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 El infinito en un junco: una ilustre compañía

Alvaro Vásquez

Por razones de cambio de residencia, no tengo conmigo mi ejemplar de “El infinito en un junco”, de Irene Vallejo.

Busqué la versión digital del libro en Google, a fin de calmar esa especie de amartelo que me provocó el no poder leer párrafos al azar, o alguno que haya señalado por algún motivo en particular, como suelo hacer con libros cuya lectura haya disfrutado de manera especial.

Y recordé un texto que había escrito hace tiempo, luego de la lectura original del libro, que ahora comparto (con algunos cambios) en este espacio, a modo de aliviar mi “saudade” literaria y sobre todo, invitar a su lectura a quienes aún no lo hayan hecho.

Al leer “El infinito en un junco”, se nota que al enfrentase a la hoja en blanco, la investigadora cedió la pluma a la escritora, y esta eligió quitar a toda esa información el halo académico que se hallaba en su génesis, cambiándolo por los velos traslúcidos y seductores de la ficción. Creo que esa elección logró la impronta tan singular que marcó el éxito del libro.

Su lectura no deja el sabor de haber asistido a una clase magistral de historia del libro, sino la de haber compartido una taza de café, o mejor aún, una botella de buen vino, con una amiga que acaba de volver de un largo viaje. Un viaje inverosímil que cubre miles de kilómetros y cientos de años, y cuya carta de navegación no es otra que la historia del libro.

Y esta generosa amiga empieza el relato de su viaje contándonos acerca de unos jinetes que viajan por la antigua Grecia enfrentando grandes peligros, cruzando zonas en guerra y evitando pestes. Todo en búsqueda de un magnífico tesoro: Libros.

El hechizo está lanzado. Desde ese punto, la lectura se siente como un largo camino en bajada, sabemos que tomará tiempo, pero se lo transita sin esfuerzo, y con mucho placer, pues nos hallamos en excelente compañía. Ya lo decía Jane Austen: Si un libro está bien escrito, siempre me parece que es demasiado corto.

La autora nos toma de la mano en una muda invitación a recorrer el camino que se abre delante, y con los primeros pasos inicia también el relato de una historia real, aunque engalanada con un ropaje narrativo que hace imposible no querer saber más sobre ella.

Y aprendemos que el actual motor de búsqueda de internet está basado en fichas de biblioteca, y nos recuerda que la lectura es un acto creativo, pues se crea una realidad paralela, conocida —y vivida— solo por el lector. Y nos halaga diciendo que, como lectores, somos herederos de una riquísima genealogía, que podemos estar orgullosos de ello, pues en algún momento de la historia, el material escaso y el tiempo requerido para copiar un libro a mano (que era la única forma de hacerlo) hacía de éste un objeto de lujo. Al punto que un escriba de la antigüedad anotó en el margen de una biblia: Oh, si el cielo fuera de pergamino y el mar fuera de tinta (parece una interesante perspectiva del cielo, cercana a la biblioteca infinita del gran vate argentino sumido en la oscuridad).

Intenté mencionar las anécdotas más sabrosas del libro en esta reseña, pero al ir por la tercera página me di cuenta de que el resultado sería demasiado ampuloso. Prefiero, entonces, ofrecer una segunda copa de vino a la amiga viajera de senderos literarios, y disfrutar de su compañía y su voz.

Y ella tiene la gentileza de compartir lo descubierto en su viaje, y ante su charla surgen momentos de asombro, de risa, de emoción… un multicolor abanico de sentimientos, ideas y epifanías.

La conversa avisa sobre la probable inexistencia de un famosísimo autor, que en la antigua Grecia costaba un dracma hacerse de un tratado de filosofía escrito en un rollo, nos sorprende al afirmar que el primer texto firmado con su nombre por el autor fue escrito por una mujer. Unas páginas más allí, nos confiesa con una pícara sonrisa que el ejemplo más remoto de escritura alfabética no trata de filosofía, religión o política, sino que es un texto sensual y provocador, que elogia al mejor bailarín de la fiesta.

En cada uno de los temas de la extensa charla, la autora intercala varias referencias a títulos y autores, lo cual se convierte en una recomendación implícita y fiable. Ya leí el primero de los textos así conocidos y el resultado estuvo a la altura de la expectativa generada.

Al igual que el buen vino, la buena charla siempre exige un sorbo más, e Irene Vallejo, generosa, escancia más de ambos, contándonos que hubo libros que pese a ser quemados, se salvaron porque antes fueron memorizados por varios lectores devotos, cuya buena memoria posibilitó la resurrección del texto ya destruido. Nos brinda detalles de cuándo, cómo y dónde nacieron los libreros, bajo la forma en que hoy los conocemos.

Y la charla, más animada con cada línea leída, nos habla del origen de algunas palabras, de las mil vicisitudes que tuvieron que enfrentar libros, escritores y lectores, demostrando que los libros —como la vida— siempre encuentran el camino. Y queda claro que los libros no solamente recrean la historia desde sus páginas, sino que también fueron parte importante al momento de escribirla.

Un momento de la conversación que exige seriedad es el que se refiere a la importancia que puede llegar a tener un libro para las personas que nada tienen. En esos casos, el libro se transforma en consuelo, compañía, esperanza; toma el lugar de la persona ausente, de la familia destruida, del mundo que enloquecido se ha convertido en un riesgo a evitar. Sí, un libro puede llegar a ser tan importante como las personas, puede llegar a entender el mundo… y a cambiarlo.

Antes de la inevitable despedida, la autora nos recuerda que el libro, bajo cualquiera de sus formatos (piedra, arcilla, hojas de junco, pieles, papel o pantalla) fue —y es— el sostén de la memoria humana. Sin los libros, nuestra memoria como especie tendría el mismo sino de las memorias de nuestras computadoras… su destrucción total ante cualquier descuido. Esa es la importancia de ese compañero de viaje de la humanidad. Sin él, deberíamos reiniciar nuestra propia historia de cero cada cierto tiempo, sea este medido en años, lustros o siglos. Por eso la certeza de su título —que me costaba entender antes de la lectura—, porque el infinito cabe en unas hojas de junco

Bárbara Wertheim decía que los libros son compañeros, maestros, magos y banqueros de los tesoros de la mente. Irene Vallejo nos permite, con “El infinito en un junco” compartir de manera íntima con tan ilustre compañía.

Mi sincera gratitud por ello.

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