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Conversar al caer el día

Andrés Canedo

Ahora que estoy viejo, suelo caminar a la cercana y descuidada plaza que hay en la esquina de mi casa. Lo hago siempre al atardecer porque los tonos del cielo en el día muriente, suelen ser espléndidos y porque, todavía, los pájaros del otoño llegan a refugiarse de la noche en los árboles pródigos y generosos. Por lo general, doy algunas vueltas a su diseño cuadrado, a manera de ejercicio, más porque mis hijos me lo exigen que por verdadera voluntad, y al cabo, me siento un rato en uno de sus bancos, solitario como suele estarlo la plaza misma. Sólo el vigilante de una de las empresas de medicamentos que está en una vereda del frente, me suele saludar porque ya se acostumbró a mis visitas y, de esas repeticiones, nació ese esbozo de amistad.

Hoy, sin embargo, apareció de pronto y se sentó junto a mí, es decir en la otra punta del banco, un hombre joven, cubierto con barbijo como lo estaba yo, por esto de la pandemia. Podía haberlo hecho en cualquiera de los 20 o más asientos que hay alrededor de la plaza, pero no, lo hizo en el que estaba yo. No me alarmé, algo desde dentro de mí, me dijo que no podía ser peligroso. El joven, sin mirarme, de pronto habló estas palabras.

−Yo también escribo. Sé que es absurdo, en este país y en este tiempo. No obstante, el hacerlo me limpia, me pacifica el alma.

Me sorprendió, claro. “Yo también escribo”, implicaba “como usted”. Lo del país y el tiempo eran casi un tópico y, lo de la escritura para pacificar el alma era lo que, posiblemente, todos los que lo hacemos sentimos. No quise responderle con la pregunta obvia, y le dije.

−El amor por las palabras, el tratar de expresarnos a través de ellas, suele ser además de pacificador, pernicioso, porque derruye la fe, ya que a veces te preguntas por qué realmente lo haces, por qué y para quién.

−Algo quedará, ¿no le parece? Las palabras son como un ensueño, y todos necesitamos ensueños en la medida en que la ilusión pueda ser también esperanza.

−“La cochina esperanza”, solía decir Anouilh.

−Sé que a usted le gusta citar esa frase de Antígona, en la versión del dramaturgo francés. Pero, finalmente, la esperanza es lo que nos queda para aferrarnos a los que no tenemos el heroísmo ni la resolución suicida de Antígona. Tal vez, al enfrentar, al aceptar la muerte, uno pueda lanzar ese desafío. Mientras tanto, a los simplemente humanos, no les queda más que la esperanza y la lucha contínua para hacerla realidad. Es poco, sí, pero también es mucho.

Me di cuenta de que él sabía cosas de mí, tal vez más de las que imaginaba. Pero decidí aceptarlo así. Total, ya el cielo empezaba a oscurecerse y las luces de la plaza se encendían automáticamente para intentar, vanamente, competir con las estrellas. Todo fue adquiriendo una tonalidad engañosa como de sueño.

−Lo sé −le respondí−, pero la existencia que suele ser dura y oscura, se va convirtiendo en una larga sucesión de expectativas y desengaños. Eso es la literatura, por ejemplo, el oficio doloroso de escribir.

−Sí, eso nos pasa sobre todo en este país del desencanto. Sin embargo, uno debe seguir diciendo, buscando esas palabras, que en horas como esta, parecen estar flotando como colgadas de la luna y uno se esfuerza en atraparlas.

−Esas palabras mágicas y rebeldes, claro, que vienen cuando los recuerdos nos sacuden, ahora que el amor ya no canta y sólo nos queda la pena innombrable de las mujeres idas.

−Sé también de esas sus penas –dijo él−, sé que el compartirlas es una de las escasas fraternidades posibles, una oportunidad de la ternura que comparten y sufren casi todos los humanos. Porque los amores perdidos, para hombres y mujeres, son la única posibilidad de comunión secreta entre los que poseemos la oposición del pulgar, la hondura de los sentimientos y la mente atrevida, como rasgos distintivos.

−Y entonces se apodera de nosotros el frío atroz del recuerdo, que logra vencer a la a veces deseada oscuridad amarga de la desmemoria. ¡Cuántas veces, inútilmente, hemos emprendido la tarea de sórdida de pretender borrar la memoria!

Sus ojos, por encima de la mascarilla sanitaria, han cobrado una intensidad rotunda. De pronto, ya no me parece un joven. Ha envejecido súbitamente. Pienso que se parece a mí.

−Es cierto –me replicó él−. A veces suplicamos por un viento que se lleve las flores muertas del ayer, las sonrisas nubladas de tristeza de algún amor que abandonamos en una encrucijada del camino, para evitar así el llanto que nos traen los recuerdos.

−Aquellos días en que nos miraban los ojos del amor, esos días de soles y fragancias… de cuerpos y almas entremezclados quemando el cielo… –musité yo.

−Es que transitamos por caminos regados por la pena, tratando de hacer desaparecer el recuerdo de aquellos besos que dejaron de pertenecernos.

Permanecimos un rato en silencio. El frescor del otoño comenzó a transformarse en frío, entonces me abracé el pecho y dije.

−A veces, como hoy, a pesar de su belleza, las puestas de sol pesan como un coágulo en el alma. Y la impertinencia de la memoria se desata, y vuelvo a verme, clavado en la cruz de tantos brazos perdidos y me precipito en el vértigo impetuoso que me ofrecían aquellos ojos de luces. La imagen de sus ojos vibrantes y su cuerpo desbordado de cariño. Pero ahora, me sé desposeído y entonces me avasalla el rencor de los sueños que partieron. Mala cosa esta. Mala cosa y objeto preciso para generar palabras y letras.

El hombre que está a mi lado, es ahora un anciano. Lo percibo cuando giro el rostro para verlo. De alguna manera lo reconozco. “Ese hombre soy yo”, pienso.

−Así es –me contesta−. Durante las horas prolongadas o fugaces del anochecer, solemos vislumbrar la niebla cubriendo cuerpos y almas. Entonces, es necesaria la fuerza purificadora del perdón. Es necesario perdonar y perdonarnos, antes de que empecemos a sentir en la boca el gusto indefinible de la muerte que se aproxima.

−A pesar de la vecindad de la muerte, amigo, en mí perviven las tentaciones, que sé que no son más que vana ilusión. Es que ya viene entrando la noche y en mí, permanecen las ausencias.

−Bien señor, lo de la pervivencia de las tentaciones, aunque parezcan vana ilusión. Ellas hacen que los años no nos vuelvan mansos. Además, mientras estamos vivos, es inútil pretender ingresar al imposible país del olvido.

−Lo es –le respondo−, porque está todo lo que hicimos y lo que dejamos de hacer, y entre eso, escondidos, se generan los momentos ignotos en los que se delinea el destino de un hombre, de un ser humano, quiero decir.

Él me mira con ternura y se pone de pie. “Me tengo que ir”, me dice y se marcha ligero como si estuviera flotando en el aire. No pudimos decirnos adiós, pero sé que eso no es necesario. Al cabo de un rato me levanté y caminé los 101 pasos hasta mi casa. Iba pensando hondamente. ¿Fue real ese encuentro o lo imaginé? ¿Fue vida o sueño? Tampoco importa. Tengo ganas de contar esto. Las palabras, perniciosas o generadoras de paz, allí están pugnando por hacerse luz. “Tengo que escribirlo”, me digo, mientras abro la puerta.

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