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Charada’: cuando Stanley Donen se disfrazó de Alfred Hitchcock

El filme, una comedia de la época crepuscular de Hollywood, posee todas las virtudes del director británico: humor, ingenio y suspense.

¿Quién no ha deseado ser otro? ¿Quién no ha soñado con emular el genio ajeno? No me importa admitir que yo he soñado con ser Borges, pero ni siquiera me he atrevido a imitar su estilo. Stanley Donen, con un talento muy superior al mío, sí se atrevió a imitar a Alfred Hitchcock y, lejos de incurrir en un pálido reflejo del original, logró una obra maestra.

Estrenada en 1963, Charada posee todas las virtudes del cine del director británico: humor, ingenio, suspense, glamur. Y, además, cuenta con uno de los actores preferidos de Hitchcock, el irrepetible Cary Grant, tan seductor como ambiguo e inquietante. Hitchcock sostenía que Cary Grant escondía un lado oscuro que pasaba desapercibido por su encanto arrollador. En Sospecha (1941) y Encadenados (1946), esa vertiente sombría se exteriorizaba, pero sin llegar a cristalizar, quizás porque el público no lo habría soportado.

En Sospecha, parece estar planificando el asesinato de su esposa, interpretada por una aterrorizada Joan Fontaine. Cuando Cary Grant sube las escaleras del hogar conyugal con un vaso de leche, todo insinúa que está intentando envenenarla. Hitchcock pretendía que realmente fuera así, pero los productores descartaron convertir al galán en un villano. La ambigüedad les pareció una concesión suficiente.

En Encadenados, Cary Grant ya no era un posible envenenador, pero sí un agente secreto dispuesto a utilizar a la mujer amada como señuelo para atrapar a un grupo de conspiradores de ideología neonazi. Aceptará que se case con uno de ellos para averiguar que está tramando, sin desconocer que ese ardid puede costarle la vida y constituye un agravio para su dignidad.

En Charada, Stanley Donen también explotó la faceta sombría de Grant. En esta ocasión es Brian Cruikshank, un agente de la CIA que intenta recuperar 250.000 dólares robados al gobierno de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial por cinco soldados encargados de entregar esa cantidad a la resistencia francesa. Con 59 años, Grant aún conserva su atractivo, pero tal vez es demasiado mayor para ser la pareja de una Audrey Hepburn de 34.

De hecho, diez años antes había rechazado el papel de Gregory Peck en Vacaciones en Roma (William Wyler, 1953) por considerar que los 25 años de diferencia con Hepburn restaban credibilidad al idilio. Pese a todo, acabó accediendo a ser su pareja en Charada y el contraste de edad, lejos de malograr el romance, imprimió a la relación un delicioso tono de comedia. Audrey es Regina “Reggie” Lampert, la esposa del misterioso Charles Lampert, aparentemente un hombre de negocios, pero en realidad uno de los cinco soldados que se apropió de los 250.000 dólares.

Fotograma de ‘Charada’.

Su fechoría no se limitó al robo. Además, traicionó a sus compinches, quedándose con el botín. Con modelos de Givenchy, Audrey es la quintaesencia de la elegancia, pero el carácter de su personaje no es nada sofisticado. No es uno de esos “cisnes” que adoraba Truman Capote, sino una mujer ingenua y romántica que combate la frustración con cigarrillos y atracones de comida, lo cual no afecta a su silueta, extremadamente delgada.

La banda sonora de Henry Mancini evoca al Bernard Hermann de Con la muerte en los talones (North by Northwest), la famosa película de Hitchcock de 1959. No es casual. Stanley Donen trabajó con el guionista Peter Stone para utilizar la fórmula que ya había empleado el cineasta británico: mostrar el desconcierto de una persona corriente atrapada por azar en una trama de espionaje.

Regina Lampert es más creíble que Richard Tornhill, el personaje interpretado por Cary Grant en Con la muerte en los talones. Carece de sus recursos para sobrevivir y el pánico se apodera de ella desde el principio. Audrey Hepburn realizó un excelente trabajo, premiado con un Bafta, y Peter Stone logró el premio Edgar de la Asociación de Escritores de Misterio de Estados Unidos al mejor guion adaptado.

Ambos galardones acreditan el encanto del personaje. Ciertamente, es una creación estilizada y no un retrato profundamente humano, pero el artificio urdido ejerce una poderosa fascinación. Stanley Donen no pretende ser realista, sino seductor y, ciertamente, lo consigue. Nos enamoramos de Audrey desde el primer instante. Simpatizamos con su anhelo de ser feliz, nos conmueve su soledad cuando llega a su apartamento de París y lo encuentra vacío, entendemos su frustración al ser víctima de sucesivos engaños, comprendemos su deseo de amor y sinceridad.

