La renta vitalicia es una gran arbitrariedad, un despropósito que, como dije hace algún tiempo, posee un tufo aristocrático o monárquico, propio de los países con democracias incipientes, como Bolivia. Mis reparos —al menos los principales— contra aquella renta no se fundamentan en el ahorro para el Estado que supondría el suspenderla, pues ciertamente la sumatoria del dinero que se paga a expresidentes y exvicepresidentes no significaría mucho (aunque esto, en realidad, no es tan así) si la comparamos con las inmensas necesidades económicas y materiales que tiene el país o con las cantidades también inmensas de dinero robado por los políticos corruptos. Mis críticas tienen que ver con el significado profundo que significa pagar de por vida a alguien por no hacer nada (sobre todo en un país pobre como Bolivia), ya que el dinero bien ganado siempre proviene de algún tipo de trabajo honesto.
Esa renta sale del erario público, de los impuestos de los contribuyentes. Hay, por ende, miles o millones de contribuyentes que pagan con su trabajo bien hecho y honesto una determinada suma de dinero a un reducido grupo de personas —quienes no poseen ningún tipo de discapacidad de locomoción o mental para laborar— sin recibir de estas nada a cambio. ¿No es ese un abuso? ¿No es ello inmoral?
Trabajar como presidente o vicepresidente debería significar la más alta expresión de la vida de servicio democrático, el más alto honor de servicio público, pero en las democracias frágiles y aparentes —como la boliviana— significa todo lo contrario: una especie de dignidad monárquica que coloca a quien la ejerce por encima de los demás. ¿Qué otra cosa entonces significa aquel derecho exclusivo de ganar aproximadamente 25 mil bolivianos (es decir, en terminología marxista, pasar a la clase alta o media-alta de por vida) por no hacer ningún trabajo, mientras que miles de ciudadanos “normales” deben trabajar, a veces en ímprobas condiciones, no digamos ya para vivir, sino para sobrevivir simplemente?
Todos sabemos que en el fondo aquella renta coloca a los ilustres expresidentes y vicepresidentes en un nivel de ciudadanía superior. ¿Pero, por qué en una democracia de iguales tendrían que estar por encima de los demás luego de ejercer sus respectivos mandatos? En una república, el pueblo es el mandante (el que manda) y el presidente, el mandatario (el que recibe los mandatos de aquel), pero en las democracias aparentes ello es al revés.
¿Por qué un expresidente no podía trabajar luego de ser presidente? ¿Por qué no puede usar transporte público o “ensuciarse” las manos trabajando como consultor o docente? ¿No podría ser consultor o director de una fundación o jefe de algún importante organismo internacional, dar clases en la universidad o algún colegio, impartir conferencias pagadas, abrir su bufete jurídico, hacer empresa o emprender algún negocio o dedicarse a vender artículos por internet? A esto hay que añadir que un expresidente tiene muchas más oportunidades laborales que cualquier simple mortal, que tiene que repartir su CV como volantes en muchos lugares. ¿Por qué la ley lo exime del deber moral de ganar dinero bien habido (ya que los 25 mil no son bien habidos)?
A todo esto, hay que agregar el indignante dato de que se paga a personajes funestos como García Linera, Evo Morales, David Choquehuanca o Luis Arce, en cuyas gestiones no hicieron más que destruir el sistema democrático y estar envueltos en hechos de corrupción, o a personajes no realmente funestos, pero sí intrascendentes o de muy escasa o nula preparación para la Presidencia, como Áñez. ¿Es moral pagar 25 mil bolivianos al mes, y mientras duren sus vidas, a personajes tan incapaces y venales que no solo no contribuyeron al país, sino que lo hundieron en los abismos de la corrupción y la inmoralidad?
En estos días, dos parlamentarios de Alianza Unidad han salido a la palestra indicando, el uno, que pretender eliminar la renta vitalicia es “demagogia”, y el otro, que la renta vitalicia debería seguirse pagando por los servicios que los expresidentes prestaron al país. Ambos argumentos son débiles y se los puede rebatir fácilmente, pero en este texto mi intención no es polemizar con ellos dos. Sino que la voz de reclamo para que se elimine tan abusiva renta, que resulta siendo una jubilación VIP para un grupo privilegiado de ciudadanos tan mortales como el heladero o la frutera, se disemine y vaya in crescendo, hasta que el reclamo se vuelva incontenible y no haya otra salida que suprimir tan indignante renta.
Ignacio Vera de Rada es politólogo y comunicador social