Blog Post

News > Letras bolivianas > María Virginia Estensoro – Oscarito Errázuriz

María Virginia Estensoro – Oscarito Errázuriz

La mentira desarrolla la imaginación y entrena la memoria”

Se festejaba en el convento el trigésimo cuarto aniversario de la aparición de «El Franciscano», diario católico que era leído con delicia por las beatas, señorones de alcurnia y cuanto bicho viviente y andante en dos pies moraba en Villa Rosa. Y no era para menos, así se sabía que el edificio de la Prefectura había sido pintado de azul, que se podaron los tilos de la plaza, que era fiesta de los Santos Cosme y Damián y que habría indulgencias plenarias para los que acudiesen a la reunión de la Tercera Orden los primeros viernes de cada mes.

En la ocasión,» El Franciscano» tuvo una edición de gala, con el retrato del Papa ocupando la primera página, y, en las otras, anunciando los festejos.

A las siete de la mañana sería oficiada una misa pontifical, con un coro de escolares. A las diez, los alumnos de una escuelita gratuita que sostenía la Comunidad, harían demostraciones gimnásticas y cantarían en coro el «Magnificat”, en el que desafinaron espectacularmente. A las dos de la tarde, en pleno calor que abrasa, hubo un match de foot-ball contra los alumnos de la escuela municipal, vestidos de camisetas moradas y calzones azul pavorreal. En fin, fue una fiesta magna que se cerraría con broche de oro con la cena que el Prior y los frailes ofrecían en la noche a las autoridades prefecturales, edilicias, militares y a prominentes ciudadanos que por raro acaso no pertenecían a tan altas jerarquías.

Como se trataba del clero, el ágape debía comenzar temprano. Así pues, a las seis y media de la tarde, lo más selecto de la Villa, en turba ruidosa, se apretujaba en la terraza del Convento. Según el cronista local, que no era otro sino el inspirado vate Adolfo d’Avila, «imperaba la elegancia varonil»; es decir, todos se habían puesto de punta en blanco, desenterrando unos levitones lustrosos que olían a alcanfor desde una legua de distancia; se habían pasado por las guías del bigote «Crema del Harén» robada al tocador de sus señoras, y, después de mucho pensarlo, habían engrasado sus zapatos. El Mayor del Regimiento, que estaba acuartelado en Villa Rosa y dos Suboficiales jóvenes que eran la perdición de las muchachas del pueblo, muy cepillados en sus uniformes gris y rojo con alamares dorados que tiraban a cobrizo, calzaban guantes color manteca rancia, no obstante haber sido limpiados con benzina.

Allí estaban todos, todos agricultores, todos holgazanes, todos comilones, esperando un suculento banquete regado con los mejores vinos y licores, que les llenaría la tripa. Hubo quien ayunó ese día para tener espacio más amplio en la barriga.

—Estos frailes se tratan a cuerpo de rey, susurraba Ramírez a Allende, el diputado.

—Comen sus caponcitos, ¿eh? Sus gordos caponcitos, y hacen un cocido a la española que es una maravilla. ¿No los ves tan obesos, eh?

—Son pantagruélicos, replicaba el otro.

—Nos vamos a dar un hartazgo que hará memoria en los anales del pueblo, afirmaba don Saturnino Cabrera, insigne ocioso que por pertenecer a mi familia, tenía un puesto hipotético en la Prefectura, prebenda que le permitía beber de lo lindo y dormir con nuestra lavandera.

—Yo no he almorzado sino una ligera ensalada, ratificaba el Prefecto, que por aquí me voy a tomar una descomunal panzada. Será una revancha colosal.

Con el toque de víspera un poco retrasado debido a los festejos, Fray Benedicto Botija, sobrenombre debido a su gordura y a la suposición de que era dado a la bebida, anunció la cena. Con las manos escondidas en las mangas de su hábito y leve crujir de sandalias, el Prior precedió a sus convidados dirigiéndose al amplio refectorio. Después de colocarse debajo del cuadro del Santo patronal del Convento, un Francisco de Asís, orgullo de los frailes por ser obra de arte antiquísima aunque anónima, señaló con suaves ademanes el sitio del Prefecto a su derecha y el del Mayor a su izquierda, poniéndose los demás en los escaños de los monjes, como mejor les apetecía.

