El sensacionalismo y las fake news no son fenómenos nuevos. Existen desde hace siglos. Por ejemplo, se tiene evidencias de que las noticias falsas y la chismografía en torno a la reina María Antonieta ya invadían los tinteros y papeles durante los tiempos de la Revolución francesa. Es que la curiosidad por lo turbio, la afición al morbo y las intrigas de la vida privada del otro han estado casi siempre presentes no solo en el boca a boca de las personas, sino también en el material impreso.
Lo que sí cambió a través del tiempo fueron los conceptos de cultura, el acceso al conocimiento y la educación y las formas de hacer política, elementos que no podrían no haber afectado a la labor periodística e informativa. Y haciendo las sumas y las restas, el cambio de todas estas esferas afectó mucho más negativa que positivamente al periodismo: lo trasladó del ámbito serio en el que generalmente estaba, al del entretenimiento y la diversión. El fenómeno en la actualidad, si bien planetario, afecta mucho más al periodismo de las sociedades cuyos países son del tercer mundo, y más todavía a aquel en cuya cultura política penetró el populismo.
El populismo es un corrosivo letal para la seriedad, el método, la responsabilidad y la estética. En Bolivia, ingresó definitivamente con la Revolución Nacional del 52, y no es casual que a partir de ese evento muchos buenos escritores y medios informativos que hacían una labor laudable sufrieran el efecto aplastante del rodillo movimientista. Ejemplos hay muchos. Uno puede ver el antiguo periódico La Razón, en cuyas columnas firmaban plumas de prestigio mundial, como la de Ortega y Gasset. A partir de ese momento, la información sufrió la censura y viró no solo hacia la alabanza acrítica del régimen, sino también hacia la publicación de noticias ligeras, para el mero entretenimiento.
Hoy, con el fenómeno MAS muy vivo todavía, esa influencia populista no ha cambiado nada. Los medios de información, sobre todo los televisivos, son plataformas que ofrecen diversión (en el más vulgar sentido que tiene este término) y no canales de transmisión de información. Los programas matutinos y vespertinos, generalmente dedicados a la cocina y los chismes de farándula, no aportan nada al sentido crítico —más bien lo destruyen—, y los de la noche, generalmente de noticias y reportajes políticos, en vez de indagaciones sobre los asuntos estructurales que afectan al desarrollo del país, son coberturas de las superficialidades en las que andan metidos los políticos y dirigentes cívicos. Lo que se ve en los canales nacionales por la noche son generalmente a dos diputados contrincantes peleándose, como en una riña de gallos, con un presentador al medio de la pantalla que únicamente habla para poner fin al tiempo que los legisladores tienen para pronunciar su verdad.
A todo esto, hay que agregar la guerra sin cuartel en la que están hoy combatiendo los medios de información, y ahora sí me refiero también a los periódicos y radios. Para el ciudadano común, es muy difícil saber lo que sucede realmente en Bolivia porque casi todos los periodistas están alineados militantemente en uno de los dos relatos políticos, apadrinados por una de las dos Bolivias enfrentadas. De todas formas, esa información interesada y tendenciosa resulta divertida, entretiene, porque el lector, televidente o radioyente encuentra en ella un relato minucioso y detallado de la politiquería cotidiana y ratifica sus prejuicios. Y, por todo esto, ese periodismo se vende fácil.
Esto último es muy relevante, porque sabe Dios qué le sucedería al medio que pretendiera, de un día para el otro, dedicar sus columnas exclusivamente a la información seria, profunda, contrastada y reflexiva. Es muy probable que sus clientes lo terminarían dejando para hacerse consumidores de otro, del que sigua divirtiendo y no lo interpele, del que no lo provoque a discernir y lo siga manteniendo en su lugar de comodidad. Así pues, el mentado medio ingresaría en una grave crisis financiera y terminaría cerrándose.
¿Cómo enfrentar esta situación? Con educación y la labor crítica de los intelectuales. Pero, como ocurre en el periodismo, hay intelectuales buenos y no tan buenos. Porque en realidad el intelectual que más sirve a la causa de la libertad es el que propone rutas diferentes, contribuye con ideas nuevas y es creativo, está siempre en conflicto con su medio y las circunstancias sociales y rema contra la corriente general o tradicional. Y lamentablemente muchas de las plumas independientes que hoy escriben y piensan Bolivia han cedido al embrujo maniqueo de los dos relatos que quieren ser impuestos en el ambiente social, el cual yo creo que será exactamente el mismo que se sentirá en las campañas electorales previas al bicentenario de Bolivia.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario