Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Bombas han reemplazado el ritmo del pop. Pop pop, rifles francotiradores. Sonido de tostado.
Subía por la calle Lva Tolstoho hasta la Nazarivska, bordeando el parque de la universidad. Hacia la izquierda. De ahí a la derecha y luego cruzar por un paso a nivel el bulevar Taras Shevchenko. Kiev.
Al restaurante georgiano Chachapuri llegó la bella Viktoriia. Aguardiente y deliciosa comida plena de especias. El otoño me había puesto encima un abrigo como el de Maigret, negro, que compré en mi juventud en Washington DC. Hablamos de Bolivia y de tantas cosas. Nos acompañaba Irina, no la mía, que contaba desastres de su antiguo marido español.
Pienso en mí bajando las calles hasta el viejo edificio soviético en el número 22. Olor a café casero que se vende en la vereda. Al frente, la florista arreglando rosas con afán de peluquera. No entro aún, camino hasta el mercado de la esquina y compro chorizos rosados para el desayuno de mañana. Los mezclaré con huevos. Amenaza lluvia en Kiev. Una hermosa mujer vino acompañada a verme. Llevaba sombrero negro para dar penumbra a los brillantes ojos grises. Vive en las afueras de la capital. No hablo por más de un año con ella. Le pregunto, días atrás, si está bien. Tengo miedo, responde, vemos la posibilidad de huir hacia los Cárpatos. Dijo que le gustaba bailar salsa. Hoy hay ritmo de cañones. El Enfermo ha decidido invadir. Tiene la triste mente llena de falsas historias, de grandezas mal contadas que lo drogaron con deleites proféticos. Criticó a Lenin respecto a Ucrania, desdibujando la época, obviando las características de los días. Redujo la complejidad de una tierra inmensa, que aunque políticamente y dadas las circunstancias de guerra permanente tenía reducida geografía alrededor de lo que se llamó el Hetmanato, era sin embargo extendida, casi sin límites. Cierto que hoy los cosacos del Don y los del Kubán reconocen a Rusia como patria; entonces era sociedad de hombres libres, a caballo, que fue aglutinándose de a poco dentro de límites para preservarse. Pero tampoco Ucrania es toda cosaca.
Lo dicho, sociedad compleja que los opinadores lameculos de Vladimir Putin arrancan de los cabellos en la Wikipedia y se enseñorean de la verdad sin saber nada. Por ahí leí que rescataban a Stepan Bandera, líder nacionalista ucraniano, simpatizante de los nazis a los que sin embargo también combatió, para aceptar la patraña de la “desnazificación” en la narrativa del Enfermo. Son quienes prefieren picotear migajas históricas aquí y allá, que no tienen temple para revisar si lo que rebuznan es cierto. El nacionalismo ucraniano es de larga cronología, y de triste memoria. Yo vivía en Kiev en la calle de León Tolstoi; la calle paralela era la de Semyon Petliura, atamán nacionalista de quien afirman que fue, después de Hitler, el mayor exterminador de judíos. El que haya estatuas de Bandera, y calles de Petliura no es motivo para invadir un país desconociendo sus raíces. Si marxistos y masistos chillan excitados ante el pecho lampiño de Vladimiro a caballo, será que se excedieron con el viagra para marimachos, ya que otra cosa no entiendo, o hay un desfase ideológico mayor o solo mierda en la cabeza.
Decirles a estos, y si se pudiera a la escoria de Putin y sus gorilas, que los que lo combaten ahora son los ucranianos del este, aquellos que hablan ruso y que debieran sentirse afines con sus vecinos. Dudo que los rusos avancen más, la guerra ya está perdida para ellos, así se ensañen con pasión de matarifes con mujeres y niños. Si lograran conquistar Kiev y llegar al oeste tropezarían con el corazón del nacionalismo ucraniano, el que en guerra de guerrillas excedió incluso la muerte de Stalin, en los Cárpatos, en Volinia y en Galitzia. Allí donde el ejército rebelde de Bandera y otros, responsables de “limpieza étnica” contra habitantes polacos, llegó a tener seiscientos mil adeptos. Eso no ha cambiado. Si llegaran al oeste será el fin de la madrecita Rusia. Ni todo el poderío soviético triunfante de la guerra, rodeado de países acólitos, pudo vencer la resistencia ucraniana allí. Que prueben. Y lástima, porque con el triunfo de los invadidos se despertarán pasiones extremas que al menos se habían mimetizado. Putin, el hitleriano, ha azotado la frazada de la historia y el polvo se ha de levantar no con buenos augurios. La hez de la edad contemporánea: los supremacistas blancos y los izquierdistas engordados, harina del mismo costal, blanca y morena, alcanzarán la cima o se hundirán en el abismo con violencia.