Muchos ya se habían sentado y empezaban a desdoblar las servilletas, pero el Prior permanecía de pie y aquellos señores imaginaron que iba a pronunciar un discurso. Para grande espanto de todos, Fray Benedicto sacó las manos de las mangas, uniéndolas como para una prece, y, elevando los ojos al cielo raso, oró: —Señor bendice esta frugal comida. Nuestros corazones agradecen los dones que nos ofreces para nuestro sustento.

—Amén, —respondieron en coro los circunstantes y se sentaron rápidamente pregustando los manjares que iban a llegar.

A una señal del Prior, aparecieron tres legos con grandes soperas humeantes.

Los ojos brillaron; aquellos rústicos hidalgos se relamían y se les hacía agua la boca. ¡Qué sustancioso caldo de gallina irían a tomar! ¡Qué carne tierna y apetitosa nadando en gordura suculenta entraría en sus gaznates ávidos!

Los legos, provistos de enormes cucharones empezaron a servir el ansiado cocido.

Mas, ¡qué desolación, qué consternación horrorosa! ¡Qué gallina ni qué nada! Aquella sopa magnífica era una simple lagua de maíz, insabora y sin ningún condimento.

— ¡Ordinarios! bramó a media voz Medina. Esto es una burla.

—No te alteres, se están guardando para el segundo, lo calmó Saturnino Cabrera, sonándose la inmensa nariz rojiza.

Mas el segundo, ¡afrenta pavorosa! eran unas pocas legumbres frescas, apio, lechuga, col y rabanetes con medio huevo duro, todo acompañado con un vinillo dulzón y aguado.

El Prior, entretanto, conversaba afablemente con unos y otros. Los demás frailes hacían lo mismo como gentiles anfitriones. Ninguno parecía notar la estupefacción, la ira, la contenida furia asesina que dominaba a sus convidados. Hablaban calmadamente de cosechas, del ganado, preguntaban por las respectivas familias y sonreían cariñosos.

Cuando llegó el postre, una compota de ciruelas ácida y escasa, los hidalgos villarosenses estaban a punto de estrangular a los monjes.

Ellos que habían pensado engullir aves y capones, salchichas y montañas de arroz a la valenciana, flanes y dulces de almendra y budines y mayonesas, estaban con un hambre de fieras.

No entablaban ningún diálogo con los frailes, limitándose a unos ¡ah! ¡hum! ¡Sí! ¡No! que eran en realidad aullidos y rugidos reprimidos.

Fray Benedicto los condujo luego a la terraza para tomar café, y empezó a loar el jardín que con sus rosales y dalias, parecía un cromo.

De Benedictini, de Chartreuse, de Lacrima Chrysti, ni una gota.

Se formaron grupos que de taza en la mano, empezaban a blasfemar y maldecir de aquel festín.

—Yo siempre odié a los curas, todo hombre con faldas es maniaco, pervertido, hipócrita, peroraba Castaños.

—Siempre lo dije. El fraile es un individuo teratológico, expresó sabiosamente mi pseudo tío, don Saturnino.

—¿Qué quiere decir teratológico?, indagó como de hábito Medina, el médico.

Poseído de una furia que lo empalidecía por el hambre que le roía las entrañas, respondió Ramírez:

— ¿Y tú eres médico? Tú bestia que pastas en los establos de la cretinez. ¿Quieres saber qué es teratológico? Pues te quedas sin saberlo que yo no tengo por qué desasnar a los imbéciles. Animal y animal de los grandes. Tú solo sirves para poner enemas a ciertas enfermas.

— ¡Esto clama al cielo! arguyó Portales. ¡Clama venganza! ¡Canallas!

Con su habitual cinismo, volvió a hablar Castaños: —Ellos tragan solos que es un horror y después se acuestan con las monjas.

—Fue una broma muy fina, interrumpió Mendieta, el librero, aunque puede que coman así todos los días. ¿Por qué no pueden tomar siempre refecciones simples y sanas?

¿Qué es refección? interrogó Medina.

