Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Al caer el cuatro de julio oscuras nubes de lluvia se cernían sobre oscuras copas de pinos negros. Apuré el último tinto chileno. Brasas color escarlata en el fondo de la parrilla. Las hijas se fueron ya. Manejo por la ciudad, las ciudades debiera decir: Aurora, Denver, Glendale, Lakewood, Wheat Ridge, Littleton, Centennial, Englewood, Inverness. Conozco cada rincón, de noche, como meretrices del tiempo. La memoria vuelta castigo, detalles de pequeños callejones, ausencias de edificios en baldíos que van reconstruyéndose en algo distinto. Figuras que tienen treinta años y que he conservado según las vi. No miré ni un zorro, ni un mapache. No he visto búhos. Halcones persiguiendo palomas. Me animaré a despertar pasadas las doce y salir hasta encontrar el amanecer. No hallaré tormentas de nieve porque es verano pero al subir la colina por la calle Florida pensaré en la manera en que me arrastraba hacia abajo el cataclismo. Especial llegar a casa, mojado y aterido. Recibido por esculturas africanas y el cuadro de Franz Marc. Quitaba las botas, las ponía en la entrada por el barro, calentaba un café y leía el New York Times. En calma las mujeres de casa, respiración suave, el hombre acaba de regresar, con abrigo como si fuera cazador de osos, con jaspes blancos y helados en el cabello. Si era sábado esa paz se alargaba, aguantaba un segundo café. Luego a acostarme en lecho tibio y morir allí. Con tijera se cortaba lo vivido hacía instantes, el vaho de café se escurría por debajo de las puertas. Escucho antes de cerrar los ojos los movimientos del trabajo. En barrio obrero suenan obvias las preparativas para el día extenso. Sueño.
Manejé repetidas veces por la Clarkson Street. También por la calleja detrás. Vi a mi amigo Bill leyendo como siempre y no me detuve. Hace un año nos despedimos dándole libros de mi biblioteca, en inglés, de etnografía e historia indias. Conversamos sobre los cheyennes, otrora señores de aquí; de Borges los poemas y de Lewis Carroll la magia del verbo inventado. En la punta del techo antiguo la reina de corazones marcaba su silueta con la imagen de Disney. Tengo que retomar Through the Looking-Glass si deseo aprender a escribir.
Mañana termino, tal vez, unas citas importantes. Me dejarán dos semanas para decidir si viajo o si preparo un par de maletas extras para retornar a Cochabamba. Básicamente libros y discos compactos. Algunos vasos cerveceros, de los de a pinta porque son más sólidos para aguantar los avatares de Panamá y Santa Cruz. Tengo diez inmensas cajas, al menos, llenas de volúmenes. No anoté cuáles estaban en su interior. Será casi al azar. Aparte voy comprando algunos otros: los viajes de Humboldt, esbozos jóvenes de Kerouac, The Polyglots, de William Gerhardie, novela que me interesó gracias a la mención de ella por un amigo. Me hice de discos de Ayopayamanta y clásicos de Harmonia Mundi, Boccherini entre ellos. Los espacios vacíos de mi departamento en Bolivia dan para seis cuadros más, ya decididos, un afiche para mi dormitorio y cuatro máscaras, casi seguro africanas, punus del Gabón. Abrí el depósito donde archivo mucho de lo que tengo todavía y que jamás llevaré. Las cosas están hasta un centímetro de la puerta, muchísimos metros cuadrados de ya no sé ni qué. Aquí en el departamento de mi sobrino hay varios cuadros colgados que le regalé. Un batik, a lápiz, indonesio, afiches de colección de Vermeer y las cortes musulmanas de la India. No siento melancolía ni nostalgia. Aquello pasó igual a tanto más y en sal no quiero convertirme mirando atrás. Quiero enderezar la espalda. Ya me he comprado botas para viajar. Solía usarlas en tiempos de trabajo. En el ropero he de dejar mocasines y zapatos confortables y finos. Deseo otra cosa, otras mujeres, jóvenes, aguerridas cubiertas de arena y asoleadas. No señoras con cuitas de críos ya adultos y domingo de ramos, que para Jerusalén estoy, claro, pero para el de Else Lasker-Schüler:
Y me consumo
en pesadumbre que florece
y en el vasto universo me disipo,
en el tiempo,
en la eternidad,
y se abrasa mi alma en los colores de la tarde
de Jerusalén.
Y Nínive. Y Sarajevo. Y Kremenchuk donde una Katia de senos dadivosos todavía habita.
¿Viaje de destino? Quizá. Echarán dados sobre manta de impenitente blanco. Escucho en una casa cercana gritos de masculino enloquecido y cobarde. Mierdas y amenazas, qué otra cosa aprenden los hombres… Las diez ya, las doce cochabambinas. Por la ventana doble de mi sala estarán mis muertos mirando el cielo para ver si asoma mi avión. En una bolsa acumulo ropa para lavar. Pronto nos estaremos trasladando a la pequeña comunidad de Glendale, al frente de la nueva cancha de rugby. Pasajes oscuros eran treinta años atrás, sombra imponente del edificio de los jesuitas, esquina Birch. Si pienso, imagino que aquella gente que contemplaba entonces anda en peor estado que yo, o trashuma los caminos sin veredas del averno. Dedos que ajustan teclas con números para entrar a edificios cerrados, ascensores con hálito silencio, pasillos y cuartos de lavandería tristes como Hopper. A cierta hora muere la vida y crecen fantasmas. Y yo que ando de péndulo entre una y otra cosa.
Temprano tomaré una ducha, café con pan francés, si queda repostería danesa la tomaré porque es favorita. Hay demasiado sol durante el día, dónde se han ido los otoños, pregunto. Con ese calor parecemos soldados inertes de Dino Buzzati, esperando en el horizonte rastros de lo que no existe. Suerte de ceguera la de andar con el rostro quemado. Yo que viví en sombra estoy condenado a las luces hoy. Difícil acostumbrarme. Los cuerpos eran claroscuros, sin detalles prosaicos y vehementes. Te prefiero en penumbra, a ti y a todas; la playa no se ha hecho para mí, ni juegos de mar ni camarones pistola. Soy espectro de la Europa Central, de la casta de Kafka y de Musil. En Denver nocturno me muevo como su madre, parida la ciudad por mí. Ahora el sol me distrae. Extraño mi celda de solitario, la isla del confinamiento. Pero se ha hundido, se ha transformado el espacio y jamás ha de volver. Aprovecho esta medianoche para escribir. El vecino sigue vociferando inútil, si ella se fue o se está yendo nada puedes hacer, no seas imbécil.
Traje un libro que no he abierto. No lo necesito por el momento. Leo páginas de mi cansancio, tengo con ellas suficiente. En las diez horas en que vuele por el aire me repondré con la lectura, bajaré en un aeropuerto inundado de buen ron. Al amanecer del día siguiente aspiraré los efluvios de mi tierra, qué bien huele el polvo por la mañana, diré, emulando un filme intenso, y me tragará Leviatán, vestido con traje de fiesta de Huarochirí.