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En defensa de la democracia (virtuosa)

¿Usted no siente, como yo, una mezcla de rabia y tristeza por el martilleo cotidiano del ciudadano que, cual pordiosero, limosnea en las calles y dentro del panorama político unas migajas de ideas nuevas y renovadoras? Y, ¿no ha notado cómo la persistente falta de respuestas a ese clamor ha ido horadando su alma hasta incubarse en él un sentimiento —casi un convencimiento— de que no tenemos remedio como país?

Asistimos a un momento de escandalosa ineptitud política de la que no se hace cargo ningún gobernante porque de lo contrario ya se hubiera impuesto la cordura, verbigracia, frenando las elecciones primarias para ir directamente a las generales. Mas, déjeme decirle que ni siquiera esta grave obviedad debería preocuparnos tanto como la sensación de desesperanza que crece a medida que las arbitrariedades cobran fuerza de estado; hay un silencioso (y peligroso) desánimo que sobrevuela el ambiente.

Ese descorazonamiento, en el fondo, creo, desnuda una insuficiencia que es, a esta altura de la historia, connatural al boliviano: la sociedad no está sabiendo lavarse la cara, renovarse y pasar el testigo de la conducción del país a nuevos cuadros o, por último, a personas idóneas que ennoblezcan la maltrecha política nacional.

Volviendo al ejemplo anterior, somos muchos los que coincidimos en que las primarias deberían suspenderse porque generan un gasto innecesario a una nación pobre, y con una economía en franca desaceleración, como la boliviana. Pero sabemos que eso no va a ocurrir. Deberíamos entender de una vez y para siempre que los desaciertos políticos arrastran a las sociedades en su conjunto, puesto que en democracia se elige a las autoridades y hay una corresponsabilidad que afecta a todos por igual. Así, el hundimiento del personaje público —llámese presidente, gobernador, alcalde o lo que fuere— termina siendo, a la sazón, el pálido retrato de sus electores, y, todavía peor, la decadencia envolvente de la que no podemos salir, en parte, por la tenaz incapacidad de reconducir nuestros propios actos. Hablo de falta de recapacitación, y de una inmanente carencia de sinceramiento, como punto de partida para enmendar los errores.

¿No siente usted como yo que (gran parte de) la clase política, en el último tiempo y por lo menos hasta ahora, no ha demostrado interés en oír el clamor del pueblo al que dice responder? ¿Y piensa endilgarle toda la culpa? Déjeme decirle, con todo respeto, que elegir democráticamente al mediocre nos convierte también en mediocres.

Desmitifiquemos, por otra parte, la idea supraterrenal que se ha creado en torno a la democracia: no todos los ejercicios democráticos son virtuosos. ¿O cómo se explica usted que un político se postule las veces que se le antoje, sin límites ni barreras, sabiendo que ningún gobierno medianamente saludable se permitiría semejante licencia? ¿O cómo se entiende que a sus eventuales competidores les cueste tanto percatarse de que la gente no solo quiere renovación en el oficialismo, sino también en la oposición? (Entre paréntesis, ¿la gente realmente quiere renovación?).

Más preguntas: ¿No estará acaso enferma la democracia cuyas instituciones clave —que por un principio elemental deben ser independientes— obedecen ciegamente al gobierno de turno (y no me refiero solo al actual en Bolivia)? ¿Qué clase de democracia se sostiene con alguna credibilidad teniendo de autoridades judiciales y electorales a unas que, cuando las necesitan, demuestran sin pudor que están vinculadas al poder de turno (y me refiero también a los malos ejemplos de tiempos pasados)?

No es una democracia venida a menos la que se merecen los bolivianos, sino una que dé paso a una suerte de transición hacia un manejo político fundado en lazos de mancomunidad entre liderazgos emergentes, nuevas estructuras cívicas y el soporte unívoco de la población legítimamente hastiada de la ineficacia partidaria.

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