Claves de la fenomenología del filósofo que propuso regresar a Platón y nos mostró las miserias del empirismo
Rafael Narbona
¿Cuál es el tema principal de la filosofía? ¿La pregunta por el ser? ¿La búsqueda de una certeza indubitable? ¿La creación de un método de conocimiento? Pienso que todas estas cuestiones nacen de un mismo impulso: el anhelo de la verdad. El ser humano no se conforma con estar en el mundo y sobrevivir. Quiere comprender, saber, averiguar qué son las cosas y si hay algo más allá, si lo real se agota en las apariencias o hay una esencia oculta, si habitamos una totalidad con sentido o una nebulosa surgida por azar y abocada a la entropía. Para estar seguros de algo, necesitamos un criterio de verdad, una certeza incuestionable, una evidencia que disuelva las dudas y nos permita avanzar hacia un conocimiento veraz.
Descartes resolvió este problema mediante su famoso cogito. Puedo dudar de todo, menos de que dudo y esa certeza nos proporciona un criterio de verdad. El cogito —«pienso, luego soy»— no es una evidencia empírica, sino apodíctica. Su validez se basa en la claridad y la distinción con que lo percibimos. Se ha dicho que con este razonamiento, Descartes elaboró una interpretación del universo de carácter materialista. Para él, la realidad se reduciría a materia o res extensa. Este juicio no es exacto, pues Descartes recurre a Dios para garantizar la validez del cogito. Nuestra mente podría funcionar de forma defectuosa y conducirnos una y otra vez al error.
Solo un Dios omnipotente y absolutamente bueno puede librarnos de esa posibilidad. Se ha dicho que el Dios de Descartes es un ardid retórico para justificar la veracidad de nuestro conocimiento, pero no parece probable. El autor del Discurso del método no es un frío pragmatista, sino un filósofo con una ambición semejante a la de Platón y Aristóteles. Busca la alétheia, el camino recto hacia la verdad.
En sus Meditaciones cartesianas, Edmund Husserl se plantea el mismo objetivo que Descartes: hallar una certeza indubitable para superar el escepticismo y el relativismo. Quiere fundamentar el saber, determinar con nitidez qué es verdadero y qué es falso. No cree que el conocimiento sea simplemente la forma en que nuestra especie procesa la información proporcionada por los sentidos, sino una aproximación objetiva a la verdad.
Husserl pretende hacer ciencia y por ciencia entiende las leyes de la razón, no las evidencias empíricas. No necesitamos la experiencia para comprender ciertas verdades autoevidentes. Que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta es una verdad universal, no una convención establecida por el hombre. Las leyes lógicas y matemáticas no son tautologías o convenciones formales. Enuncian certezas incuestionables, apodícticas.
El arte, la poesía, la música y la filosofía carecen de utilidad desde el punto de vista de la razón instrumental, pero responden a la necesidad más honda del ser humano
En su búsqueda de la verdad, Husserl no se restringe al ámbito de los lenguajes formales, sino que aspira a crear una metodología aplicable a todas las formas de experiencia. Con ese objeto, plantea una fenomenología basada en «regresar a las cosas mismas». No será posible sin suspender los prejuicios (epojé) que condicionan nuestras percepciones, extendiendo un velo que oculta o difumina la verdad. Entre esos prejuicios se halla ese yo al que Descartes atribuye una concepción clara y distinta de su propio existir y de su actividad cognoscitiva. Debemos aplicar la epojé a ese yo empírico y buscar la perspectiva del yo trascendental, que es común en todos y que se corresponde con la facultad abstracta de conocer. El siguiente paso será desarrollar una intuición que nos permita captar el eidos.
La fenomenología de Husserl constituye un regreso a la filosofía platónica, pues postula una intuición intelectual de los universales, que –a su entender- no son abstracciones, sino esencias. La intuición intelectual es el grado más alto de conocimiento, según Platón, y, en cierto sentido, representa una experiencia mística, pues es la vía de acceso definitiva a la verdadera realidad. La intuición eidética es de aplicación universal. Puede emplearse para describir el eidos de la religión, la arquitectura, el amor, el Estado o el color rojo. Sin embargo, Husserl no proporciona un criterio para validar la intuición eidética y apenas ofrece ejemplos. A veces, habla como si se tratara de una experiencia incomunicable, lo cual contrasta con su anhelo de rigor.
La epojé presupone la posibilidad de recuperar la inocencia perceptiva de un recién nacido, es decir, una impresión adánica aún no contaminada por la tradición, lo cual parece irrealizable. Hans-Georg Gadamer considera que la tradición no es un lastre, sino un requisito para la comprensión. Las ideas de hoy son los prejuicios de mañana. Podemos revisar los prejuicios, corregirlos o incluso suprimirlos, pero siempre deben ser nuestro punto de partida. Sin una idea previa de Dios o el arte, no podríamos explorar su significado.
Discípulo de Husserl, Heidegger advirtió que la intuición eidética no podía realizarse mediante conceptos. Dado que se trataba de una experiencia, el arte o la poesía parecían vehículos más apropiados. Los poemas de Rilke, Hölderlin o Stefan George, o el par de zuecos de una campesina pintado por Van Gogh, son auténticas revelaciones, no simples elaboraciones estéticas. Al reflexionar sobre cómo pintar la montaña de Sainte-Victorie, a la que dedicó once óleos y numerosas acuarelas, Cézanne escribió: «El arte, creo yo, nos coloca en estado de gracia».
Husserl, demasiado obsesionado con transformar la fenomenología en una ciencia, no advirtió que la intuición de esencias nunca podrá ser el fruto de un método lógico, sino una iluminación, un «estado de gracia». El arte, la poesía, la música y la filosofía carecen de utilidad desde el punto de vista de la razón instrumental, pero responden a la necesidad más honda del ser humano: comprender, desentrañar, hallar un sentido.
¿Qué nos enseñan los óleos y acuarelas de Cézanne sobre la montaña de Sainte-Victorie? Que en la naturaleza hay orden, formas geométricas, equilibrio y contrastes, colores que se conciertan o se repudian, armonía y belleza. El universo no es solo azar y necesidad, materia sometida a distintas fuerzas, sino creatividad inagotable, espíritu que se objetiva, idea que cristaliza en formas sucesivas, vida que se renueva sin cesar. La perspectiva de Cézanne no coincide con la de Husserl, pues su pintura intenta reproducir el fenómeno de la visión humana, no la esencia oculta de las cosas, pero lo cierto es que las obras artísticas trascienden las intenciones de sus autores y adquieren un significado propio.
Husserl nos mostró las miserias del empirismo, que solo es capaz de describir los estados sucesivos del mundo, sin hallar su sentido o logos, pero su fenomenología trascendental se quedó en el umbral de una intuición que no llega a plasmarse o que lo hace de manera difusa e incierta. Su fracaso evidencia la impotencia de los conceptos para comprender la realidad en toda su profundidad. Los poetas y los pintores emplean otro lenguaje y eso permite que sus intuiciones sean más atinadas. La mirada de Cézanne no es solo la mirada de un artista, sino la del ser humano ante el misterio de la vida, luchando por atisbar el fondo último del cosmos. Como escribió Heidegger, los poetas siempre moran cerca de la verdad.