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De Porte de Clignancourt hasta el fin del mundo

Maurizio Bagatin

El año 1989 parecía que iba a ser un año de mucho movimiento, hasta las universidades italianas estaban en fermento. Muchos se habían exiliado en Paris, y yo también, a mi manera, quise exiliarme, y lo hice como peón de una empresa construcciones. Montparnasse, cerca del cementerio del mismo nombre, desafiando el otro jardín de los muertos, Père Lachaise. Un Pernod de ida y uno a la vuelta, nuestro maître era un italiano que sufría de incontinencia y no podía viajar con el metró. Con un chofer personal se hacía parar en una Brasserie cuando su cuerpo ya no aguantaba y se iba al baño, salía nunca sin haberse tomado un Pernod. En Montparnasse iba confundiendo una poesía de Cesar Vallejo con los objetos, con las cosas que nombramos. No debía ser esta su poesía, tampoco la de Baudelaire. En aire de Montparnasse es siempre el aire de la vieja Lutecia, una de cal y una de arena para unos parisinos que ya no sabemos dónde se han ido a ocultar.

París era una fiesta. Fiesta en las noches con Danielle; Hemingway que pincelaba virilidad y los ojos que solo Modigliani supo cerrar a sus musas. Era siempre el rojo del beaujoulais más barato y más áspero, las manchas a sangre que dejaba y el perfume a cebolla del viejo mercado de Les Halles. Son solo fútiles imaginaciones o recuerdos fragmentarios que hoy buscar ser reconstruidos. El rompecabezas de nuestras vidas sembradas, una aquí, en esta parís siempre bajo un cielo otoñal, otra en la penuria de la espera de aquel día del sueldo. Francos franceses en billetes de una de las mucha republicas que ilusionaron a Voltaire.

Un día despertamos tarde después de haber visto Hasta el fin del mundo. Habían transcurridos los años y ya no podía mentir más. Al partido Francia-Albania, valido para la eliminatoria a la Eurocopa ‘92 accedí gracias al haber falsificado una credencial del Guerin Sportivo de Italia, un periodista sui generis. El partido terminó mal para los albaneses, lo único que le quedó fue pedir asilo político, y así fue. Frio de abril, frio de la primavera parisina, arboles de tilos que empujan la primavera y viento desde La Mancha que la detiene. Desde las tribunas un toque de Cantona y un caño de Papin. Punch para calentarme después del match.

Los domingos no dormidos iba a Porte de Clignancourt, el mercado de las pulgas no era aún este maquillaje burgués que es hoy. Entonces era una Babel frenética de magrebinos que en cada plazuelita y desde cada ventana hacían percibir su presencia, cuscús y sativa, ingredientes culturales, un narguilé para disfrutar, un plato para compartir, y viceversa. Te de menta y tabaco fuerte. La tortuga de madera que sigo conservando, Zenón que me persigue y la paciencia que se conserva. El mercado de pulgas, un LP de Patti Smith a cambio de un diccionario de italiano, trueque bellísimo. El niño en la calle esperaba una moneda y recibe un billete; una reproducción de un cuadro de Abraham Teniers colgado en un bistrot sabe más a café que el comistrajo que me sirven a la hora crepuscular. Los domingos hasta los auténticos flâneurs descansan, el andar es mentiroso: “Hoy es domingo, y esto/tiene muchos siglos; de otra manera,/sería, quizás lunes, y vendríame al corazón la idea/al seso, el llanto/y a la garganta, una gana espantosa de ahogar/ lo que ahora siento/como el hombre que soy y que he sufrido” (Cesar Vallejo).

Danielle se cansó. El mundo está cansado del efecto de la historia. Ciegos y sordos andan paseando por las calles vacías del fin del mundo, solo la memoria artificial lee nuestros deseos y modifica -como Borges o Funes, que es lo mismo – nuestro pasado. Un pedazo de neurociencia, otro, el más poderoso, lo de Wenders.

Imagen: Abraham Teniers, Barbería con monos y gatos (1633-1671)

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