Harold Kurt
Cerradas todas las ventanas miro, y silencio tan hondo en él se advierte, que parece ese lúgubre retiro, la mansión misteriosa de la Muerte. Heinrich Heine
Los primeros rayos del sol se filtran a través de los barrotes de mi celda, y con mi mejilla apoyada en la fría ventana, contemplo mi último amanecer. En unas horas, mis ojos se cerrarán para siempre. Al caer la tarde, los guardias vendrán a buscarme, conduciéndome por un estrecho pasillo bañado en una luz pálida y mortecina, hacia el inexorable suplicio de mi muerte. Con paso cansino, arrastraré las pesadas cadenas que aprisionan mis pies, aproximándome con silenciosa dignidad y aparente indolencia a mi hora final.
Moriré, sí, moriré, y las imágenes que nacen de esa certeza me atormentan sin cesar. Intento distraerme, anhelo un mañana que ya no existe para mí. Las visiones de la muerte vuelven una y otra vez, como si un demonio perverso las inyectara en mi conciencia, causando una angustia y desesperación indescriptibles. Estoy confundido. Intento soñar, intento escapar en un vuelo imaginario atravesando los barrotes de esta prisión, pero no puedo, y mi esperanza se desploma como Dédalo bajo el sol.
Hace muchas noches que no encuentro descanso, y cuando intento cerrar los ojos, unos débiles murmullos, casi imperceptibles, provenientes del exterior de mi celda, invaden mi somnolencia como aleteos de aves rapaces revoloteando sobre el tejado. Parecen esperar que mi cuerpo les sea arrojado para alimentarse de mis entrañas. Esta espera, mezcla de congoja y tormento, parece no tener fin. Las últimas horas de mi vida se hacen interminables.
Una semana ha transcurrido desde que dictaron mi sentencia, y el momento de mi ejecución ha llegado. Día tras día, no quise pensar en este momento, pero ese pensamiento recurría, y cada día transcurrió para mí como si fueran meses, años. Me dejaron sentado esperando mi muerte; ha sido una tortura inhumana. Con este encierro, ya mataron mi alma. La soledad y la oscuridad me derrotan, y este silencio, este crudo silencio, me ahoga. Mi nombre se perderá en la nada, pero mi historia, esta historia de horror y desesperación, quedará grabada en las paredes de esta celda, como un eco eterno de mi injusto sufrimiento.
La tarde de ayer fue insoportable. Luego de que el sol se ocultara en el horizonte, intenté dormir, pero no pude. Me quedé toda la noche frente a la ventana hasta ver amanecer. Ahora oigo pasos, pasos que se acercan. Una sombra aparece detrás de las rejas, como si fuera el fantasma de algún condenado flotando sobre el pasillo. Se detiene y avanza unos metros. La luz tenue de mi celda ilumina su cuerpo, y el perfil de un rostro pálido, con semblante adusto y burda piedad, que me mira con ojos errantes emerge ante la puerta. Es el guardia, que viene a cumplir impasible la tarea encomendada. Me pide elegir mi última comida, y me estremezco ante esa cruel oferta.
Me han entregado el «Menú de la Misericordia», pero ¿debo realmente decidir por un último bocado en mis últimas horas? Me parece una actitud cargada de hipocresía. ¿Para qué probar un bocado si el alimento que consuma no terminará de digerirse cuando mi cuerpo, frío y sin vida, yacerá sobre una losa? ¿Creen acaso que sentiré algún placer al comer mi último bocado? ¿Intentan aplacar el peso de la culpa con esta actitud pietista? Siento asco de su complicidad con esas prácticas misericordiosas, diligencias religiosas, que disfrazan su hipocresía con actos de piedad, con actos absurdos pero obligados por un código moral. No siento sino una sofocante miseria. ¿A eso llaman un acto de humanidad? Primero el martirio, la cena y luego el tiro de gracia.
