Con él harán falta variadas regresiones para entender. El doctor Osvaldo Peredo Leigue ha muerto. Deja una apreciable cantidad de pacientes, dolientes, huérfanos y admiradores. Se fue sin aclarar nada y les deja a los historiadores la obligación de hacerse investigadores forenses. Y es que el Chato recorrió senderos vedados abjurando en sus acciones lo que predicaba en voz alta. Las deudas de los muertos no prescriben y menos cuando han sido inferidas a un país, cuya sobrevivencia depende de la narración prolija de la verdad huidiza. Recordar al que ya no puede producir nada memorable puede llegar a ser hasta un homenaje póstumo.
El menor de los Peredo vio por conveniente seguir los designios del linaje. Tomó el mando de la guerrilla de su hermano Inti, asesinado el 9 de septiembre de 1969 en un cuartucho de la calle Santa Cruz de La Paz, y aunque el apellido no es garantía de nada en este mundo, convalidó con su gesto la continuación de una saga de la que hasta los cubanos habían desertado. Chato deploraba toda fuga siempre y cuando no fuera la suya.
Complicado mandato el que dejan los héroes en su silencio. Chato era el hermano de Coco, muerto en Ñancahuazú, y de Inti, caído también en un combate que nunca debió haber ocurrido. Son los estragos de la violencia aplicada a la política. Cuando las balas dicen ponerse al servicio de las palabras, sucede en realidad lo inverso. Son las primeras y no las segundas las que imprimen su predicamento. Acá, los muertos llaman a los vivos a seguir pagando su cuota fatal. Aquel fue quizás el yerro mayor: pensar que mientras más dolor inferido, más se asomaba el alumbramiento. El doctor Peredo persiguió la ruta de la comadrona, tentando al diablo para abrir las puertas del paraíso. Sólo abrió las del infierno.
Se puede apostar en firme que ni Inti ni Saldaña ni Catalán hubieran sido capaces de llevar a la guerrilla de Teoponte hasta la plaza Murillo y, sin embargo, Chato se encargó de que casi todos sus reclutas fueran puestos ante un pelotón de fusilamiento. Sólo la crueldad del Ejército fue capaz de hacernos olvidar el grado de improvisación implantado por el nuevo comandante dinástico. A ello debemos sumar la indulgencia apabullante de los cronistas del momento, todos contemporáneos suyos o afines a la doctrina enclenque de la lucha armada.
Cada uno de los crímenes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) fue minimizado o encubierto bajo la excusa de que criticar al amigo es regalar munición al enemigo. He ahí otro estrago de la violencia aplicada a la política. Cuando se jala el gatillo ya no queda disidente vivo (Roque Dalton, lo sé) y se impone el uniforme. Así, allí donde antes se debatía apasionadamente, se impone el silencio de las mazmorras dictado por la diana del cuartel. Definitivamente, la primera baja del orden sostenido por los fusiles suele ser la deliberación democrática.
Está probado que el Comandante Chato le abrió las puertas de Teoponte a quien quisiera entrar. Bajo su mando, sobrevinieron, a la inversa, los estragos de la política aplicada a la administración de la violencia. Ser insurgente se tornó en lúdica aventura. A los camiones en la plaza Villarroel se subieron muchos movidos por la popularidad de la idea, la ilusión de salir en las portadas impresas del día siguiente. Era casi una comparsa de no haber sido funeraria.
Una vez dentro del monte, a las deserciones les sucedieron las ejecuciones sumarias a cargo del Ejército. Parece mentira, pero Chato se unió al festín macabro a último minuto, cuando, el 26 de septiembre de 1970, en medio del desbande guerrillero, ordenó el fusilamiento de Federico Argote Zuñiga y Carlos Brain Pizarro por haberse robado una lata de sardinas. Luego, él mismo buscó ser detenido con vida por las autoridades, las que lo exhibieron a la prensa en la madrugada del 30 octubre. Lo salvó el ascenso del general Torres un mes antes de su captura. La izquierda se hacía del poder del modo convencional en aquellos días, por la vía de la conspiración selectiva y de la mano de un militar patriota. Con ello volvía a quedar probada la inviabilidad del guevarismo.
Chato disfrutó plenamente de la generosa democracia que el pueblo reconquistó mediante caminos pacíficos como la huelga de hambre. Pudo ver de cerca la derrota de sus adversarios y morir en el lecho de un enfermo venerable. Ojalá, en alguna mesita de noche haya dejado, en una libreta manuscrita, una mínima autocrítica de lo que fue pensar que la violencia ayudaba a resolver injusticias.
Rafael Archondo es periodista.