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Jardines

Maurizio Bagatin

En verano se inflan de colores, se hacen visibles como unas pinturas naif, El aduanero Rousseau o Monet o Cézanne, a momentos entran en un cuento de Cortázar. Luego la metamorfosis. Viven de lo acumulado y de lo absorbido, del ahorro de humedad y del color que en invierno se vuelve psicodélico. Los jardines tienen vidas propias, imponente y extravagante.

Aloe, kalanchoe y San Pedro han ido llenando sus reservorios; en macetas el romero, la salvia y la albahaca, y después quirquiña, tomillo, lavanda y orégano. En una esquina frondosos helechos y la planta “Buen día” que traje de “Lima la horrible” y se ha reproducido como pasto; en la otra esquina el cactus que en Cali me puse en un bolsillo y llegó “sano y salvo” hasta las k’ochas del valle.

Luego ortigas, dientes de león y verdolagas crecen silvestres y son indicadores de fertilidad del suelo y alimentos a las primeras lluvias de cual mes ya nunca lo sabremos. Todo ha cambiado. Nunca me gustaron los jardines franceses, los ingleses y los japoneses, he siempre elegido a la caótica belleza del abandono, del pasto irregular, las trepadoras que invaden otras plantas, las hojas que se mezclan con otras hojas y se inventan armonías casi imperceptibles a la mirada convencional. Se necesitan ojos entrenados a la belleza y al pincel de la naturaleza.

Las variedades de cucardas explotan sus injertos, parecen haber comprendido la riqueza de la diversidad, del tenue inicio de un mestizaje biológico, de la variante de su color, de sus colores; higos blancos, higos negros confunden las brevas de julio que espantan el invierno con sus frutos excepcionales. El pan de los pobres es mil frutos en un solo fruto. Y a todo y todos confunden el tajibo, las flores de nochebuena, las gotas de oro. El imponente laurel, el inalcanzable níspero. Muchos, a la sombra de las jacarandas, buscan alcanzar ser vistos. Las paredes de adobe gozan de la invasión de las hiedras, del parral de una vid, de la trepadora Santa Rita, el calor de su materia es afrodisiaco. Mientras las cucurbitáceas se ocultan entre sus hojas, anunciando su llegada solo en otoño, anaranjadas, verde manchado del pincelado amarillo, ofrecen gratuita tristeza al jardín.

Los jardines son paraísos (y los persas lo supieron muy pronto, paraíso en su idioma quiere decir “jardín encerrado”) llenos de vidas, de vitalidades y de pecados veniales: el placentero vuelo de una mariposa y la flor que la seduce; el colibrí que no deja percibir su aleteo, pájaros que logran encontrar siempre un insecto con el cual alimentarse. Y sorgo, una planta de maíz, tomates que crecen aquí y allá, semillas que el viento y los pájaros han transportado hasta un destino inesperado.

Entre gencianas y malvillas, plantas de floripondio y de tártago, encontramos siempre las hojas de boldo, el llantén, la hierbabuena que buscamos desesperadamente cuando nos duele el estómago, y se vuelven medicamento para cuerpos sin almas. Y entonces reconocemos en un jardín la síntesis de nuestras necesidades, cuando lo regamos, cuando lo pintamos, al narrarlo, en nutrirnos de él.

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