Miro al guardia con desprecio. Rechazo implacable la comida. Me niego a participar de esta pantomima. El guardia titubea y, al darse la vuelta, dice: “Descanse…” ¡Pero, por Dios, si en unas horas más descansaré para siempre! Palabras ciegas, palabras vanas. Él ve la muerte en otros y no imagina la suya, cree que la muerte está lejana, muy, muy lejana, tal como lo imaginan todos. Vive, se entretiene, ama como otros y nunca piensa en el final.
Los condenados en este presidio, a pocas horas de su muerte, almuerzan, sopan el pan, beben el agua con placer. «Hay que vivir de todas formas,» dicen algunos, «no hay que perder las esperanzas», dicen otros. Veo que tampoco pierden el apetito antes de morir. Para muchos, sus cuerpos les pesan, los arrastran sin sentido por el tránsito de su vida absurda y miserable, pero tarde o temprano deberán renunciar al más importante de sus apegos: su propio cuerpo.
Hace una semana, las campanas de la iglesia retumbaron a medianoche. “Oye, oye”, dice alguien. Escucho, a través de la pared, la voz de un reo que me llama. Quizá sea para conseguir paz en su alma. No le pregunto las razones. Solo me dice que la ejecución moderna ya no es dolorosa y que, además, es más rápida, casi instantánea. «Los condenados ya no agonizan durante horas con la cervical rota en la horca,» me dice, «ni esperan a que dos o tres hachazos adicionales separen aquella cabeza que la guillotina no pudo cortar”. Ahora, me cuenta, que los métodos son rápidos y efectivos. Ya no se golpea con el garrote repetidas veces la cabeza del condenado, ni se cercioran de rato en rato si el condenado sigue vivo. La inyección letal es el mejor método actual. Es el procedimiento más humano. “Apura la muerte”, dice él. “Moriré rápido”, repite. Ese es su consuelo. Él no comprende que ya tengo una larga y penosa agonía desde el primer día que me encerraron en este sucio rincón.
Llega la tarde y todavía no puedo creer que esté aquí. Pagaré una deuda que no contraje. Soy inocente. Se lo dije al juez. No tenían pruebas contra mí, pero me culparon injustamente. Ahora los componentes de mi vida entera: vivencias, alegrías, penas, romances, creencias; se diluyen poco a poco en el pasado. Me pregunto: ¿cuántos amigos y amores sabrán que voy a morir? Y, cuando muera, ¿cuántos sabrán que ya no existo? Quizá una mujer, en la distancia, me espere con un hijo que jamás conoceré. ¿Cuántos de mis amores, de mis deudores, de mis amigos y enemigos, sabrán que en un par de horas dejaré de respirar? Muchos no tendrán noticia de mi muerte, al igual que cuando llegue el momento, no la tendrán de la suya.
Lo único que me queda es recordar, porque soñar… ¿En qué podría soñar un hombre cuando está a un paso de la muerte? En esta celda oscura, fría y húmeda, de esquinas sin revoque y un olor a podredumbre, ¿quién podría soñar? Solo me quedan los recuerdos. Las fiestas, los paseos por el campo, los amigos del colegio, las bromas a los profesores y a los compañeros de clase. Y la pelirroja que se sentaba a mi derecha… cuánto la amaba en secreto.
Recuerdo haber trabajado por las noches para ahorrar y comprarle en su cumpleaños una muñeca de porcelana estilo Luis XV. Deposité furtivamente el regalo en su pupitre, esperando que lo encontrara, deseando que fuera una sorpresa, que imaginara quién podría haberlo dejado, para luego acercarme y decirle: «¡Fui yo! ¡El regalo es mío!». Pero no pude. Cuando ella abrió la caja, saltó de alegría, estrechó la muñeca entre sus brazos y corrió hacia Enrique, su príncipe azul; lo abrazó, lo besó, lo acarició y le dio las gracias. El joven alto de finos modales asintió, pero nunca tuvo la decencia de confesar que él no había comprado el regalo. No sé si la pelirroja alguna vez descubrió que el presente era mío. Después de todo, ¿me hubiera creído?
