Andrés Canedo / Bolivia
—Aunque tus habilidades para la danza sean muy limitadas, me gusta bailar contigo el Vals Nº 2 de Shostakovich. Será porque tu ligera arritmia, sumada al amor que te tengo y a la melancolía, a la tristeza de la música, la suma de las tres cosas, lo hacen un hecho casi mágico—me dijo ella.
Y así, en aquella sala pobre y pequeña de mi modesta vivienda, ambos danzábamos como príncipes vieneses, y también, como enloquecidos vagabundos bajo un puente, viéndonos las caras, sintiéndonos los cuerpos cercanos, celebrando aun en medio de la nostalgia, la alegría de nuestro amor, el preludio cierto de la otra danza sublime que bailaríamos, más tarde, entre el arrebato de las sábanas. Ella era linda, bailaba ballet, a veces destacada en algunos pas de trois, o pas de quattre. No era una “prima ballerina”, pero estaba entre las mejores. Talvez por eso sabía expresar el amor dándole a su cuerpo las formas que le surgían desde dentro, desde el fondo oculto del alma donde nacen las emociones. Claro que ella podía bailar, conmigo y mi inhabilidad, de todo: el Vals de las Flores o el de El lago de los cisnes, de Tchaikovsky, hasta El Danubio Azul, de Strauss, que a ambos nos recordaba la película Odisea del Espacio y que a mí me hacía perder el paso y provocaba la risa de ella. Y claro, ella, Teresa, sabía bailar mucho más, pero su espíritu se comprometía, se integraba, se entregaba totalmente, al vals de Shostakovich, yo acompañándola, como pésimo “partenaire”.
En las noches, sus muslos, sus piernas, talladas por Bernini, se enredaban en mi espalda y todo el esplendor de su cuerpo se expresaba en contorsiones, en el arqueado insólito de su espalda, en el vaivén en círculos de sus caderas, en la fruta dulce de su boca, en las cúpulas levemente saladas de sus pechos, en las erupciones cárneas de sus nalgas. Y todo ello lo generaba desde lo más hondo de su ser y me contaba de sus sentimientos en el idioma del amor. Y yo, claro, era un ser sensitivo, un minero que la taladraba buscando el metal precioso de su esencia y transmitiéndole mis mensajes de sueño y de luz. Pero era ella, la que, con su presencia, iluminaba las habitaciones y mi propia vida. En definitiva, en nuestra modestia e imperfección de seres humanos, éramos felices.
Solían viajar dos veces al año con el ballet, a otras ciudades del interior del país, y los días escasos pero enormes y oscuros de su ausencia, estallaban en alborozadas epifanías a su retorno. Entraba a casa, arrojaba su bolso de viaje al pasar la puerta y se desnudaba con la urgencia del viento y me arrastraba hacia la cama para hacer el amor. Premura de saborearnos para reconocernos, ratificación de la identidad verdadera, esclarecimiento de la lobreguez de los días solitarios. Luego, recién hablábamos, me contaba cómo le fue, me preguntaba cómo habían sido mis días.
Se vino un nuevo viaje. La “Maestra” le había confiado el protagonismo femenino en una coreografía de Roland Petit, sobre Bolero, de Ravel, que sería parte de un programa más extenso. Danza contemporánea, espasmódica y a la vez, bellamente plástica, difícil sin duda. Eso me contaba ella, que estaba exultante. La habían destacado y aunque el estreno sería en otra ciudad, yo podría verla cuando volviera y pusieran la obra aquí. Había ensayado hasta la extenuación, con dificultades que a ratos le parecían insuperables, pero que superaba con tesón y horas que le robaba al regreso a casa. Yo amaba el Bolero, había escrito un cuento sobre él, siguiendo la música en detalle, e imaginando, como lo hice desde mi adolescencia, que describía el acto del amor. Imaginaba que la indicada coreografía sería una historia de seducción hecha baile. Su compañero, era uno de los principales bailarines del grupo. Partió con seguridad y esperanza alentando en sus ojos de almendras; en su sonrisa, en su prisa por partir. Junto al ómnibus que los llevaba, su boca se me entregó ansiosa, intensa, pero un poco apresurada. Claro, iba hacia el primer gran desafío consigo misma, con el público, con esta pequeña parte del mundo que es nuestro país. Esa era su urgencia principal, el inicio del camino hacia la estrella de sus sueños.
