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El falso testimonio 

Oscar Seidel Morales

Algo me llevó a suponer que, con Carmelo Casanova sólo habíamos disputado cosas vanas desde que tuvimos uso de razón. Cuando llegamos a la edad de dieciséis años, pudimos enfrentarnos realmente en algo que fue importante para mí. No podía haber cosa más maravillosa que el amor platónico experimentado al mismo tiempo por la despampanante Edelmira Trespalacios, mi vecina de patio, quien tenía veinticinco años, y estaba casada con don Quintiliano Mariscal, el dueño del único cabaret del pueblo.

Nosotros, unos imberbes en el arte del amor, teníamos de amiga mutua a Blanca Palma; muy apetecida por todos los estudiantes del colegio que todavía no habíamos perdido la virginidad en el cabaret. Estudiábamos desde las siete de la mañana hasta la una de la tarde. Almorzábamos, y luego de una calurosa siesta, hacíamos las tareas con Carmelo hasta las seis de la tarde. Tratábamos de terminar rápido las labores para ponernos a fisgonear a la hermosa Edelmira, quien, a esa hora recogía la ropa puesta a secar al sol, en su patio.

La primera vez que nos acercamos a Edelmira fue aquella tarde que el balón de fútbol cayó a sus dominios. Al pasar a rescatarlo, no expresamos saludo alguno, porque nos sonrojamos al ver aquel cuerpo color chocolate. Ella, con todo el desparpajo de esos senos que al agacharse parecían salir de la blusa, nos pasó el balón, y esto dio para romper el hielo. Por la noche, con el recuerdo de la vecina, volvió a aparecer entre las sábanas el fantasma de Blanca Palma.

A partir de aquella tarde, nos volvimos contertulios con la agraciada mujer, y no hubo necesidad de arrojar intencionalmente el balón a sus lares. Lo que yo no sabía era porqué Carmelo se despedía muy rápido después de hacer las tareas, con el argumento que iba a jugar baloncesto; pero en realidad, más tarde mi di cuenta que su escapada recaía en la sala de mi vecina. Me molesté con Carmelo, porque además me tramó con el cuento que a Edelmira la tenía tragada a punta de películas, hasta el borde de casi llegar a fornicar. Yo no me dejaría joder, y soñaba también con esa carne morena; además empecé a notar con pudor y vergüenza que tenía sueños húmedos, por la falta de relación directa con una mujer, porque al cabaret de don Quintiliano no dejaban entrar a menores de dieciocho años.

Entonces, decidí escribir un diario de mi relación ficticia con Edelmira, y dejarlo abierto de manera intencional a la vista de Carmelo, para que cayera en la trampa de leerlo. Pero, no se percataba, porque su mirada la tenía fija hacia el patio vecino. Con toda la alevosía, le puse más pimienta a la narración, con el propósito de impresionar a mi rival y lograr que no volviese jamás a mi casa, para quedarme como único pretendiente de la bella Edelmira.

Sin embargo, Carmelo tenía engolosinada a Edelmira. Se volvió cotidiana la narración de las películas mexicanas que veía todos los viernes en el teatro local. Le contó de manera dramatizada el ciclo de las películas en blanco y negro del cine mexicano. La primera en narrar fue la de «Ansiedad», entre Libertad Lamarque y Pedro Infante, sobre dos hermanos a los que el destino los separa; la segunda fue la película «El peñón de las ánimas», protagonizada por María Félix y Jorge Negrete, a cerca de la rivalidad de dos familias, que se agudiza con el romance de dos jóvenes de sus estirpes; y la última fue «La malquerida», de Dolores Del Rio con Pedro Armendáriz, sobre el amor de un hombre con su hijastra, que le dañó la vida y acabó en tragedia. Pero Carmelo, a pesar de tanta saliva gastada, lloradas fingidas, y lamentos a grito pelado, nunca recibió por parte de Edelmira ni un apretón de mano, ni un beso en la mejilla.

A pesar de la buena asistencia al teatro, el dueño, preocupado, notó que la presentación del ciclo de «cine manito» no fue del agrado del público, quien estaba ávido de ver más acción. Solicitaban de manera exagerada que las balas cruzaran por todo el caluroso local, desde luneta, pasando por palco hasta llegar a galería. Luego, para atraer a los espectadores, programó el ciclo de cine de vaqueros en cinemascope y tecnicolor, en donde el «tipo» de la película enfrentaba a los bandidos, rescataba a la mujer en peligro y transgredía las normas con la excesiva ingesta de trago, la jugada tramposa de cartas y la trifulca en la cantina.                                                                                                             

Aquel viernes se inició la primera presentación con el spaghetti western «Django», protagonizado por Franco Nero. Fue el acabose total. Los espectadores de la parte alta de galería, emocionados, comenzaron a arrojar chupones de naranjas, bolas de goma de mascar y bolsas de maní confitado a los espectadores de luneta. Hubo que parar varias veces la película, llamar a la policía para impartir el orden; y permitir que la función pudiese llegar al The End.