El Oeste juega desde su cómodo poder. Entrega armas, sí, con peros; no son armas de ataque, solo defensa. Con maquinaria ofensiva, los ucranianos sacarán a patadas a los invasores de Kherson, liberarán la destruida Mariupol, de cuyos cafés hablaba yo hace semanas. El olor de café tendrá que ser reemplazado por el sebo tibio en las cuerdas de ahorcamiento que tienen que levantarse en las calles. Toda la oficialidad putinesca al patíbulo. Aunque en el mundo, Bolivia incluida, chillen putinas y putones. Ese cuento del “Nunca más”, del buen Sábato, no debe creerse. Será como hoy, ahora y siempre, y la única manera no de evitarlo pero de amedrentarlo es a través del castigo. Digamos que es hasta bíblico.
Fukuyama opina; hay que escucharlo. Y muchos otros. Como siempre, triste decirlo, es la derecha la más realista sino la única en sus aproximaciones al conflicto. En la reunión de la OTAN se ha despertado curiosidad de si Biden quiere la victoria ucraniana o prefiere paz a medias. No cuesta mucho sacrificar pueblos que no son los propios y aquí, dado el sufrimiento de esta gente, se debía plantear de entrada el fin de Vladimir Putin y responder a sus amenazas nucleares con otras de mayor potencia. ¿El fin del mundo? Quizá, aunque dudo que los ricos arriesguen fortunas por cierta vanidad populista. Arrear al Enfermo a un fin dramático o permitirle morir de viejo en prisión lamentándose por cuánto tenía y perdió. Su fin, por el momento, será un duro golpe a los populismos. Soñar que un día arreemos a todos ellos al trabajo forzado es irreal, lo sé. Al menos comencemos con este cabecilla, que habla de nazis y limpiezas bien cubierto del frío con una chamarra de lujo de trece mil dólares.
Viktoriia envía una foto con su hijo en la nieve de los Cárpatos. Logró salir. Anna y Ekaterina están en muchedumbre en la frontera polaca. Irina no se ha movido de Poltava. Milana, en Rusia, dice que debieran ahorcar a Putin porque les trajo de regalo diez años de miseria.
Ando por las colinas de Kiev, admirado por la hermosura de las casas viejas. Colores verdes, cremas, amarillos y naranjas, como opacos helados que en Quillacollo se vendían en la infancia. Estatuas y placas de quienes estuvieron en las edificaciones: poetas y pintores. Ciudad llena de árboles, más extendida que la propia Nueva York. El Enfermo quiere arrasarla, así se llene la boca de ancianidad rusa y de patria. Ha ordenado a los chechenes de Kadyrov de matar soldados rusos que se replieguen. La Gran Mentira. Ha ordenado matar a todos, niños incluidos. Lo dije antes, un buen palo de abedul entre las piernas del maníaco le enseñará lo que duele, con cuidado, lentamente, con pausado martillo, a la manera que contaba Ivo Andric en el puente del Drina. Ha desatado el medioevo, pues démosle medioevo público. No sé si aprenderán pero por un tiempo al menos quedarán aterrados.
Mientras Vladimiro se seca en el palo como maltrecho charque, Kiev florecerá de nuevo. En Mariupol los carpinteros construirán muebles a la usanza tradicional y el aroma de café chocará con los efluvios remozados del mar de Azov. Bíblico y nunca comprendido: nadie se levanta tan alto como para permanecer. Aquiles duerme en un túmulo en algún lado. Y de Atila no sabemos siquiera. Luto para los hombres, degollina para estos.
Imagen. Catedral de Santa Sofía, Kiev