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Cuando sólo queda la esperanza

Mirna Echave Mallea

Nadie quiso tocarlo porque creían que tenía coronavirus. Allí, sobre una de las camillas del Hospital Obrero, Javier se retorcía, babeaba y luchaba por respirar, mientras involuntariamente mordía su lengua y sus brazos estirados parecía que se darían vuelta por la tensión y la fuerza. Celia entró y empujó a una de las enfermeras que observaba, impasible, cómo de a poco sus labios y su rostro se tornaban azules por la sangre que parecía que iba a estallar.

Lo tomó de la cabeza y le gritó: ¡Javier respirá, respirá, por favor amor! A ella, las enfermeras y el auxiliar, un estudiante joven de bata blanca, que estaban estaban en ese momento, tampoco se animaban a acercarse. Sólo cuando, con un alarido de dolor, él logró hacer pasar el aire por su tráquea, un médico que llegó por el bullicio, le pidió a Celia que se retirara.

En los bancos fríos de la sala de emergencias, nuevamente ella escuchó los gritos aterradores de un nuevo ataque, su corazón se congeló unos segundos porque ya no pudo ayudarlo. Le invadieron la desesperación, rabia e impotencia, mientras buscaba la forma de acercarse, de ayudarlo y de darse a sí misma ánimos, porque ya había pasado como una hora desde que empezaron estos ataques y, a cada momento, creía que él dejaría de respirar para siempre. Fueron momentos desoladores, hasta que la inyección de algún medicamento y la mascarilla de oxígeno por fin empezaron a hacer efecto y a relajarlo. Rendido, Javier quedó dormido.

Mientras esperaba el informe médico, Celia vio por la ventana cómo una ambulancia paró fuera del hospital. El paciente, un hombre evidentemente mayor, era llevado con toda seguridad al subsuelo del edificio, donde reunían a todos los “sospechosos” de portar el virus tan temido en el mundo. El hombre parecía resignado, cabizbajo y poco abrigado, llevaba una mascarilla barata, caminaba sin ayuda, lentamente, como si fuera a ingresar a un espacio de donde no saldría.

El hospital es frío. El personal médico separó la cama de Javier del resto de los pacientes de emergencias, mientras se confirmaba su diagnóstico. Llegó otro vehículo blanco, que traía a una mujer que cayó desde su silla, tras quedarse inconsciente repentinamente. Dicen que fue mientras trabajaba, pese a la cuarentena, en una entidad estatal importante. De veía delicada, despertaba y se desmayaba, balbuceaba, no podia pronunciar palabras. La llevaron a sacarle una tomografía.

Pasaron dos horas y Javier no despertaba. La enfermera dijo que él también necesitaba una tomografía, pese a que dos días antes le tomaron una en el mismo hospital, pero no hallaron nada fuera de lo normal y le recetaron pastillas para el dolor de cabeza. Celia alistaba todos los papeles que le pedían.

Ella escuchó de labios del médico que probablemente su esposo tenía meningitis, y que no habría muchas esperanzas en caso de confirmarse, pese a su edad. Ambos apenas han cruzado los 30 años, tienen dos hijos y reanudaban su relación después de una pelea.

“Teníamos tantos planes”. Ella dejó caer las palabras como un gran peso, antes que detrás de cada letra rodaran las lágrimas que bañaban sus proyectos.

Cada minuto era cada vez más frío. Se sentía el segundero, como pasos sobre la noche que inundaba las calles vacías de La Paz, en una zona donde casi siempre había hileras y trancaderas de vehículos, que iban hacia un mundo que ahora no podía imaginarse restablecido, sin este maldito virus.

Un médico joven, con acento caribeño, extranjero, especializado en neurología, se acercó a Celia y le preguntó si Javier en algún momento tuvo dolor de muelas. “Sí le dolía. No se le hinchó. Su caries no parece grande. También le dolía la garganta”. En su momento creyeron que eran las amígdalas. Él acudió a la farmacia y le “pincharon” con algún medicamento para el dolor y la inflamación.