¡Ah, los maravillosos años de la adolescencia! Donde todo es alegría y sinceridad. Los años en los que uno se enamora, besa y acaricia a una mujer, y siente cómo un fuego inunda las venas. Alguien me dijo una vez: si el amor no es una locura, no es amor. Cómo olvidar mi adolescencia, mi primera borrachera con los amigos alrededor de una fogata, preguntándonos sobre la vida, cantando, gritando. Las conversaciones con Adolfo, el amigo filósofo que nos hablaba de Nietzsche, del hombre libre, de Schopenhauer. Nos decía que la vida no tiene sentido si todo termina con la muerte, y que la muerte no es el final de todo… Ahora esos temas me han abandonado. Mi vida es un erial.
Paseo la mirada por este recinto y observo al guardia que pasa por mi celda, silbando y jugueteando con la porra. ¿Habrá reflexionado alguna vez que él también dejará este mundo, y que también saboreará su último bocado horas o minutos antes de su muerte? Su distracción, su silbido, parece ser un gesto esquivo hacia la muerte. A diferencia de lo que me pasa, la muerte podría tomarlo por sorpresa. Aun así, entre él y yo no hay ninguna diferencia ¡La muerte nos iguala a todos!
Hace años, gozaba, cantaba, lloraba, me llenaba de placeres, y ahora, ¿qué queda de todo eso? Después de beber el mejor vino, de disfrutar de los placeres de la vida, ya no queda nada. Solo un mísero recuerdo. El hombre sueña, sonríe, recordando sus conquistas. Se va a la cama para soñar y despierta al día siguiente para seguir soñando. También la muerte lo sorprenderá soñando. La muerte no hace diferencias económicas ni sociales. Por muy adinerado que sea un hombre, morirá de todas formas, su cabeza cortada por la negra guadaña, al igual que cualquier mendigo en la calle. Los títulos, las jerarquías y las condecoraciones adquiridas no servirán, al final, más que para recordarnos que, hagamos lo que hagamos, todos compartimos el mismo destino.
La realidad del hombre es una, y la creencia que tiene de su vida, otra. El hombre común se aferra a una existencia metafísica, vaporosa, cree que sus logros terrenales lo harán mejor, que le otorgarán virtudes personales y que, incluso, le asegurarán un puesto en la trascendencia. Pero, con logros o no, tarde o temprano, perecerá y se llevará consigo todas las penas y todas las alegrías.
Recuerdo a un enamorado que se mató lanzándose de un puente, lo vi caer y estrellarse sobre el pavimento. Salió en las noticias. Entre el cuerpo que yacía en el pavimento, ¿dónde quedaba el pobre corazón que tanto había amado? ¿Dónde quedó el amor entre esos restos? Todo lo que el hombre siente queda para sí mismo: ame, llore, grite, odie, todo lo siente él, solamente él, porque en el fondo está solo, muy solo. ¡Oh, Bécquer, Bécquer, cuánta razón tenía!
«¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo,
el dejar tan tristes,
tan solos los muertos».
Llegó la noche. Escucho que se acercan. Pronuncian mi nombre. Abren la reja. Llegan cinco guardias y dos me esposan. Sus manos frías estremecen mi cuerpo. Uno de ellos se sienta a mi lado y me explica cómo se hará la ejecución. ¿Quiere decir algo?, me pregunta. Yo respondo recitando de memoria un fragmento del poema Invictus de W. E. Henley:
«En las garras de las circunstancias,
no he gemido, ni he llorado.
Bajo los golpes del destino,
mi cabeza ensangrentada jamás se ha postrado».
