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‘El solitario y el diablo’

De: Carlos Battaglini / Inmediaciones

Frente a la casa de ventanas luminosas. “Estaba sentado aquí, completamente solo, por eso me he sentado con él”, le dice a mi amigo el escuálido vigilante del puerto que respira bajo una gorra de béisbol. Un tanto molesto digo, “en Europa no está tan mal visto que alguien se siente sólo”. Y continúo, “ya sé que en África comer solo o estar solo es poco menos que un pecado, una faena muy grande, pero nosotros podemos estar solos y estar bien”, digo tratando de creerme mis propias palabras.

Estamos en un bar africano que descansa sobre la loma de una cuesta puntiaguda. Un bar que se está cayendo y que se entiende con una terraza de pírricas sillas de plástico que lo rodean. Pasan coches, pasan africanos lentamente, como si llevasen varios kilos de plomos sobre sus posaderas. Estaba aquí solo, esperando a mi amigo y ha llegado el vigilante diciéndome que me conoce de sus tiempos en el aeropuerto. Yo no lo recuerdo de nada. El vigilante ha mirado mi ropa con detenimiento y luego ha mirado mi vaso de cerveza por espacio de once segundos. Frente a la casa de ventanas luminosas. Yo he dormido mal, me pican los ojos, me muevo sobre la silla. No hago nada sino mirar fijamente de vez en cuando a una mujer gorda sentada en la otra acera y que de vez en cuando le grita a sus hijos. Anochece. Anochece sin remedio puesto que no habrá luz eléctrica que nos reponga de la caída del sol.

El vigilante del puerto me ha dicho que tiene cinco hijos, que la vida no es fácil y que le invite a una cerveza que le acabo pidiendo, tras moverme de nuevo sobre mi silla. Luego ha llegado mi amigo y le he pedido al vigilante que nos deje solos para hablar de nuestras cosas tranquilos. Él vigilante del puerto se ha levantado, “no hay problema”, y entonces es cuando le ha dicho a mi amigo, “estaba sentado aquí, completamente solo”. Mi amigo viene con su mujer y me pregunta si no hecho de menos España. “Sí”, digo. “Sí”, vuelvo a decir. “Y en España acabaría echando de menos África”, digo después. Y así sucesivamente.

Frente a la casa de ventanas luminosas. No he comido y me doy cuenta de que me estoy cogiendo una de esas borracheras absurdas. Puedo volar.

Tengo miedo u otra cosa que no sé lo que es a hacer algo estúpido, a hacer algo raro motivado por la euforia, algo como ponerme en medio de la carretera, levantar las manos y gritar “sí, sí, sí”. Pero ya me han dicho que la vida no es una película, ya me han dicho que no imagine tanto, y por eso, tengo una sensación. Cosas de esas. He ido al baño, me he tropezado varias veces y una mujer de pelo largo y camisa roja me ha dicho que lo siente. No tengo confianza para bromear con ella. “Soy muy alto”, apenas le digo.

Mi amigo y yo estamos recordando viejas historias, su mujer nos mira divertida, apenas interviene, hasta que en un momento dado pregunto, “¿qué pasa en esa casa? “¿En esa casa de ventanas luminosas?”, pregunta mi amigo. “Sí”. Mi amigo se lleva los dedos a la mano, “se están comiendo a alguien ahora mismo, algún brazo, un dedo, el corazón, beberán su sangre…”. “No es un buen sitio”, prosigue su mujer. “Esto es una sociedad secreta, ya lo sabía, pero no sabía que se comían a gente ahí dentro”. “Si quieres llegar a ser alguien en este país, tienes que meterte en esa casa luminosa. Venir todas las semanas. Todos los políticos están metidos aquí”.

Me quedo mirando a la casa de ventanas luminosas. Ha anochecido completamente. De la casa sólo me llega silencio. Y unas luces. Y una cortina violeta en la entrada. Alrededor de un kiosco en frente, se han encendido unas pequeñas luces como lunares brillantes. “¿Hacen comida ahí?”, pregunto. “Esta comida es sólo para los miembros, dice la mujer de mi amigo. “Están compinchados con la dueña de este bar”, me dice y se queda mirando a la mujer de pelo largo y camisa roja, la que me ha dicho que lo siente. “Una vez vine a parar aquí por casualidad con una amiga. Andaba por aquí cerca y buscaba un baño.

Mi amiga me llevó justo detrás de este bar y cuando se encontró con la dueña las dos se llamaban hermanas”. “¿Entonces tu amiga también está metida? Pregunto. “Sí”, me dice la mujer de mi amiga y mira al suelo.

Yo sigo bebiendo cerveza, mirando la casa de las ventanas luminosas. Sus columnas desgastadas, sus estatuas descuidadas, sus luces, sus ventanas con luces. Sólo el silencio. La noche es plácida. Después del último sorbo me pongo en pie. Me doy cuenta que voy a tener que conducir con cuidado. La vida no basta. Me despido de mis amigos y cuando voy a abrir la puerta del coche, aparece un vagabundo al que ya conozco. Un vagabundo que luce los ojos de un boxeador en el 14 asalto después de haber recibido ya una buena paliza. Son unos ojos entre cerrados y adormilados. “Te veo por aquí, por el barrio”, me dice. “Te veo mucho por aquí”. Yo afirmo, y le pregunto de sopetón, “¿Qué pasa en esa casa de ahí detrás?”. “Hacen sus cosas ahí”, me dice el vagabundo. “Ellos tienen su ley, actúan en base a ella”. “Pero ahí se están comiéndose a gente”, le digo. “Dentro de su ley”, me dice el vagabundo. Le doy algo de dinero, arranco el coche, sé que dentro de nada pasaré por debajo de la casa de ventanas luminosas desde donde veo un diablo que me mira fijamente diciéndome, “ven, ven, ven”.

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