El personaje de Cary Grant también nos seduce desde el comienzo. Nos divierte su estoicismo cuando el hijo pequeño de una amiga de Regina le dispara a la cara con una pistola de agua. Nos hace sonreír cuando se ducha con el traje puesto ante la mirada atónita de Regina. Nos parece el perfecto galán durante su paseo por las orillas del Sena o a bordo de una embarcación para turistas, cuya navegación incluye deslumbrar con potentes focos a las parejas que se besan en los bancos situados en las riberas del famoso río.

El lado sombrío de Grant no nos impresiona menos. En varias ocasiones pensamos que es un impostor, un ladrón o, lo que es peor, un asesino. Sin embargo, una vez más se desmoronan esas sospechas para no abrir grietas en un mito incompatible con la vileza. Grant engaña a Audrey para localizar el dinero robado, pero al mismo tiempo le salva la vida en varias ocasiones. Ser astuto no significa ser un canalla. Y, además, se resiste a un idilio que le parece absurdo, pues es mucho mayor. Es cierto que finalmente cede, pero descarta la posibilidad de una mera aventura, prefiriendo realizar una promesa de matrimonio.

Fotograma de ‘Charada’.

Grant fue nominado para un Bafta, pero no lo obtuvo. Solo haría dos películas más. Al igual que Greta Garbo, no quiso envejecer delante de las cámaras. No sé si debemos reprochárselo. Podría haber actuado como Sean Connery o Clint Eastwood, que años más tarde no escatimaron al espectador su decadencia física e incluso bromearon sobre su vejez, pero Grant era consciente de haber creado un mito y quería preservarlo del desencanto inherente al paso de los años.

Gracias a eso, le recordamos como un eterno seductor y no como un actor con la capacidad de cambiar de piel. Quizás lo segundo tiene más mérito artístico, pero en el cine los mitos son necesarios y, como nos enseñó John Ford, casi siempre es preferible imprimir la leyenda, postergando los hechos. No se trata de mentir, sino de mostrar otra forma de verdad. O dicho de otra manera: de ejecutar fielmente la tarea de la ficción, cuya meta es hacer verosímil una mentira.

Sería injusto no destacar la excelente interpretación de Walter Matthau en el papel de Carson Dyle, alias Hamilton Bartholomew. Matthau es un villano que solo se quita la máscara al final. No engaña para seducir, sino para materializar un propósito infame. Cínico y vengativo, juega con Regina, fingiendo ser su amigo.

Su personaje es terroríficamente verosímil. Podría ser ese empresario sin escrúpulos que defrauda al fisco o el político venal que simula amar a su país. El mal suele disfrazarse de virtud y, en esa pantomima, Matthau es un maestro. Solo hay que recordar sus papeles en Primera plana (1974) y En bandeja de plata (1966), dos obras maestras de Billy Wilder donde encarna a memorables tartufos.

El resto de los secundarios no es menos digno de mención. Desde su inesperada aparición en el funeral de Charles Lampert, los tres compinches del finado, que muere al ser arrojado de un tren en marcha, nos producen una mezcla de espanto e hilaridad. George Kennedy como Herman Scobie nos intimida con su gesto huraño y su mano de hierro, pero en algún momento nos da pena, pues su fuerza es tan colosal como su estupidez.

En su papel de Tex, un cowboy perdido en la ciudad, James Coburn evoca la frustración del hombre de acción incapaz de adaptarse a la vida cotidiana. Ned Glass (Leopold W. Gideon), su cómplice, y Jacques Marin, el inspector Grandpierre, introducen la nota grotesca que necesita cualquier comedia. El conjunto es impecable.

Si tuviera que escoger una secuencia que reflejara el espíritu de Charada, me inclinaría por el juego de las naranjas en el cabaret, con su erotismo elegante y desenfadado. Observar a Cary Grant recogiendo con el pescuezo una naranja del enorme busto de una mujer desconocida resulta especialmente regocijante, pues nos recuerda que el humor es la sal de la vida.

Si, en cambio, tuviera que seleccionar una escena particularmente emotiva para mí, me decantaría por el encuentro con el viejo filatélico (Paul Bonifas), donde por fin se aclara el paradero de los 250.000 dólares. Hasta hace unas décadas, cualquier niño soñaba con una buena colección de sellos. Hoy, prefieren un videojuego. Una buena ficción nos ayuda a recobrar el tiempo perdido y, en esa escena, yo siento que vuelvo a ser un niño aficionado a la filatelia. Parece una pasión pueril, pero en un sello cabe el infinito, si el observador sabe contemplarlo con la mirada adecuada.

Charada es una comedia de la época crepuscular del Hollywood dorado, una especie de canto del cisne. Audrey volvería a trabajar con Stanley Donen en la extraordinaria Dos en la carretera (1967), pero en esas fechas el cine ya no era lo mismo. La sociedad había perdido definitivamente la inocencia. La guerra de Vietnam había dejado muy claro que las democracias occidentales también cometían crímenes contra la humanidad. La deliciosa espuma de Charada se había convertido en vino amargo. Y desde entonces, la sensación de desengaño solo se ha acentuado.

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