Y Mendieta irónico:

Refección, ¡oh, hijo de Hipócrates! Es lo mismo que redención. Lo cierto es que nunca te redimirás de tu ignorancia. Esculapio de ciernes.

Medina no quiso aventurarse en ese intrincado laberinto y calló prudentemente mascando en una sola onda de ira al librero y a los frailes. Era de los que casi no habían almorzado.

Jacinto Portales con sus ojillos siempre lacrimeantes, quizá por la única vez en su vida, tuvo una idea sensata.

— ¿Por qué no vamos al Club a cenar? Nada nos retiene ya aquí.

Algunos opinaron que sería descortesía para con la comunidad, una desbandada tan rápida.

Allende se acercó el Prefecto y le susurró algo al oído. Este asintió y aproximándose al Prior con una sonrisa de sorna, extendió la mano:

—Mil gracias, Reverendísimo, por su espléndido banquete. Todo de primera. Nos han servido cosas muy buenas en esta santa casa. El apio estaba una gloria. Ahora es necesario que nos retiremos para hacer temprano una buena digestión antes de ir a la cama.

—Pero, señor Prefecto, apenas son las ocho, podríamos gozar de una amable plática al aire libre saboreando el café.

Al Prefecto casi le sale de la boca, este café es una inmunda cocción de achicorias, pero cortó con no menor afabilidad:

—No debemos perturbar a la comunidad que en breve hará sus oraciones. (Van a ir a tragar, pensaba entretanto). Gracias otra vez y hasta luego.

A esta despedida siguió la totalidad de los invitados, apresurados por llegar a sus casas o al Club. En el caserón donde pernoctaba el Regimiento desaparecieron el Mayor y los dos oficialitos melindrosos.

La mayoría se metió como una horda de sarracenos famélicos, en los comedores del Club y empezó una de llamadas al «maitre», que parecía el «Largo il Barbiero» en el 29, o el 32 acto del «Barbero de Sevilla».

— ¡Frigerio, una sopa caliente! — ¡Frigerio, un lomo montado! — ¡Frigerio, Tallarines y pollo! — ¡Frigerio, aquí! — ¡Frigerio, allá!

Como lobos famélicos en plena estepa helada, engulleron, devoraron, tragaron, zamparon, masticaron ruidosamente y absorbieron como esponjas docenas de cervezas. Luego se dispersaron por las diversas dependencias del local.

En un rincón de la sala de juego. Un hombrón alto, macizo, tremendo, los miraba asustado, mientras barajaba las cartas con rapidez.

— ¿Y tú no comes, Oscar?, le preguntó alguien.

—Ya comí, respondió el gigante.

— ¿Llamas comer a tragar esa bazofia del Convento? ¿Llamas comida a esa porquería que no aceptarían ni los perros?

—Yo no comí en el Convento, replicó calmamente el grandón, comí aquí.

—Pero… ¿es que no estabas invitado?

—Estaba, pero me olvidé. Vine aquí temprano, a las cinco y media, para ser exacto y me puse a hacer solitarios. Hasta ahora tengo hecho doscientos veinticinco diferentes y todos me han salido.

— ¿Doscientos veinticinco solitarios? Estás loco. No nos vas a hacer creer que sabes doscientos veinticinco solitarios diferentes y mucho menos que todos te salieron.

—Claro que sé y no solo doscientos veinticinco, sino cuatrocientos ocho, aseveró Oscar Errázuriz, que era el embustero redomado del pueblo, el mentiroso oficial a quien nadie sabía si creer o no sus chácharas. Y prosiguió campante, hice el túmulo de Napoleón, el de las siete cruces que no sale casi nunca, el de la batalla de Waterloo, el del espejo, el del reloj que es también muy duro de salir, el del laberinto, el de los cuarenta ladrones, en fin, la mar.

—Eres el mentiroso más grande de todos los tiempos, dijo uno. Eres una montaña de mentiras.

—Yo no te creo ni papa, afirmó Ramírez.

—Pueden creer o no, habló Errázuriz, pero sé cuatrocientos ocho solitarios, y que hasta que ustedes llegaron me salieron doscientos veinticinco, eso nadie le quita al hijo de mi madre.

