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Gainsbourg y yo

Patxi Irurzun

Vaya, el tiempo está loco, estamos a finales de agosto y ¡ahora se pone a nevar!, ah, no, no, que es Gainsbourg, mi conejo enano belier, que está con la muda y se le cae el pelo en unos mechones que parecen copos, tan grandes, tan blancos, tan leves… Gainsbourg es pequeño, peludo, suave, a veces lo peino y se me ponen las manos hechas un poema, llenas de volutas, que recojo y con las que me estoy haciendo un jersey de punto inglés para cuando llegue el invierno.

—¡No es buena idea! —me dice  Gainsbourg—. Ir por la calle vestido de conejo, digo. La calle está llena de depredadores, de lobos solitarios, de asesinos, de gente que vota en silencio a la ultraderecha, de comerciantes que van a darte mal el cambio, de conductores a los que no les importa convertirte en una calcomanía sobre un paso de cebra…

Sí, mi conejo Gainsbourg habla. Mantengo con él largas conversaciones, mientras lo peino. Y no me guarda rencor, aunque sea su carcelero. De hecho, cuando lo dejo salir de su jaula intenta hacerme el amor, pero en verano a mí no me gusta porque voy en pantalones cortos y me araña las pantorrillas, así que lo rechazo,  y tampoco por eso se enfada, Gainsbourg, y en lugar de follando como conejos acabamos otra vez los dos hablando sobre Dostoievski o sobre el capitalismo feroz.

—No hace falta salir a la calle para que intenten desollarte —le digo, por ejemplo, a Gainsbourg y le cuento también que esa misma mañana me han sacado la faca tres veces por teléfono.

Primero, los de una compañía telefónica. “No me interesa”, les he dicho y mientras colgaba oía al operador gritarme: “¡Pero cómo sabe que no le interesa si aún no le he contado nada!”. Me pregunto, por cierto, qué pensarán sobre nosotros y sobre nuestras madres los teleoperadores cuando les cuelgas el teléfono.

“¿La señora de la casa?”, me ha dicho el segundo atracador. A este le he colgado sin remordimiento alguno. Y creo, además, que le he hecho un favor, porque una llamada desde el siglo pasado debe de costar un pastón.

—Deberías hacer como yo —me recomienda Gainsbourg—. “¿La señora de la casa? Sí, soy yo”,  le habría contestado, y habría puesto la voz bien grave y varonil. Otras veces les digo que sí a todo—continúa explicando—, que me pongan todo lo más caro que tengan. O empiezo a reírme como un bugsbuni, como un conejo loco. Y siempre consigo que sean ellos los que cuelguen.

—Mi pequeño Viernes —murmuro orgulloso, y le acaricio, pues me imagino que con esos métodos Gainsbourg estará consiguiendo hacernos subir muchos puestos en la lista Robinson (ya saben, esa a la que podemos apuntarnos para restringir la publicidad no deseada).

La tercera llamada era desde una centralita de la mafia china, a juzgar por el acento de la chica, que me ha preguntado si tenía computadora y después, cuando le he contestado que sí,  me ha dicho que esta estaba infectada con un virus horrible que iba a destruir mi equipo en unas horas pero antes iba a enviar videos míos sodomizando cabras a toda mis lista de contactos. También he colgado, claro, porque me sonaba todo a chino (por ejemplo, ¿cómo sabía esa chica que mi ordenador estaba infectado si primero me ha preguntado si tenía ordenador —bueno, computadora—?) y, sobre todo,  porque yo con conejos igual, pero con cabras nunca he tenido nada.

En fin, son de estas cosas (y de otras como el G 7, la ETA o las sumas y pactos políticos, pero esas se las dejo a otros columnistas) de las que hablo en la intimidad con mi conejo, mientras en la calle nieva pelo. Después, cuando nos aburrimos, le echo al suelo a Birkin, su mono de peluche (otro día ya les hablaré de él) y Gainsbourg le hace el amor salvajemente pero sin aspavientos, porque los conejos —o al menos mi conejo enano belier— hablan pero no gimen, como todos ustedes bien saben.

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