Les fue bien la noche del estreno. La aplaudieron con fervor, hubo incluso, abundantes “bravo”. Eso me lo contó por teléfono, saliendo del teatro. Luego, desde el hotel fue más explícita. La “Maestra” de la compañía le había dicho: “Me alegro de haberte elegido como solista. Sabía que no me equivocaría”. Su compañero, le había dado un abrazo intenso y la había felicitado. El resto de los bailarines también. Me alegré con ella, su triunfo era como si fuera mío; sus sueños y realizaciones los vivía como propios. El segundo día también fue excelente, con un público aun más eufórico. Aguardé la tercera noche, confiado en que sería un nuevo éxito y anticipándome a la alegría de saber que al día siguiente retornarían.
Sabía que siempre, al terminar esas cortas temporadas, había un cóctel de agasajo, por eso es que no me extrañé al no recibir la llamada habitual en cuanto salían del teatro, pasaditas las once de la noche. Yo esperaba oír su voz, su alegría y también que me contara, una vez más, de aquella sensación de vacío que dicen que se siente al concluir un ciclo de funciones. Imaginaba también, cómo haríamos el amor la noche siguiente, cuando ella ya estaría nuevamente en casa. Veía asimismo en mi imaginación, su llamada al llegar, diciéndome apenas, “ya estoy en el taxi”; veía su entrar en la casa, tirando su bolso de viaje junto a la puerta a la que cerraría de una patada, su quitarse desenfrenado de la ropa, su llegar desnuda a la cama; veía cómo nos amaríamos con avidez, con la pasión desbordada, como si fuera la primera vez; presentía su cuerpo, su frescura siempre renovada, sus concavidades mágicas, la pericia y la exaltación de sus movimientos. No me avergonzaba de pensar así. Era el amor, nada más ni nada menos que el amor.
A las doce menos cuarto sonó el teléfono. No era su voz. Reconocí el tono grave y las leves resonancias extranjeras de la “maestra”. “Carlos, le habla Irina. Lamento comunicarle que Teresa sufrió un accidente. Salió corriendo del teatro, me dicen sus compañeras que para comprar una tarjeta telefónica. No vio un auto que venía a toda velocidad, conducido por un ebrio. La atropelló. Lo siento mucho. Ha fallecido”. Un grito desgarrado salió de mi boca, que se transformó en la palabra “¿Cómo?”. No pude decir más. Oí apenas que Irina agregó: “La Alcaldía local ha hecho todos los arreglos para trasladar el cadáver, en el primer avión de la mañana”. Luego, como si estuviera en medio de una alucinación, escuché algunas palabras de consuelo, oí, como si la voz proviniera de otra galaxia, algo del homenaje que le haría el Ballet, aquí. Lo demás, los días siguientes, fueron como una crónica del horror.
Ha pasado un mes. Hoy, pude salir de casa y hablé con Tatiana, su mejor amiga dentro del grupo de danza. El encontrarme con alguien que Teresa había amado, era como recuperar pedazos de su vida y de su espíritu. Vana ilusión, sin embargo, porque en su agridulce realidad, finalmente sólo incrementaba el dolor. Me contó que esa noche, al terminar la temporada, durante el cóctel hubo un breve acto, en el que el Alcalde local, entregó dos esculturas pequeñas, estatuillas, como distinciones, a la Prima Ballerina, y la otra para Teresa, como Bailarina Revelación. Teresa estaba tan feliz, que en cuanto pudieron evadirse del acto, quiso llamarme y se dio cuenta de que su teléfono estaba sin crédito. Notó que estaba abierto el quiosco frente al teatro, y corrió a tratar de comprar la tarjeta. No vio venir el auto de la tragedia. Tatiana y muchos compañeros del grupo que todavía estaban en la puerta del teatro vieron el accidente. Algunos corrieron hacia allí y detuvieron al tipo que lo manejaba, que está preso. Las lágrimas, en silencio, corrieron por mi cara, mientras Tatiana me sujetaba la mano con la fuerza y el calor del cariño. En la casa, en mi casa muerta, en mi casa desolada, en un estante de la sala, está la distinción que le dieron y que remeda, lejanamente, el cuerpo de una bailarina.