«Acompáñenos», dice uno de los guardias. Otro me sujeta del brazo. Le pido que no lo haga, que no es necesario. Quiero caminar por el corredor de la muerte con dignidad. Mis pies arrastran las pesadas cadenas. Un cura marcha a mi derecha, repitiendo una oración. Viste de negro, canoso, con la cara y las manos huesudas. Sostiene una Biblia y un rosario cuelga de su mano. Ha llegado mi hora. Lo temido se hace realidad. Camino por el estrecho pasillo de la muerte, imaginando qué sentiré cuando intente desesperadamente seguir respirando y sienta que mi corazón se detenga.
Me quitan las esposas y las cadenas de los pies. Me sujetan con correas de cuero a la cama de ejecución. Ayer me imaginaba cómo iba a morir; ahora, en unos segundos, experimentaré mi muerte. El guardia no quiere mirarme. ¿Por qué? Quizás no quiere ver en mis ojos el vacío. Me inyectan una aguja. Se alejan. Un líquido empieza a ingresar por mis venas. Siento que me quema por dentro. Lo que me imaginaba, ahora está sucediendo.
Mi brazo se adormece. Me cuesta respirar y mi cuerpo se estremece. Mi vista se nubla. Me desespero, no puedo respirar. El aire quema mi garganta. Mis manos y pies tiemblan. Mis extremidades se tensan. Siento que mi pecho se inflama. Mis párpados tiemblan, mi cuello se estira y mi corazón… solo silencio. Apenas logro distinguir que alguien dice: «El sedante está haciendo efecto».
Súbitamente, unas imágenes comienzan a emerger en mi mente embotada. Creo escuchar la dulce voz de mi amada llamándome: «¡Amor, amor, despierta!». Aunque no puedo ver con claridad, me parece vislumbrar su rostro y sus hermosos ojos mirando los míos. Sus labios tiemblan y sus suaves manos acarician mi rostro, pero la imagen se desvanece… Unas gotas de sangre recorren sus mejillas y caen por su cuello. El brazo de mi amada comienza a perder su color y se torna oscuro, su piel se reseca y se descompone. Sus uñas se arrugan, volviéndose verdes y azuladas. Su cuerpo frío y sin vida aún quiere abrazarme y se desvanece. La veo joven dentro de un ataúd y su rostro se descompone. Siempre estuvo muerta y mi cuerpo está muerto junto al suyo, yaciendo en otro ataúd, ya estamos muertos desde el primer momento en que nacimos. Todos ya estamos condenados a morir. Su cuerpo se desvanece. Estoy solo. Acompañado solamente por las sombras de los objetos, que parecen figuras humanas alrededor de mi cama. No, no es un sueño, ¿o lo es? Presiento que las sombras vienen por mí. La foto de ella está sobre el velador de nuestra habitación. Ella no está. Se ha ido. Yo no lo hice, lo juro. Cuando ingresé la encontré tirada en el piso sobre un charco de sangre. Ahora solo me queda su recuerdo. Estábamos condenados desde que nacimos. Todos atravesaremos el pasillo de la muerte y caminaremos por la estrechez de esas paredes iluminadas con luz blanca mortecina. Las sombras se inclinan sobre mi cuerpo. Unos brazos invisibles me sacarán de esta vida y mi cuerpo se descompondrá en la sepultura. Así pasará con todos, quizás en minutos, quizás en horas o en pocas semanas, quién sabe. Pero finalmente pasaremos. Ya nacimos condenados a morir.
Apenas escucho que alguien llama, un sonido que rompe la quietud de la noche. Las sombras se retiran abruptamente de mi lado y el silencio desaparece. Con dificultad, escucho la voz de un guardia que, desde el umbral, irrumpe en mi conciencia:
—¡Detengan todo! ¡Suspendan la ejecución! ¡Hay una apelación! Encontraron al verdadero culpable —anuncia el supervisor, con voz apresurada, mientras mis oídos zumban y mi mente lucha por entender qué es lo que pasa— ¿Pusieron la inyección?
—Solo el sedante —dice el encargado.
La imagen de mi amada se desvanece lentamente de mis pensamientos, reemplazada por la idea incipiente de que quizás, solo quizás, haya una oportunidad de vida más allá de esta noche de condena.