“Señora, entonces puede ser una infección que bajó a sus pulmones y subió a su cabeza. Haremos una resonancia. Pero puede que su estado sea muy grave».

Hasta ese momento, en que se le congelaron las piernas y los brazos, ella no se había fijado que seguía con el pijama con el que había saltado de la cama cuando a él le dio su primer ataque.

Era de madrugada. Esporádicamente pasaba algún vehículo. La camilla en la que estaba Javier ya subió, bajó, esperó, entró y salió de varios laboratorios y salas de análisis. Él seguía dormido, tal vez cansado por la batalla por su vida. Ella no sentía sueño, sólo frío, desolación y desesperanza.

Cuando los resultados de la resonancia salieron, ya no se encontraba el médico. “Es urgente, lo dice en la solicitud”, le pidió Celia a la enfermera. “El doctor ya se fue a descansar, pero no se preocupe, le voy a pasar las imágenes por WhatsApp”, respondió.

Nuevamente a esperar.

La luz del sol no tardó en llegar. Aún era temprano, pero el nuevo profesional de turno confirmó que Javier tenía una infección que había invadido casi la totalidad de uno de sus pulmones y había una inflamación en su cabeza, “líquido” que había que tratar. Era necesario llevarlo a una sala de terapia intensiva. Ninguna estaba libre en este hospital. Empezaron las gestiones, llamadas y consultas.

Celia vio que desde la puerta del subsuelo salió un hombre con un traje blanco que lo cubría de pies a cabeza. Su rostro sólo llevaba unas gafas transparentes que protegian sus ojos, y el barbijo era tan amplio que tapaba la mayor parte de su cara. Llevaba guantes blancos desechables. Llegó a la acera y le pidió un queque a la casera que vende en el lugar. Ella, sólo protegida con barbijo, lo atendió normalmente, le recibió el dinero y hasta se nota que le dio cambio. Él, apurado, llevó su alimento embolsado nuevamente al sector restringido.

Tras el resultado que descartaba que Javier tuviera coronavirus, a las dos de la tarde, una ambulancia se lo llevó a una sala de Terapia Intensiva del CIES.

Hasta ese momento, unas diez personas habían ingresado a las salas de confinamiento y tratamiento especial del subsuelo de Hospital Obrero. El hombre mayor no había salido y, en emergencias, la mujer con derrame cerebral había cerrado sus ojos sin aparente esperanza, según los trabajadores de salud.

Celia tuvo que tomar la moto de Javier, y sin permiso ni licencia, tuvo que ir y venir de su casa los cuatro días que él estuvo en esa clínica. Tuvo de dar decenas de explicaciones a policías y militares sobre la emergencia. Un perro que salió de una unidad policial la mordió justo el último día, pero esa herida no era nada en comparación con lo que enfrentaban con su familia. Javier respondía a su tratamiento. “Es que como es joven aguantó”, aseguraron los que lo atendieron. Porque según estadísticas, ocho de cada 10 mueren con este problema.

Cada día, al llegar a casa, su hermana le ayudaba a rociarse agua con lavandina antes de entrar al patio. Una bata y a la ducha, antes de tocar a sus hijos, abrazarlos, servirles la comida, antes de rezar por Javier, antes de caer tendida en su cama, ahora más fría y grande por ese vacío, mientras los niños se distraían con sus juegos, bajo la mirada de la abuela, quien se alegró al saber que el yerno pasó a una sala común.

Como entre sueños, Celia escuchó las noticias. «Hoy dos personas más murieron en La Paz por Covid-19… Parece que la cuarentena se va a ampliar en algunas regiones… En un hospital los trabajadores de salud anunciaron que no atenderán a enfermos de coronavirus si no les dan el equipo necesario».

Otra noticia… «Una familia inicia una demanda por negligencia, es que alguien murió por la supuesta falta de cuidados». “Seguramente era alguien con plata, porque nosotros estamos a merced de lo que nos toque en el seguro. Qué podemos hacer, sólo rezar… y tantos no tienen ni esa atención”, dice ella antes de apagarse, cansada, aunque ahora con esperanza.

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