—Entonces haz el doscientos veintiséis, hazlo, caramba, gritó Mendieta.

—Ahí va, anunció el grandote. Solo que ustedes deben haber traído mala pata.

Oscarito empezó a barajar con maestría, y cuatro calvicies deslumbrantes y sudorosas se inclinaron sobre la mesa, formando una especie de trébol terapétalo inundado de rocío. Alrededor, d’Avila, Ramírez, Jacinto Portales, Medina, Castaños y otros crápulas, contemplaban la mesa.

Por supuesto, el solitario se cerró en la tercera vuelta.

— ¿Ven, ven ustedes cómo se han traído la mala suerte? gruñó amargamente el de Errázuriz.

— ¿Con que así te salen los solitarios, trampeándote a ti mismo? rezongó Manolito Castilla, Oficial de Justicia y ebrio inveterado del que se contaban graciosas anécdotas. Muy joven, ya bebía que era un contento. Lo recogían, hecho un saco de patatas, de los bancos o del suelo pelado de la plaza, cuando no le daba por cantar, a voz en cuello, endechas a su amada, una maestra del primario que no se quería casar con él mientras no dejase la bebida. Ya con casi treinta años, tanto juró y rejuró que no vería más una copa que ella consintió en recibirlo como su señor y esposo. Pero Manolito había perjurado y al mes del matrimonio se alzó un trancazo de ordago. Llevado a la casa por unos amigos compasivos y bien acostado por su consorte, ésta lo ató a los barrotes de la cama y le propinó una zurra mayúscula. Desde entonces Manolito vivía contundido con los ojos negros y los brazos amoratados. Cuando tenía que concurrir a una reunión, la mujer no se apartaba ni un paso y para beber él apelaba a ardides dignos de d’Artagnan. Como la arpía sabía que en el pueblo era costumbre que el brindis fuera correspondido sino había enemistades mortales, Manolito, se dirigía siempre a cuanto hombre pasaba cerca y en voz alta y meliflua le decía: —Joven, joven, ¿creo que ha dicho usted salud? a lo que el otro inmediatamente chocaba su vaso con el que tenía intacto en la mano, el infeliz. Otras veces se aproximaba a las personas que estaban a su lado y suplicante les murmuraba: —Señor, señor, le ruego, favorézcame con sus invitacioncitas. Decían que en su repartición, los compañeros se burlaban de él al mencionar las copias legalizadas, diciendo: —»Aquí están sus copitas legalizadas, don Manolito». Era el arquetipo de los innúmeros borrachos del pueblo.

—Vete al diablo, respondió ásperamente Oscar Errázuriz y se dirigió al bar, donde de piernas cruzadas e índice en la sien estaba Clodomiro Campelo, otro prototipo de Villa Rosa, solo que de la cretinez. Una vez Clodomiro que jugaba con mi padre en el Club, tenía que hacer el cómputo de las ganancias. En la Villa se conservaba el antiguo estilo español para el tratamiento y en otras cosas. Así se decía «vos» a los amigos. Mi padre que había vivido quince años en la capital, los trataba de tú. Clodomiro, retuvo esa forma y aquella noche mi padre se quedó turulato al ver que había ganado tanto dinero. —Pero no puede ser, decía, si tú has ganado varias partidas. —Ojalá, pero aquí está la cuenta, replicó Campelo, puedes ver: tú, vos, tú, vos, tú, vos…

Errázuriz se desahogó con Clodomiro.

— ¡Qué cáfila de imbéciles! Me han hecho mal de ojo.

—Qué pena, repuso el aludido, no vayas a quedarte ciego. Que te vea un médico.

— ¡Ta, ta, a quién hablo yo! A la burra de Balaan. Si es patada de burra, es pésimo. —Abur, zopenco. Me voy a casa.

Entretanto los otros se quedaron dándole vueltas al asunto. Castaños con una gruesa palabrota inició la charla.

— ¿Será verdad que sabe tantos solitarios? indagó.

— Yo creo que sí, afirmó Jacintito. Hay que ver cómo maneja los naipes.

Y Mendieta con sorna:

—Majadero, ¿qué tiene que ver lo uno con lo otro?

