Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El agua repta, serpiente sin cola ni cabeza. De arribabajo, vertical como lo es todo, piramidal, estratos, razas, clases, nacionalidades. Se mete en la cuna de la electricidad, en los pasadizos de los ratones, en el sueño. La hermana anuncia que la bolsa de agua caliente ya está en tu cama. La hermana te cuida. El ángel guardián tiene nombre de hermana. Debes descansar, tienes que dormir. Agua color de té baja por las escaleras; cobre, estaño, hierro, orín y asbesto. El caudal inunda, no deja resquicio sin tomar. No necesita tanques ni putines. Esta es guerra sin generales. El destino no aguanta rangos. Fluye, fluye. El río de Vinto está apacible pero hay rumor. Los que saben, pregonan: avenida. Y en avenida viene, arrastra consigo vacas como si fuesen árboles, casas con apariencia de gentes. Un cordel grueso, lo que lo convierte en soga, se arroja al otro lado y Armando se aferra a él y cruza. Después desolación, isla desolación, continente hambre, iglesia muerte. La carretera engulle el miedo, una larga línea de pavimento por doce kilómetros entre Quillacollo y Cochabamba. En el puente que está a su salida, las sillpancheras preparan trancapechos que entonces no se llamaban trancapechos. La noche. Duerme. La bolsa de agua calienta tus pies a falta de perros paraguayos, canes desnudos de piel negra y barba casi de pintor. Extraños, creo que los mismos que corrían en el imperio mexica, en el maya, y que eran delicadeza cocidos en brasa.
En las inundaciones del 68 y por ahí, los seis niños Ferrufino estaban en la puerta de casa, con impermeables de plástico, palas y marimachos. A combatir las aguas que venían de un furioso río Rocha de vómito turbio. A extraer tepes de donde se pudiera, a armar defensivos. Vecinos que se agitan, niños en el jolgorio que hasta la tragedia causa. El Pujru era zona baja, de depresión terrena y seguro que personal también. Molles y sauces llorones nadaban como podían en la corriente. En grandes caimanes verde oscuro llegaban soldados y con ellos se armaban defensas en frente de las puertas, de los garajes. La comadre Inés vaciaba su living con una lata de sardinas. El agua del Rocha sobrepasaba el puente y escapaba por las paredes que lo encasillaban. Corría por la Tadeo Haenke, por el estadio departamental, por donde fuera la laguna Cuéllar, hacia las zonas bajas, el Pujru entre ellas, los maizales de los Kachitos, las canchas Gutiérrez. Siguiendo la acequia grande iría hasta la zona del hipódromo, y La Maica sería ya lodazal eterno. La Chimba igual. Los paracaidistas del CITE corrían y gritaban. La sombra de Goyeneche paseaba sonriendo, que la muerte se lleve a los cholos, diría. Catalejo del arequipeño, centrado en el desborde impresionante y las torrenteras que aumentaban la corriente. Suena la mazamorra, es baile de caballería, potros al paso, cornetas y timbales; banderas caídas, truenos. Relámpagos varicolor, cabellos chorreando.
El agua comenzó a caer a las ocho veintiuno anochecidas. Desperté. La bolsa todavía no se había enfriado. La moví con los pies hacia las nalgas, la descansé en los lumbares deshechos y me levanté. Llovía, era obvio, pero por la ventana vi sequía cuando un chorro helado e infecto cayó sobre mi cabeza y me di cuenta que el juicio final había comenzado. No era final, no todavía, escribo abrigado y resfriado esperando albañiles gringos. Analizo. Mi pequeña cocina pintada por un trabajador mexicano tomaría tres horas; cuatro días anglosajones. El resto, calculo será un mes, otra vez anglosajón. Mis amigos albañiles, sean de la Veracruz o de Guerrero lo finiquitarían en un día, dos para alternar con Coronas. Pero hay que pelear al inmigrante, matarlo en el desierto de Texas, privarlo de los galones de agua. ¿Y quién les trabaja entonces? ¿Noruegos, irlandeses?
Si lloro pasará desapercibido en tanto líquido. El río Congo ha caído sobre mi testa y los peces tigre devoran primero a los ratones y luego cables de cobre y cañerías de plomo. Poco se puede hacer, ni lata de sardina vacía tengo. La última la usé hace cincuenta y cinco años para construir un camioncito con ruedas de carretes de hilo. A las diez y quince de la noche el agua sigue cayendo. Viene el dueño croata con sus hijos con varias toallas, a secar (¡!). Cuatro y media de la mañana sigue cayendo. La chica de abajo, con los jeans a media raya, saca alfombras al basurero. El chicano del apartamento dos pone las fotografías de sus padres a secar sobre la cama. No quiero volver al hood, repite; no desea volver a la miseria de la choza, prefiere vivir en el barrio rico antiguo. El inquilino del seis mira por el visor de la puerta y no sale. Teme que los extraterrestres chupen el aire de su espacio y lo asfixien.
Pasan dos días. Supuestamente trabajan en mi departamento para recomponerlo pero no hay nadie. Pésimos trabajadores los norteamericanos. No quiero generalizar pero hay enojo y mucho he visto de ello en treinta y tres años, los que usó Cristo para ser sacrificado y yo para obtener jubilación. Trabajan los fantasmas, hasta que venga la raza, a mitad de precio, y entre mentadas y viejas deje todo como si dios por aquí no pasó, tranquilo.
Nieva. Treinta y seis grados Fahrenheit. No tengo hambre. Preparo un café con leche evaporada y engullo pan con queso y jalapeño. Cuando dejen de trabajar… cerraré las ventanas y la puerta y dejaré que del otro lado del sueño venga la hermana con bolsa de agua caliente a calentarme los pies. O los pieses, según el plural chicano.