro ser. Los callados gritos de sus personajes abonan zozobra y esperanza en confluencia, ondulantes gritos y silencios exhortando a no abdicar frente a los muros de la historia, aliento de aire tibio en esparcida ceniza, ocultas voces chillando cánticos desde una garganta dolorida que revela continuados bríos, llamarada del esfuerzo, añorando rehabilitación.

El ojo del lector se agranda frente a la explosión de vida en los libros de Juan Rulfo, textos que gotean diálogos que mantienen al individuo en desconcierto continuo, gozando el oportuno ahondamiento de astutas peripecias de calado existencial. El corazón del lector late ávido con el avance de los acontecimientos, de los que no puede escapar porque los percibe suyos, testimonio de una parte de su propio infinito, cercanos en el furtivo susto de que podría ser él el que está en el centro de tanta soledad, palpitando recuerdos, arañando posibilidades. Los lectores de estos libros clásicos devenimos como cavilosos parásitos, próximos a la desdicha expuesta, pero también partícipes de algunos aires que corren purificando el panorama, donde una luz debe aparecer.

 Los cuentos y las novelas de Juan Rulfo acuñan la perspectiva de lo deseable, respirando el duro polvo de la añeja senda del ser humano, o nadando con insólitas agallas en la inundación de extravagantes desiertos anímicos, escarbando tenues luces entre pesadas sombras, o escapando de sinuosos fantasmas que vienen de muy atrás en la sangre de la estirpe, estos singulares personajes intuyen la raíz del crepúsculo al otro lado de lo visible, donde un dilema sensato y fértil los aguarda.

Libros entrañables, páginas a las que tornamos con inquieta avidez, porque acontecen como patrimonio suspendido en la eternidad, estímulo que nos conduce a una deliciosa crisis de lucidez. ¡Profética literatura que convoca, imperiosa, invitándonos a dejar la desidia, en vahído de alcanzar el latido de la fraternidad!

Juan Rulfo no es un escritor más, él, con su obra escasa de páginas, zarandea el alma de los seres humanos, formula y trasciende, categorialmente, los márgenes esenciales de lo que somos.

Juan Rulfo, mexicano de todos, es una veta en yacimiento múltiple, ecuménico hacedor que palpa las fibras que nos dan sentido ontológico. Su conciencia está presente en el escenario de espanto de una sociología de los abajo, ejercitando la vida desde la periferia, insuflando ánimo para la recomposición del paraíso posible. Su palabra inaugural expuso, en un tiempo y en una plaza de manifiestos desequilibrios, el tránsito de experiencias que se cuecen en el quehacer cotidiano del redil humano.

¡La pluma del mexicano universal incendia el horizonte!

¡Juan Rulfo está en el infinito de nuestra tierra próxima, yo-nosotros!

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