Lo único que sabemos, con cierta certeza, es que no será eterno. Todo lo demás está sujeto a escrutinio, a pasar por la prueba de los hechos. De ahí, que me produzcan un intenso espasmo las profecías que se multiplican despiadadamente: sean de filósofos, epidemiólogos o, en general, de augures y dirigentes de cualquier laya,.
Los que garantizan que “el mundo será otro” o que “no cambiará”; que la “globalización y el capitalismo” van al despeñadero seguro; que “seremos mejores”, o peores; parecen olvidar que estamos en medio -¿o al principio?- de la pandemia. Porque, si hacemos de China nuestro reloj y referencia, por haber sido la primera en sumergirse y, prestamente, en contener la epidemia, estamos expuestos a múltiples y temibles sorpresas.
Hasta ahora no está establecido si existen las reinfecciones; nuestro conocimiento sobre las mutaciones virales ya producidas es precario, para no hablar de la eficacia real de algunos medicamentos. Los epidemiólogos no atinan a explicar las discrepancias abismales estadísticas que se encuentran entre modelos y realidades. Con esta lista corta, que puede hacerse muy extensa, ¿existe verdaderamente base para tantos pronósticos y pontificaciones?
El hambre de pistas es (o debería ser) mayor entre los que gobiernan; más, si lo hacen de manera provisoria y con horizonte nuboso, como nos pasa en Bolivia. Ellos deciden lo que duran los encierros, sus límites geográficos y temporales, la dureza de su cumplimiento y, también, cuando y como se levantan. Si la precariedad de las previsiones epidemiológicas es grande, la de las perspectivas del ejercicio del poder público es mayor.
Este martes se conocerán las determinaciones sobre la cuarentena que fenece. Se nos ha prometido que se adoptarán con base a criterios científicos, pero, el nudo con que nos topamos es que en ese campo estamos prácticamente a ciegas. La base de esa información depende del número de test de contagio que se tomen entre la población y, en esa materia, estamos completamente atrasados en relación a nuestros vecinos.
Nadie conoce con anticipación cómo se expresarán los temores, las frustraciones, la ira o el malhumor que produce el estar enjaulados. Y, luego, los de volver a transitar y exponerse. Para atenuar esos fuertes sentimientos es preciso que no haya duda de que estamos siendo tratados con auténtica igualdad jurídica y práctica, lo que no está ocurriendo.
Se precisa que los esfuerzos y sacrificios se distribuyan de manera escrupulosamente equitativa. Que el sistema de contención contemple a hospitales y clínicas privadas, como lo hizo Irlanda; que se ponga freno a tendencias alcistas de los medicamentos e insumos sanitarios, en general. Que se perciba que existen previsiones que se cumplen y que vayan más allá del control de circulación.
Los recortes de salarios de altos funcionarios y de los legisladores pueden parecer una gota, frente al mar de las necesidades que enfrentamos, pero su efecto demostrativo ante los cientos de miles que están perdiendo el sustento diario tiene una importancia decisiva frente a todo lo que aun viene.
Si alguien esperaba capitalizar las cuarentenas, es tiempo de desengañarse. Eso significa que las complicadas y delicadas decisiones que necesitan tomarse se enredarán y dificultarán, mientras crezca la duda sobre si las decisiones se toman para resolver problemas reales, o pensando en cosechar resultados políticos.
Mientras más se extiendan el estado de emergencia y las medidas excepcionales, más incompatibles resultan las candidaturas con el ejercicio del poder.
Este virus que ataca en todos lados, más o menos democráticamente (“del hijo del pescador a la princesa real”), ostenta la capacidad de hacernos sentir sencillamente desnudos y ateridos. No nos arropan ni la ciencia, ni la religión, mucho menos la política. Esta nuestra desnudez nos golpea tan implacablemente, porque tiene el tamaño la inmensidad de nuestra ignorancia, como especie y como individuos que somos parte de ella.
De allí que prácticamente la multiplicación de profecías o “proyecciones” parecen más bien desesperados intentos por cubrir artificialmente los límites a los que nos enfrentamos. Los argumentos y augurios más traicioneros, y posiblemente los más interesados, son los que comparan lo que está pasando con algún tipo de guerra. El hacerlo sin considerar las grandes diferencias, da la impresión que pretenden empujarnos a la resignación y al acatamiento de imposiciones.
Es cierto que necesitamos, como nunca antes, desplegar una disciplina que no ha sido nuestro fuerte, y tiene que hacerse junto al coraje, la iniciativa y la creatividad requeridos para que al salir de todos los encierros asumamos mayores responsabilidades todos en la construcción de una realidad muy distinta a la que nos ha conducido a esta encerrona.
Roger Cortez Hurtado es director del Instituto Alternativo.