Pablo Mendieta Paz / Inmediaciones
Cuánta verdad encierran las palabras de Truman Capote cuando señala que el fracaso es el condimento que da sabor al éxito. Muchos de nosotros, si no todos, hemos experimentado en nuestras vidas éxitos efímeros y derrotas apabullantes, o al revés. Sobre esto, muchos sostienen que todo depende de la fortaleza o fragilidad de las personas para llegar a uno u otro resultado.
No debe existir ser humano, ya se dijo, que no haya atravesado por ambas fases, o que no hubiera estado en el umbral de las dos. Puedo confesar que para obtener éxito he librado muchas batallas y he perdido tantas de ellas que un efímero triunfo, o un triunfo mayor, ha llegado a mí como algo superlativo. Lógico. Sobre este punto, es oportuno tomar en cuenta, adhiriéndonos al relativismo, que el éxito no es un firmamento poblado de estrellas: puede ser la débil luz de un astro tan lejano que sin embargo alcanza a llegar a la Tierra; y el fracaso, por su parte, una abundante lluvia que se disipa en el trayecto. En todo caso, es indiscutible que el éxito y el fracaso convivirán con nosotros, por lo que hay que tener cuidado en no amplificar el uno y soslayar el otro, o que prevalezca (olvidando la certera frase de Capote) únicamente el que nos sublima. Estaríamos engañándonos.
Pero sí conviene fortalecer, revitalizar la capacidad de éxito tan al alcance de todos, para lo cual qué mejor que mantenerse siempre alertas en la vigorosa y alentadora fórmula que propone Marat: «No existe el fracaso, salvo cuando dejamos de esforzarnos». Y esto tiene validez para todas las materias de la vida.
