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Jesús Soto, la verdad revelada

Maximiliano J. Benítez

Es de conocimiento popular y ampliamente aceptado establecer el nacimiento del flamenco en Andalucía, y hablar del mestizaje de razas y culturas como piedra basal de un género, de por sí, inabarcable como la odisea de sus creadores.  Un género moldeado históricamente en las tribulaciones del pueblo gitano, raza elástica y asimilable que, según los primeros documentos históricos existentes, entraran al reino de la mano de Alfonso V, allá por el primer cuarto del siglo XV, y se dejaron oír, por vez primera en la península como en una ofrenda pagana, las primeras palmas y voces quebradas que nutrirían las manifestaciones artísticas locales hasta la actualidad.

Y mucho ha llovido desde entonces, desde que se oyeran esos fraseos en Jerez de la frontera, en Granada o en Triana, cuando nacieran los palos fundamentales que desembocarían en la Edad de Oro del flamenco, y la voz de los cantaores fuera el vehículo de todo un rosario de tristezas y sinsabores; y las palmas, la guitarra y el baile, el mejor de los acompañamientos a esa celebración de la defensa de la vida, de la raza, de la familia.

 Jesús Soto (Jerez de la Frontera, Cádiz) sabe muy bien qué es hablar desde la raíz y la tradición, tronco fundamental y fundacional de toda una dinastía: “Los Sordera”, consagrada al noble arte gitano y jondo; hermético, como una forma de salvaguardarlo de la profanación o la falacia. No fueron pocas las oportunidades que tuve de verlo sobre un escenario, compartiendo, ofreciendo su corazón desde su prodigiosa y potente voz, arco de la naturaleza gitana que tan pronto nos ilumina el rostro con una bulería como nos encoge el corazón con una seguiriya desprovista de artificios y cargada de profundidad.

Y es que Jesús, “El Almendro” tiene la capacidad de proyectar su voz con dramática claridad, plena de verdad sin contemplaciones, como una tormenta perfecta; y hace de este sustantivo un verbo sujeto a su propia estirpe, para devolverlo a la gente, a lo que somos como especie. Como si no se necesitara abonar una entrada para verlo sobre la madera de un tablao, sino asumir que hay humildes emociones esperándonos a la vuelta de la esquina, en un patio de la infancia, en ese silencio incómodo, en la costa de un mar del sur que atesora recuerdos milenarios, verdades y sentimientos revelados a una inminente posteridad, mucho más allá de lo que ven los ojos.

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