Un dato muy claro que las elecciones presidenciales trajeron este 2025, es cómo en Bolivia, el oficio del analista político ha caído en una profunda “degradación”. En lugar de ser un espacio de reflexión rigurosa, fundada en la teoría política, la honestidad intelectual y la interpretación histórica, lo que impera es el comentario instantáneo, la frase rápida, el eslogan televisivo y el oportunismo de varios analistas que apoyaron firmemente, tanto a los gobiernos de Evo Morales, como al Movimiento Al Socialismo (MAS). Pensaron que seguir la corriente iba a capitalizarlos o, por lo menos, abrir un espacio para que el MAS siga cultivando cierta influencia; sin embargo, varios analistas se convirtieron, tristemente, en los exponentes de un fenómeno banal: la sustitución del pensamiento por la ocurrencia, del análisis por la opinión acomodaticia, de la ciencia política por el espectáculo. Son, en el mejor de los casos, analistas de peluquería, porque reproducen la misma conversación trivial que uno escucha mientras nos cortan el cabello: juicios sin fundamento, repeticiones del sentido común y miles de chismes reciclados como si fueran teoría, traídos, sobre todo, de las redes sociales y las charlas de bar.
La imagen puede parecer dura, pero es precisa. La gran mayoría de los comentaristas, incluyendo los “moderadores” de los debates vice y presidenciales, nunca se apoyan en la construcción de una obra propia, un cuerpo conceptual o un aporte a la discusión contemporánea sobre la democracia, la representación política o el poder. No existe en sus discursos ninguna referencia seria a las tradiciones teóricas de la sociología política y la ciencia política como, por ejemplo, Robert Michels, Robert Dahl, Guillermo O’Donnell, Adam Przeworski, Scott Mainwaring, Steven Levitski, Gerardo Munck, Juan Pablo Luna, María Victoria Murillo, Judith Butler, Juan Linz o Pierre Rosanvallon. En el ámbito nacional se han olvidado de René Zavaleta, René Mayorga, Jorge Lazarte, H.C.F. Mansilla o Tristán Marof.
Tampoco desarrollan un pensamiento local con densidad, que dialogue con las experiencias bolivianas desde el horizonte de la teoría política moderna. Lo que ofrecen es, más bien, una lectura epidérmica de la “coyuntura”: pronósticos sin método, análisis de encuestas mal hechas, como el caso del programa Bunker, No Mentirás y el absurdo del viejo programa masista “Esta casa no es hotel”, donde abundan las frases con aire de certeza y un afán de figuración mediática, sin “independencia del pensamiento”. La mayoría son comentaristas profesionales al estilo del fútbol: hablan de todo, pero no piensan nada, ni producen nada serio por escrito.
El vacío conceptual de estos analistas se refleja en su escasa o nula producción escrita. No hay libros, ni ensayos académicos, ni columnas que resistan una lectura crítica. La gran mayoría son ágrafos. Su autoridad se apoya en la repetición mediática, no en la elaboración argumentativa. Esta tendencia arrastra, inclusive, a los periodistas que fueron un fiasco en los debates presidenciales. Como bien dijo el premio Nobel de literatura, Mario Vargas Llosa: “se escribe para llenar vacíos, para tomarse desquites contra la realidad, contra las circunstancias”.
Cuando un país normaliza la forma en que sus analistas carecen de pensamiento propio, termina aceptando que el debate público se transforme en farándula política y en mentiras disfrazadas de fanatismo e ideología a favor de los que detentan el poder. En lugar de contribuir a la comprensión de la democracia, la empobrecen, convirtiéndola en una serie de anécdotas. En lugar de educar al ciudadano, lo confunden con una mezcla de frases hechas. La democracia necesita pensamiento, no presentadores; necesita reflexión, no espejos del ruido y más fraudes, vía televisión o redes sociales.
El drama boliviano es que las universidades, la prensa y los partidos políticos han convalidado esta superficialidad. En vez de promover el diálogo con la teoría, se ha premiado la improvisación y la actitud “pendeja”. Así, los medios de comunicación se convirtieron en la nueva falsa academia: basta aparecer en televisión para ser considerado politólogo. Pero un politólogo que no escribe, que no lee, que no articula conceptos, es simplemente un palabrero del escándalo en tik-tok. La charlatanería política no es inofensiva, sino que modela el imaginario público, desactivando la crítica, la tradición teórica en la ciencia política y legitimando la mediocridad.
Bolivia no carece de talento analítico; lo que falta es rigor, lectura, honestidad y valentía intelectual. Los verdaderos analistas —los que aún intentan pensar el país desde la densidad del concepto y la responsabilidad del juicio— han sido desplazados por el ruido mediático. Los analistas de peluquería seguirán hablando, claro, porque el mercado del comentario rápido siempre tiene demanda. Pero mientras el pensamiento político no recupere su lugar, la opinión pública seguirá condenada a escuchar, cada día, el eco vacío de una conversación que ni siquiera llega a ser política: apenas un murmullo de salón entre cervezas o salteñas.
Es fundamental cultivar la formación teórica y su vínculo con la investigación académica. Esto requiere coherencia y persistencia para construir un pensamiento político propio, articulando la ciencia política, la filosofía y la crítica de la modernidad boliviana. Más allá del análisis en los medios, es imprescindible elaborar conceptos, producir ensayos, y mantener un diálogo explícito con las tradiciones intelectuales como la teoría de la democracia deliberativa, la sociología del poder y la crítica del populismo. Es crucial mostrar que la política boliviana puede analizarse, no solo desde la coyuntura, sino desde las tensiones estructurales entre Estado, sociedad y racionalidad política. Desde la crisis del poder, junto con el intento sistemático de comprender el fracaso del Estado Plurinacional y la decadencia institucional, no como hechos aislados, sino como parte de una deriva civilizatoria: el tránsito de una democracia débil, hacia una forma de autoritarismo plebiscitario y clientelar que se resiste a morir en estas presidenciales del Bicentenario.
Hay que reconquistar la lucidez crítica sin sectarismo, sin formar parte de las maquinarias políticas, ni actuando como voceros de intereses partidarios. La reflexión de hoy tiene que nacer de la lectura y la experiencia intelectual, no de la necesidad de figurar en el circuito mediático. Hay la necesidad de retransmitir la influencia de teóricos clásicos como Max Weber, Norbert Lechner o Hannah Arendt, pero tratando también de reelaborarlos desde la experiencia boliviana para corregir la corrupción institucional, reducir el desencanto ciudadano y combatir el populismo como degradación del proyecto republicano.
Los analistas de peluquería representan la muerte del pensamiento político en los medios y, en consecuencia, debemos “resistir”. No porque la investigación científica posea todas las respuestas, sino porque conserva lo esencial del oficio intelectual: pensar contra la corriente, formular preguntas incómodas y no reducir la política a la farándula.