—Pues yo lo creo, corroboró Luis Peñafiel, Oscarito puede mentir en las cosas chicas, pero no en las grandes.

Y Mendieta:

—Oscarito es Oscarón. Y todo es chico para él: catre, sillas, calzado, chalecos, menos la mentira.

—Bah, no hables así, dijo Medina, yo nunca lo he pescado en mentira.

—Tú no pescas nada, ni en los simples catarros que curas, Hipócrates en pañales, continuó Mendieta. Eres zote irremediable.

— ¿Qué es zote? preguntó a d’Avila el aludido.

Sonriendo, maliciosamente el vate le respondió: —Mírate al espejo.

En los grupos que se formaron en el bar, el asunto de las mentiras o las verdades de Errázuriz fue un tema que no se agotó hasta muy entrada la madrugada. La mayoría de aquellos hidalgos aldeanos se inclinaba a creer en los cuentos fantásticos que frecuentemente les encajaba el gigante.

El caso de Oscar Errázuriz fue un caso incomún, el del embuste que convierte un individuo mediano en un hombre sobresaliente. El del mentiroso que no quiere perder su halo de engaños, aunque en el fondo dude de los otros y de sí mismo. El del desvergonzado alegre, que esmerila su jactancia con un poco de tristeza.

Muy niño para escapar a un castigo del padre, dijo su primera mentira. Había quebrado un vidrio con la pelota y aterrorizado con la paliza que veía venir, aseguró ante toda la familia que el canario quiso escaparse y al dar con la cabeza en la vidriera, la había hecho mil pedazos.

—¡Qué chico inteligente! ¡Cómo has podido inventar eso en un minuto! exclamaron admirados tíos, tías y padres.

—Es digno retoño mío, se pavoneó ufano el papá.

—Irá lejos, será un óptimo político, un magnífico diplomático, vaticinaron todos.

El niño oía los elogios y se sentía orgulloso.

Desde entonces todo lo exageraba; torcía la verdad a cada paso, forjaba sus farsas en la hora de la siesta o en la noche antes de dormir.

Fue creciendo con una conciencia de malicia y trapisonda que le imbuía la idea de que así llegaría a altos destinos, una Embajada en Turquía, un asiento en la Cámara. Y a todos los mozuelos amigos les contaba los ofrecimientos que recibía del Gobierno para excelentes puestos, que no aceptaba porque era muy joven todavía.

Los simplones de sus amigos en general le creían y divulgaban por el pueblo los absurdos de Oscarito que poco a poco se vio envuelto por el «aura popular», como diría d’Avila el poeta.

Llegado a los veintiún años, era un profesional de la mentira, un artista de la falsedad, un equilibrista de la exageración y se lanzó a galope por los senderos de la fantasía y de la farsa. Mentía atroche y moche. El embuste era su segunda naturaleza, algo incontenible y desenfrenado, ya consciente, ya inconsciente.

La gente empezó por reírse de las mentiras de Oscarito aunque admiraba los vuelos de su imaginación. Poco a poco comenzaron a dudar: ¿será verdad?, ¿será mentira? y más tarde hubo gente que creyó sus incoherencias como creía en el Catecismo.

Decía cosas tan extraordinarias y con tal convicción que a veces él mismo dudaba si eran verdaderas.

Volviendo de un paseo a Buenos Aires, relató en la Farmacia de Ramírez un asunto increíble, pero que hasta hoy es artículo de fe en Villa Rosa.

— ¿Ustedes no saben? Salió en «La Nación», en «La Prensa» y otros diarios argentinos, muchachos, es un caso biológico, extraordinario. Nunca contado antes en la ciencia médica.

— ¿Qué fue eso? preguntaron los asiduos de la Farmacia.

—Pues me dio un fuerte resfriado y consulté a un eminente especialista, y al observarme me llevó a la radiografía y boquiabierto me dijo: tiene usted pulmonía triple. Es usted un fenómeno. Tres pulmones es caso nunca visto ni oído. Qué gloria para mí este descubrimiento. Pues han de saber que yo nunca lo había notado. En fin, que esta noble Villa ha producido un ser excepcional. Medina, ¿quieres tú observarme?

