Quien tiene dos dedos de frente se da cuenta de que el Estado Plurinacional es el eufemismo de un Estado Indio, la insinuación de una Bolivia nacional-popular sin la otra Bolivia, la liberal-conservadora. Y es por esto, porque su objetivo es construir país destruyendo la semiótica y la cultura de la otra Bolivia, que quizás el proyecto plurinacional no se llegue a consolidar nunca, y mucho menos de forma pacífica. Su misma Constitución, en vigencia desde 2009, es relativa y segregacionista, toda vez que instituye algunas prerrogativas para las naciones y pueblos indígenas solamente, en detrimento de quienes no forman parte de ellos, medida inadmisible para cualquier constitución del siglo XXI. Y mientras una de las dos Bolivias quiera imponerse a la otra —ya por la violencia, ya por la ley— este país seguirá viviendo en la guerra civil en la que vive desde hace siglos.
El problema es que ninguna de las dos Bolivias ha ingresado en las ideas de la modernidad, pues, aunque ambas hablan de democracia y Estado de derecho, ninguna ha asimilado lo que realmente significan estos conceptos por demás amplios y profundos. El gregarismo y la violencia son el sello de los dos grupos enfrentados. No se han convencido aún de que las transformaciones profundas que experimentan las sociedades no se operan por tiranicidios, derrocamientos, revoluciones o cabildos populares, sino por la educación transformadora del hacer y obrar cotidianos del individuo.
¿Cuáles son las características de estas dos Bolivias enfrentadas desde hace largas décadas (la nacional-popular y la liberal-conservadora)? Mientras que la una pretende la reinstauración política de las culturas prehispánicas, un nuevo tipo de apartheid y la conformación de un país indio en su totalidad, que subsuma todas las instituciones y la cultura en la cosmovisión no ya indígena sino andina, la otra vive con la nostalgia de la “república”, que no es el respeto de los valores democráticos republicanos, sino la implícita añoranza de ciertas formas rancias que están en contra, por ejemplo, de la subversión de rangos sociales. Desde el punto de vista político, la Bolivia liberal-conservadora es la representación viva del conservadurismo de cuño decimonónico que propugnaba la “libertad sin sediciones y el progreso en el orden vinculado a la ley social del cristianismo”. En conclusión, tenemos que ambos grupos viven anacrónicamente: el primero en los tiempos precolombinos y el segundo en la Bolivia del siglo XIX y comienzos del XX. Ninguno asimiló realmente las ideas de la democracia moderna, ninguno acepta el cosmopolitismo, sello inconfundible del mundo contemporáneo, y es por eso que la importancia de rangos, la fuerza de autoridad, el dogmatismo o el papel de la providencia o el destino son valores que rigen todavía sus sensibilidades —y por supuesto sus destinos—.
¿Qué cambio positivo podría brindar un gobierno opositor en los siguientes años, si es que llega? Quizás una atmósfera de más libertades (o de menos represión). Pero las mentalidades propensas al hurto, a la doblez, al nepotismo y la prebenda, al sindicalismo marxista y las logias orientales, etcétera, no cambiarían gran cosa. Para modificarlas se necesitan años de constante labor en las aulas colegiales, trabajando con niños. Porque es en ellos —y ya no tanto en los adultos— donde más se debe sembrar la semilla de la libertad en todas sus formas.
Ahora bien, el asunto de la educación daría resultados a largo plazo. Hablemos, entonces, de lo que los daría en el corto plazo. Lo primero que se debería hacer es empequeñecer drásticamente el estado, que paga elevados salarios mes a mes a miles de funcionarios que hacen bien poca cosa. También se deberían cerrar los medios de información estatales (el periódico, el canal de TV, la radio y la agencia de noticias), brazos de propaganda política, susceptibles siempre de ser manipulados por el régimen. Y, por último, suprimir los privilegios del estamento político —hoy tan frívolo—, y sobre todo los de quienes realmente no sirven para nada: por ejemplo, los asambleístas nacionales y departamentales. El solo hecho de pensar que lo que gana un senador o diputado representa aproximadamente el doble de lo que gana un buen médico y el cuádruple de lo que gana un profesor, saca roncha a cualquier trabajador que racionalice esta situación.
Esas medidas, y no las bagatelas por las que se sacan los ojos los asambleístas que diariamente vierten declaraciones fofas en los medios, son las que darían paso a una sociedad moderna: de iguales, abierta, realmente democrática.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario