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¡Cuidado! Está usted entrando en un museo

Manuel Burón Díaz

El cuadro completo. La historia colonial del arte en nuestros museos
Alice Procter
Madrid, Capitán Swing, 2024
352 págs.

El 21 de junio de 1871, un joven Friedrich Nietzsche escribía desolado a su amigo Von Gersdorff. Habían incendiado el Museo del Louvre. «La noticia me dejó anonadado durante varios días, me deshacía en lágrimas y dudas: empecé a ver el conjunto de nuestra existencia científica, filosófica y artística como un absurdo, porque solo un día basta para borrar las supremas maravillas de periodos enteros del arte». Por supuesto, la noticia de que, durante la Comuna de París, el museo y todo lo que contenía había sido reducidos a cenizas era falsa.

Y sin embargo Nietzsche abría la puerta, nada, una breve pero definitiva rendija, a justificar dicha pérdida. «No obstante mi extremo pesar, no estaba en condiciones de arrojar la más mínima piedra a esos profanadores, que para mí solo eran agentes de la culpabilidad universal ¡sobre la que tanto hay que meditar!».

Y vaya si se ha meditado. Uno de los grandes debates acerca del museo gira hoy precisamente en torno a esa cuestión. ¿Cómo algunos objetos y símbolos han pasado a encarnar la culpabilidad de ciertos episodios del pasado?, ¿qué hacer con este llamado «patrimonio incómodo», con ese «pasado sucio», como una vez lo llamó el historiador Álvarez Junco?, ¿y con las grandes colecciones reunidas en su mayoría durante el avasallador siglo XIX europeo?, ¿en qué ocasiones conviene restituir o resignificar los objetos más problemáticos?

Varios libros recientes han abordado tales cuestiones, al calor de procesos tan en boga como la descolonización de los museos, la reclamación y repatriación de patrimonio, la memoria histórica o la sustitución y derribo de monumentos. Como aquel escrito por Dan Hicks de título tan ocurrente como significativo, The Brutish Museums: The Benin Bronzes, Colonial Violence and Cultural Restitution (Pluto Press, 2020). O también la obra de Alice Procter, recientemente traducida al español, El cuadro completo. La historia colonial del arte en nuestros museos (Capitán Swing, 2024).

En todas ellas se dibuja una imagen del museo y de su historia muy diferente a la acostumbrada, no como un lugar de investigación y conocimiento, sino de dominación; no de resguardo de lo maravilloso y de contemplación de lo sublime, sino de lo atroz; no como una institución que puede iluminar la historia, el arte o la ciencia, sino, al contrario, que oculta lo más perverso del pasado occidental, mudo testigo de la culpabilidad universal, por decirlo a la manera de Nietzsche.

¿De dónde proviene esta tan oscura visión del museo, propensa a buscar en ellos los males y violencias del pasado? A este respecto suele remitirse a un momento y a un autor. El momento sería 1968, cuando los movimientos contraculturales identificaron en el museo una de esas antiguas y aborrecibles autoridades que convenía superar. El autor, es todavía hoy uno de los más citados por investigadores y estudiantes de historia, Michel Foucault1.

Foucault, como es sabido, dedicó su obra a indagar en la oscura naturaleza de nuestras instituciones, desvelando la nunca inocente relación que se da entre conocimiento y poder. Foucault se ocupó de muchos saberes e instituciones a lo largo de su vida: desde la psiquiatría en Historia de la locura en Occidente (1961) a la sexualidad; desde la medicina en El nacimiento de la clínica (1963) a la prisión en Vigilar y castigar (1975) o las ciencias humanas en Las palabras y las cosas (1966), pero hubo una que nunca llegó a abordar, dejando el camino libre a sus muchos seguidores: el museo2.

Fue un sociólogo australiano, Tony Bennett, quien antes y con más éxito seguiría por ese camino. En su libro The Birth of the Museum: History, theory, politics (Routledge, 1995) comparaba a esta institución con el famoso panóptico de Bentham; recuérdese, ese ingenio ideado para vigilar a los prisioneros sin que estos si quiera se apercibieran. El museo sería la otra cara del panóptico, pues, dirá Bennett, mientras «uno estaría para ser visto, otro para que todos vieran».

