Julio Cesar Salamanca Veizaga
Todos los jueves, muy temprano, acostumbraba bajar al pueblo. Era una rutina que me permitía abastecer la nevera para la semana, tomar un carajillo y conversar con quien tuviera la oportunidad, para luego de comer un par de hamburguesas, tomar un café y comprar una pizza para llevar, volver a la montaña con los últimos rayos de sol.
Nunca imaginé que hoy, jueves 15 de abril del 2009, un día después de haber cumplido veinticinco primaveras de vida y tres inviernos en la montaña, sería mi última visita rutinaria a la población. Al ingreso del pueblito sentí una nostalgia al ver el letrero que daba la bienvenida a los visitantes. Recorrí las calles con melancolía y saludé a los vecinos, que me conocían de sobra, con un aire de despedida. Ni bien entré al café por el carajillo, las bisagras de la puerta me recibieron con un chillido distinto, el humo del cigarro me parecía muy añejo. Al cerrar la puerta noté que todos se detuvieron y callaron para mirarme y saludarme con el gesto silencioso de la realeza en los bailes y banquetes de etiqueta.
Sin perder la costumbre, tomé asiento en el taburete de madera sujetado con cadena al bar.
—Hola, Alex, ¿lo de siempre? —me saludó y preguntó Felipe, el dueño del bar.
—Hola, buen día. Sí, por favor —respondí.
—Hoy estás distinto —aseguró Felipe, observándome con curiosidad.
Felipe era un muchacho alto, con la calva más brillante que conocía, aunque siempre llevaba un sombrero negro de ala corta. Tenía la nariz respingada, una barba tupida no muy bien afeitada. Hablaba de manera acentuada, en tono grave y sin inhibiciones, como todo catalán. Había llegado al pueblo dos meses antes de que yo me instalara en la montaña. No pensó dos veces para montar su cafetería y hacer que propios y extraños visitaran diariamente el lugar, ya sea para tomar un trago, un café, fumar un cigarro, leer el periódico o simplemente para cubrirse del frío invernal propio del altiplano boliviano.
—Un carajillo para el poeta andino —manifestó Felipe con una mirada sonriente.
—Gracias, Felipe. Normalmente esto estaría reventando de gente, pero ni la mitad de las mesas están llenas. ¿Qué pasó?
—Media población está en Challapata. Llegó un circo y están buscando payasos para que terminen su gira por Oruro. Los payasos que tenían no aguantaron el frío y retornaron a su país. No creo que nadie califique, pero aprovecharán en disfrutar de las funciones.
—¿Sin payasos? —repliqué, sintiendo cómo algo se encendía dentro de mí.
Felipe notó mi reacción y la luz que se prendió en mis ojos al enterarme sobre la oportunidad que se me presentaba. Sin perder el ritmo, dijo:
—Vamos, tómate este último carajillo, que va a cuenta de la casa.
—¿Me estás echando?
—No olvides venir a visitar de vez en cuando. Ya no serán todos los jueves.
Terminé el trago, me amarré la chalina en el cuello y me puse el sombrero borsalino que me regaló mi padre, como amuleto para los viajes que decidí emprender hace ya cinco años.
Aquella noche no dormí, ansioso y preocupado. Busqué la nariz roja que guardaba en una cajita junto a la armónica que prometí no volver a tocar tras la muerte de mi mejor amigo, la pluma fuente con la que solía escribir mis versos y mis diarios, y que, al no encontrar repuesto de tinta, decidí archivar entre mis objetos más preciados, y el reloj con el cristal roto que, gracias a él, no me rompí la muñeca en un accidente de moto. La nariz roja solía acompañarme en momentos familiares, actos escolares, reuniones de amigos y las noches en que pasaba frente al espejo soñando con ser un payaso de verdad, a veces con la cara pintada y otras sin pintar. Busqué entre la poca ropa que poseía alguna camisa, pantalón y tirantes que sirvieran para montar una rutina que impactara. Deshice el ropero buscando la lata de pintura para pintarme la cara y unos lápices para maquillar los ojos y los labios.
La ansiedad alargaba las horas. Envuelto en una colcha tejida por campesinos del lugar y con un cigarro entre los labios, apoyado en el umbral de la puerta, con la vista en el cielo estrellado del invierno altiplánico, recordaba paso a paso las payasadas que solía montar en la azotea del cuarto piso del edificio que habitamos por mucho tiempo en plena Ceja de la ciudad de El Alto. Mis padres solían sentarse a verme bailar con el pequinés que teníamos y reír a carcajadas de mis fracasos malabaristas con huevos. Volvieron a mis ojos los momentos en que tomaba a mi madre en mis brazos y le contaba mis salidas del colegio que siempre terminaban con ocurrencias inventadas, logrando las risotadas de todo aquel que me escuchaba. Mi padre solía decir que mi destino era el circo.
Antes de que saliera el sol, caminaba a la orilla de la carretera rumbo a Challapata, localidad que se encontraba a cinco kilómetros de la casa que habitaba en la montaña de Huari. De lejos vi la carpa instalada en la cancha de fútbol. El frío me cortaba el rostro, pero apresuré el paso y el corazón me latía como queriendo salirse del pecho mientras me ponía la nariz roja. A medida que me acercaba, las risas y los murmullos del circo empezaban a llenar el aire. Cuando llegué a la carpa, dos enanos me vieron y adivinaron el motivo de mi presencia en el lugar. Con gesto tajante y la mano levantada, el enano más rechoncho me ordenó que me detuviera, mientras el otro corrió a la tienda del dueño.
Inmediatamente salió un viejo canoso, con bigotes al estilo Salvador Dalí, llevando un mondadientes entre los labios. Me miró y, sin decir palabra, me llamó con la mano. Entré a la tienda y, sin darse vuelta, mirando al espejo, me preguntó:
—¿Eres payaso?
—Sí —respondí con firmeza.
—¿En qué circos estuviste?
—En ninguno. Pero soy payaso —aseguré, tratando de esconder la mezcla de nervios y emoción que sentía.
El hombre soltó una carcajada seca y dijo:
—Contratado.
Salió de la tienda matándose de risa, mientras yo, al verme en el espejo, no pude contener una sonrisa. No aguanté las ganas de reír al ver cómo me quedaba aquella nariz. En ese instante, todas las dudas y ansiedades se disiparon. Por primera vez, me sentí pleno. Era un payaso.