Odessa, Ucrania. Lo soñado hecho realidad, tocando el rostro frío de metal de Isaak E. Babel, contemplando su casa que está siendo refaccionada; buscando a los atamanes de las guerras patrias, controvertidos, violentos, antisemitas, esos que cimentaron, bajo la protección de Rusia, la nación ucraniana, sometida de antiguo por el reino república de Polonia.
Trashumo los barrios, todos arbolados y decaídos, una suerte de La Habana en el Mar Negro. La literatura que exudan las paredes, los muros rotos, el bandidaje hebreo en la Moldavanka, barriada que desde entonces no ha cambiado, que sigue llena de recovecos y huele a hinojo cocido con remolacha. Pues esto es a lo que vine, a un reencuentro con el pasado, en busca de mis muertos literarios que pugnan por salir del cementerio.
Pues en la famosa escalinata de Odessa, en el filme de Serguei Eisenstein, El acorazado Potemkim, me senté a sacar fotos mientras miraba la miríada de estudiantes, de visitantes indios, turcos, algunos norteamericanos (pocos). Observé mujeres, las miré, las deseé, supe que estaba en tierra de machos con pinta de rufianes, bajos, toscos, borrachos, y de mujeres elevadas, con tacones altos además, hermosas, solas, dejadas de la mano de algún dios para pasto de indeseables.
Bueno, luego de mirar un poco más el busto de Catalina la Grande, los autos hechizos de carrera de algunos patanes, la profusión de árboles de esta ciudad, decidí bajar al puerto. En la escalinata estaba un personaje de Babel: chaqueta raída, sombrero de esos de visera de charol, tan famosos en la filmografía rusa, ya opaco. Lentes pequeños, los que puso de moda Lennon. Vendía estampillas y medallas recordatorias de la guerra, originales. Me preguntó de dónde era. Bolivia, respondí. Sonriendo prununció “Cochabamba” y soltó una risa. Era uno de los seres de las narraciones del gran hebreo saliendo de las páginas y presentándose a mí como un divertido maligno. A recordar: Odessa, no muy concurrida por la turística mundial, una ciudad que se descascara y persiste, la villa que supongo sostiene el dinero turco al otro lado del negro mar, porque comideros turcos abundan. Ese, el de ropa mendicante y risa jubilante repitió que Cochabamba era muy famosa, cómo no conocerla. Nunca había estado allí. Vivió en Cuba de soldado, y encalló en Venezuela en su paso, pero del sur nada. No aclaró la supuesta fama de mi ciudad, lo que me hizo más sospechar que se trataba de una jugarreta de Babel que me había enviado a uno de sus pillos judíos del barrio de la Moldavanka para burlarse de mí.
Señalé una de las estampillas soviéticas y dije: Nazim Hikmet. ¿Lo conoces? Claro, poeta turco. Pero vivió en la URSS, señaló y recitó un hermoso manojo de versos de Hikmet en ruso. Cochabamba, Cochabamba, susurró al terminar. Aquello era una invocación, una ligazón de tiempos y espacios, asegurando los nexos que habían mantenido por cincuenta y ocho años mi identidad y mi conocimiento. Me recordé a mí mismo leyendo asombrado a I. E. Babel, incrédulo que aquella conexión maravillosa y lacónica de palabras era posible. Estaba allí, por donde caía el carrito de bebé en las gradas de Odessa. Esos bosques al lado estaban poblados de fantasmas inmóviles; por entre ellos pasaban mujeres de taco y jeans ajustados. Las nalgas son un poema aparte. El mar no era negro sino azul. Lo que se veía al frente sería Crimea.
En la noche, mientras miraba televisión azerí, sin entender otra cosa que imágenes, pensé en mis padres, en la soleada Cochabamba que acunó la niñez, en los anaranjados chorizos de la Simón López, ya extintos. Estaba en una ciudad nueve horas más adelantada que la mía pensando en las mismas cosas de hacía cuarenta años. Los relojes estaban detenidos bien atrás. Parecía que el tiempo podía transformarse a voluntad. Y el anticuario callejero sonreía como un djinn.