No deja de ser una paradoja que aquella institución, el museo moderno y público, que había nacido con la Revolución Francesa, precisamente de la nacionalización de las colecciones privadas de la Iglesia y de la realeza, puestas desde entonces a disposición del pueblo para su elevación y disfrute, que esa institución, decimos, comenzara a ser vista, dos siglos después, como una de las más refinadas tecnologías de dominio.

De esta sustanciosa contradicción, entre otras muchas cosas, se ocupa otro ensayo de reciente aparición. Lo ha escrito Daniel Rico, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, y lleva por título ¿Quién teme a Francisco Franco? Memoria, patrimonio y democracia (Anagrama, 2024). Rico se centra en monumentos, es verdad, desde las primeras leyes sobre patrimonio durante la Revolución Francesa hasta la actual Memoria Democrática en España, pero la cuestión acaso sea la misma, la de una suerte de sustancia histórica adherida en nuestras calles y galerías que ha de ser de alguna manera redimida, si acaso no purgada. La del ejercicio de discernimiento que todo periodo ha de realizar entre conservar o derribar los objetos y símbolos que hereda.

Al respecto, Rico lo tiene claro: conservar, aunque sea como testigo de las maldades del pasado. Esa fue también, tras su primer y terrible ímpetu iconoclasta, la opinión que se acabaría imponiendo entre los primeros diputados de la Asamblea francesa. En palabras de uno de ellos, Jean Dusaulx, «las antigüedades (aunque sean) aristocráticas, no deben perderse. Conservémoslas como ídolos del horror. Que en la posteridad podamos decir: “Hace dos mil años los déspotas eran apreciados en la tierra. Los déspotas ya no existen”». Hoy sabemos que los déspotas no se fueron, incluso estamos en condiciones de afirmar que hoy regresan con vigor renovado, pero la cuestión de qué hacer con el patrimonio continúa.

Quizás, parece pensar Rico, al igual que en 1789, hayamos llegado demasiado lejos al considerar el museo, el arte y la historia como aspectos exclusivamente políticos de nuestra realidad, derramando como consecuencia sobre todo ello nuestras demandas e inquietudes. Así de categórica se muestra en su obra Alice Procter. «Todo arte es político. Todo lo que alberga un museo es político, porque está determinado por las políticas del mundo que lo creó».

Y es difícil estar de acuerdo con ella. La pregunta no es si realmente se puede politizar todo: ¿cómo politizar a Tiziano? Recuerdo todavía la pregunta que le hicieron al actual director del Museo del Prado en la inauguración de la, por otra parte excelente, exposición Pasiones mitológicas (2021), cuando alguien entre el público exigió al museo responsabilidades por exponer «recuerdos de violencia», «mujeres violadas en directo». ¿Cómo hacerlo asimismo con una antigua estatua griega? Procter llega al punto de condenar la «blanquitud» de las obras de Fidias, de Praxíteles o de Policleto por responder a un «mito racializado que sitúa a Europa en el centro de toda la civilización, tanto por su color como por la representación de sujetos predominantemente blancos». ¿Cómo convertir, por último, en algo político aquel pequeño trozo de pared amarilla de la Vista de Delft de Vermeer que tanto fascinaba («como una belleza que se basta a sí misma») a Marcel Proust? La pregunta, decimos, no es si todo ello es susceptible de ser hoy politizado, utilizado en nuestras pequeñas y siempre justas batallas del presente, sino todo lo que perdemos al hacerlo.

Por supuesto, que la crítica institucional al museo ha sido muy útil a la hora de llamar la atención sobre el robo o expolio de patrimonio, o de rescatar «a la infinidad de perdedores que el matadero de la historia y el huracán del progreso van dejando en la cuneta», por decirlo en palabras de Daniel Rico, pero todo ello se hace muchas veces al precio de sacrificar la historia al presente, reservándose por lo demás sus autores la vanidad de erigirse ya no en historiadores, sino acaso en algo más (o algo menos), en implacables jueces del pasado.