Motivado con los resultados obtenidos, en la semana siguiente presentó «El Álamo», con John Wayne. Los ánimos fueron incrementándose, hasta que al próximo viernes llegó la película del western bravo «El bueno, el malo y el feo», con Clint Eastwood, la cual sólo pudo ser presentada en el horario de vespertina, porque volvió a parecer la algarabía de los espectadores y, con tanta interrupción, al empleado se le trabaron los rollos que proyectaba la cinta hacia la pantalla, y empezó a presentar escenas traspuestas unas encima de otras. Esto enardeció más a los espectadores, quienes gritaban “cuadro, cuadro, arreglen eso, o devuelvan la plata, porque de lo contrario no respondemos”. Efectivamente, para la última función de la noche, el teatro, que era de madera, había sido completamente destruido por la efervescencia de la gente
Con el cierre de la sala de cine, Carmelo no tuvo historias que contar a Edelmira. Ella, desanimada, no le atendió más visitas en su casa, y mi rival se volvió celoso hasta con su sombra.

El bendito día en que por curiosidad leyó mi diario, Carmelo se cayó de espaldas. Enseguida, se dirigió con mis historias donde Edelmira y, como era obvio, ella desmintió esos falsos testimonios, que solo de una mente perversa como la mía podrían haber salido. Lo despachó con una cachetada, como hacen las mujeres valientes con un granuja a quien descubren sus malvadas intenciones. No contento con la respuesta recibida, y lleno de rencor, Carmelo caminó hacia el cabaret de don Quintiliano, pero tampoco lo dejaron entrar por no tener la edad permitida. Como pudo, se las arregló para que el supuesto cornudo lo escuchara, y leyera la historia de amor de su infiel esposa escrita en mi diario. Esa noche, se escucharon gritos y golpes en la casa de mis vecinos. Si no es por la intervención de mi papá, hubiese sido asesinada la otrora hermosa Edelmira, quien quedó desfigurada con la mano de golpes que recibió del mancillado esposo. Trastornado por la ira que no podía contener, Don Quintiliano, botaba espuma por la boca, le mostró a mi papá el diario que yo había cocinado con mucho picante; amenazó con matarme si no le decía la verdad, y negara todo lo escrito en él. De casa a casa, mi papá pegó un grito que me hizo levantar de la cama. Al acudir a su llamado, abrió el diario delante de don Quintiliano y de la aporreada Edelmira, y les aseveré que todo era ficción; pero, el deshonrado esposo no me creyó, a pesar que confesé que la única mujer de mi vida era hasta ese momento la solitaria Blanca Palma. Regresamos a la casa, y mis padres decidieron aquella madrugada que la solución para yo no ir al “barrio de los acostados” era enviarme a la Capital a terminar el bachillerato, en el colegio de curas franceses, en donde habían estudiado los jóvenes de la «creme» del pueblo.

Entonces, viajé a la Capital. Mi ex amigo quedó solo, y descuidó los estudios, porque don Quintiliano, para agradecer su gesto de ser tan lambón, le permitió entrar al cabaret por la puerta de atrás, para que no lo viera la policía. A Carmelo le quedó gustando el ambiente del lupanar; se volvió cliente habitual; olvidó a Edelmira Trespalacios; abandonó los estudios; y se convirtió en un «chivo» más como Victoriano Currea, quien tenía pieza propia en el burdel. A Quintiliano Mariscal también le cambió la vida, su esposa quedó parapléjica por la golpiza recibida, y al no tener a otro familiar que la cuidara, le tocó a él hacerlo, dejando la administración del cabaret en manos de Carmelo Casanova.

Cuando terminé la secundaria, logré estudiar en la universidad Licenciatura en Literatura Universal. A partir de ese episodio tan vergonzoso, nació en mí la maña de escritor, que se inició con el falso testimonio que le hice a la despampanante Edelmira Trespalacios, pero que me sirvió para comprender que no sólo me había sacado del paso a un rival, sino también años después, para divertirme con el arte de escribir; conseguir a través de cartas amorosas una mujer de tiempo completo; y olvidar el fantasma de Blanca Palma.

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