Medina no se atrevió a emprender semejante hazaña, pero habló doctamente:

— ¡Si te lo ha dicho un especialista! Es seguro con tu complexión desmesurada, con tu estatura debe ser así. Claro, claro.

Sus cuentos de los viajes que emprendiera por el Chaco, son innumerables. Relataba cierta vez en una rueda de amigos:

—Había hecho una jornada de catorce horas a mula. Armé mi tienda en un descampado y estaba preparando café después de haberme sacado las botas y encontrado unas alpargatas en la alforja. Estaba en eso, cuando se me entra en la tienda un hombre, alto, moreno, casi esquelético de tan delgado. Sus cejas eran una sola línea negra de sien a sien y parecían una cinta de terciopelo alrededor de la cabeza. Tenía los pies envueltos en trapos sangrantes que daba pena. Buena noche me dijo. Soy un viajero eterno. No tengo sosiego ni reposo. Voy y vengo, vengo y voy por el mundo. Yo creí que era del circo. El siguió hablando y mientras hablaba iba por la tienda de derecha a izquierda y de izquierda a derecha sin parar. Me llamo Bocanegras prosiguió. Y yo: —Pero siéntese hombre, descanse hombre, descanse. Vamos a tomar una taza de café y aunque el pan no está muy fresco, eso nos sentará bien y nos calentará. —Lo del café acepto, ¿pero sentarme? Eso quisiera. No puedo, no puedo sentarme. Desgraciado de mí, no puedo descansar. — ¿Tiene usted alguna herida? interrogué. Voy a colocarlo con cuidado sobre estas mantas. — No puedo, no puedo, insistió, estoy maldito, estoy condenado al eterno vagar y ningún reposo. Y seguía andando de un lado a otro sin parar. — ¡Qué condenado ni qué pamplinas!, le dije. Venga a mi lado y quédese tranquilo. — ¿Pero es que usted no sabe quién soy?, ¿no me reconoce? —No, repliqué, nunca lo he visto, no sospecho quien sea usted. Agarró la taza de café que se bebió de un sorbo aunque escaldaba, sin dejar de andar ni por un segundo, y con un acento tristísimo me confesó:

—Pues sepa usted que yo soy el Judío Errante. Y salió como arrastrado por el huracán.

Los oyentes rieron, pero, cosa inaudita, hubo varios que creyeron a pie juntillas en el encuentro de Oscar Errázuriz con el Judío Errante. Almas simples de vidas mansas y holgadas, caracteres borreguiles, cualquier lance desacostumbrado los perturbaba y los dejaba atónitos.

Cuando el cuento corrió por el pueblo, entre las beatas y las viejas que vivían hablando de difuntos, velorios, entierros y entre los santurrones que pertenecían a la Cofradía de San Mateo, el embuste fue plenamente creído. ¿Y por qué no? El Judío Errante era un condenado por Jesucristo Nuestro Señor. ¿Por qué no podía llegar al Chaco y encontrarse con Errázuriz?

Garita Pantoja afirmó, como si ambas cosas fueran afines:

—En mi hacienda se ven monjes penando.

Y doña Norma, la maestra, con un bebé de diez meses en el regazo y grávida de siete, concluyó:

—No se pueden negar las apariciones. Sería un sacrilegio. Vean sino la gruta de Lourdes.

Así quedó incontrovertible la entrevista de Oscarito Errázuriz con el Judío Errante, y, como decía la gente piadosa: solo los masones, anarquistas y sacrílegos como Jacinto Mendieta y los chicos que escriben en «Verbo Rojo», pueden blasfemar negando la visita que el Judío Errante hiciera a aquel descomunal ciudadano de Villa Rosa.

(De Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, de Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)


María Virginia Estenssoro

(La Paz, 1903—1970). Escritora y poeta. Poesía: Ego Inútil (1971) y en Cuento: El Occiso (1937); Memorias de Villa Rosa (1976); Cuentos y otras páginas (1988).

error

Te gusta lo que ves?, suscribete a nuestras redes para mantenerte siempre informado

YouTube
Instagram
WhatsApp
Verificado por MonsterInsights