Además, si, como sostenía Foucault, todo saber responde a un poder, podríamos nosotros también inquirir ¿qué poder se esconde bajo la crítica o la descolonización de los museos? ¿cómo no sospechar, también, de las filosofías de la sospecha? Porque el filósofo alemán Jürgen Habermas ya señaló una vez que, bajo toda esa corriente, esa que va desde Nietzsche a Foucault y en adelante, «no se oculta otra cosa que complicidad con una ya vieja e incluso venerable tradición de contrailustración», es decir, de crítica a la razón, tan occidental y avasalladora, por cierto, como pueda ser la misma razón.

Aunque quizás hayan sido dos historiadoras americanas, una argentina y otra mexicana, quienes mejor han sabido poner límites al dominio que sobre la historia de los museos tienen hoy tales perspectivas. Irina Podgorny en El sendero del tiempo y de las causas accidentales (Prohistoria, 2009) y Miruna Achim en From Idols to Antiquity. Forging the National Museum of Mexico (University of Nebraska, 2017) estudiaron la creación de dos de los principales museos americanos. Al acudir a las fuentes no encontraron nada de lo que Foucault había sospechado. Ni omnímodas estructuras de dominio, ni mecanismos disciplinarios, tampoco violencias especialmente atroces. Al contrario, más bien comprobaron que la historia de los museos estuvo caracterizada por la falta de apoyos, de constancia, de financiación, siempre fruto de los azares y resultado de la labor de unos pocos. Era la historia quien acabaría desenmascarando a esa manera de mirar el pasado —sugerente, escrutadora, anacrónica— que, sin atender a la historia, sobre ella proyecta sus sospechas.

Bibliografía

-Miruna Achim, From Idols to Antiquity. Forging the National Museum of Mexico,University of Nebraska, Lincoln & London, 2017.
-Tony Bennett, The Birth of the Museum: History, theory, politics, London & New York, Routledge, 1995
-Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus, 1989.
-Dan Hicks, The Brutish Museums: The Benin Bronzes, Colonial Violence and Cultural Restitution, London, Pluto Press, 2020.
-Irina Podgorny, El sendero del tiempo y de las causas accidentales, Rosario,Prohistoria, 2009.
-Alice Procter, El cuadro completo. La historia colonial del arte en nuestros museos, Madrid, Capitán Swing, 2024.
-Daniel Rico, ¿Quién teme a Francisco Franco? Memoria, patrimonio y democracia, Barcelona, Anagrama, 2024

Manuel Burón Díaz es doctor en Historia y profesor del Área de América en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de Cinco Crónicas Americanas (Ladera Norte, 2025) y El patrimonio recobrado. Museos indígenas en México y Nueva Zelanda (Marcial Pons, 2019). Ha sido colaborador habitual en la sección de cultura de periódicos como El Mundo The Objective.

  1. Así lo afirmaba un reciente artículo científico basado en la conocida base de datos Web of Science, Michel Foucault lideraba la lista de autores más citados en artículos científicos de historia con mucha diferencia sobre los demás. En segunda posición el historiador británico Eric. J. Hobsbawm (curiosamente uno de los pocos historiadores de la lista) y el sociólogo francés Pierre Bourdie. Véase Research Evaluation, 2019, vol. 28, n.º 4. ↩︎
  2. En realidad, Foucault sí habló del museo. En una conferencia en el Cercle des études architecturals el 14 de mayo de 1967, no publicada por expreso deseo suyo hasta su muerte. Allí argüía que «la idea de acumular todo, la idea de constituir una suerte de archivo general, la voluntad de encerrar todos los tiempos (…) todo eso pertenece a nuestra modernidad. El museo y la biblioteca son heterotopías propias de la cultura occidental». La utilización de la palabra «acumulación», de tan claro aroma marxista, no era algo casual, abriendo la puerta a esa perfecta analogía, hoy ya consolidada, entre coleccionismo y colonialismo. 

Imagen: Jan Vermeer-vida y estilo del gran pintor holandés

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