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El día siguiente

Las elecciones terminan el próximo domingo o cinco semanas después. La algazara de candidatos y sus consignas tienen fecha de vencimiento que no coincide con la de los problemas que se apilan en nuestras puertas.

Nuestra atención y reflejos están condicionados y sobreestimulados hacia el suspenso del conteo, los resultados y el sofocante mundo de conjeturas que ahora copan el espacio y monopolizan las conversaciones. 

De todo ello, me quedo con la sensación de que ese inmenso 12% de “indecisos” que registran la mayor parte de los sondeos, no es tal, sino reflejo de la discreción de electores que ya definieron su preferencia, quizá antes de quienes la proclaman sin reparos. Si es así, los voluntariosos esfuerzos por cautivarlos o el de mover en algo las posiciones de los alineados son admirables, pero, probablemente, infructuosos.

La suma de adversidades por las que hemos transitado, en las que se mezcla el arrasador ataque de la enfermedad, con la agobiante y reiterada decepción de comprobar que el único campo en que compiten los políticos y dirigentes profesionales es el de la deshonestidad y la malversación masiva de esperanzas, predispone a la obstinación ciega por la opción electoral que cada uno ha escogido. 

Esa disposición emocional favorece a los planes violentos de ambos extremos para incendiar, ya no sólo los bosques, sino el país, en caso de que no ocurra lo que ellos planearon.

La obsesión de retornar a un pasado idealizado, sea el de hace un año o el de hace 15, lleva a cerrar los ojos ante el hecho de que los nuevos ocupantes de uno o dos de los palacios de Gobierno no tienen chance alguna de hacer las cosas como se hicieron hasta la última elección.

Quien quiera que sustituya al equipo interino que detenta el mando tendrá que enfrentar, casi al día siguiente, el avance de una segunda ola de la epidemia. El embate del virus y la nueva oposición social y política será una potente y punzante prueba para los flamantes gobernantes y, también, para nuestra ya muy maltrecha sociedad.

Ninguno contará con la paciencia y el estoicismo con que se aguantó la primera oleada y sus confinamientos, y todos tendrán que cumplir sus compromisos de recuperar e incrementar empleos, sin apelar a devaluaciones. 

No podrán seguir estirando la lista de regalos y concesiones que han obtenido de los gobernantes interinos, la agroindustria de mediocre productividad, incendiaria vocación y predisposición tan grande a chantajearnos, que nos anuncia, con fruición, que deberemos comer pan transgénico, ya sea que lo importemos o el que puedan proveernos ellos, con la licencia que estaríamos obligados a concederles, para el trigo y lo que quieran.

No ocurrirá, porque con el avance del calentamiento global ya no podemos mirar a otro lado y endosar la factura a otros, porque las quemas no dejan de recordarnos que, si no escogemos un camino que nos convierta en país modelo del continente, en luchar a brazo partido contra el cambio climático, estaremos entre los primeros puestos de sus víctimas.

Eso, sin contar de que los nuevos gobernantes deberán desarrollar claras e inequívocas iniciativas para desmontar la tenebrosa maquinaria que es hoy el aparato judicial y de fiscales, a tiempo de adoptar creíbles y verificables medidas para que la instrucción pública deje de ser un aparato para liquidar la creatividad y la sanidad, pública y privada, aliada segura de la enfermedad y la muerte.

No hay vuelta al pasado, que lo sepan los rencorosos, los amargados y los quejumbrosos. Cualquier intento de engranar la marcha hacia atrás terminará con esos conductores, antes de que se enteren. 

Claro que para avanzar hacia el azaroso y complicado objetivo de cambiar esquemas hay que unir a la sociedad, sacarla de su profundo enfrentamiento y trascender el desprecio que lleva a suponer que quienes no comparten nuestras creencias son o imbéciles o corruptos, y eso requiere que nos convenzamos de que existen un proyecto y una forma de hacer las cosas de otra manera.

Roger Cortez es director del Instituto Alternativo.

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