La virgen puta. Una novela negra y punk por entregas de Patxi Irurzun con ilustraciones de Juan Kalvellido.
Últimamente aquellas se habían convertido en mis palabras preferidas. Incluso cuando esa tarde descubrí, con cierto agrado, que la lluvia persistente había decolorado el tinte azul de mis cabellos y decidí afeitarme la cabeza, intenté trasquilar con la maquinilla de manera que quedaran escritas sobre mi calva: mierda puta.
Por suerte toda mi vida había sido un manazas. Pensándolo mejor no resultaba demasiado inteligente coronar con semejante lema precisamente la cabeza. Pero una ocurrencia así tenía su lógica. Tras unos días disparatados como los últimos cometer disparates entraba dentro de lo normal.
Había dormido como un tronco, más de doce horas. El esfuerzo de la noche pasada me había dejado hecho una braga, pero eso sí, una braga de lo más suavecita. Las propiedades dermatológicas del barro no eran moco de pavo.
Estaba solo. Lorea se había llevado el coche y la ropa a
lavar, así que tardaría en volver. Ella tenía un hormiguero en el culo y
diez años menos pero yo necesitaba un respiro. Una vista a mi antigua
vecina, Angelita, para pedirle un favor y, por aquel día, a correr, es
decir a sentarse en el bar de Beni y escuchar discos de “Vómito”,
“Delirium Tremens”, muy propios para tomarse mientras tanto dos o tres
birras.
Entusiasmado con la idea salí de casa. Apenas me costó unos minutos arrastrarme hasta la casa de Angelita.
-¡Dios mío, un eskinjí!- gritó aterrorizada ella al verme.
-Que no, Angelita, que soy yo, Felisín- le aclaré, consiguiendo introducir el pie en el hueco de la puerta antes de que me la estrellara en las narices.
-Uy, es verdad, no te había conocido. Qué susto- dijo, y a mí me agradó oír esto último, aunque también resultó fastidioso convencerle de que yo no iba apaleando por ahí a negros, maricones, minusválidos…
Me hizo pasar al salón. La televisión estaba
puesta y recostado en el sillón encontré a Picio comiendo pipas. Me
alegré de verlo.
-Hombre Felisín, pareces un capullo gigante.
El también se alegraba.
-Y a ti te han vuelto a salir esos mejillones en los dedos- dije, señalando sus pies desnudos sobre la mesa.
Me senté a su lado.
-¿Qué escritor norteamericano es el autor de «Ultima salida para Brooklyn»?- se escuchó desde el televisor.
Era uno de aquellos programas de preguntas y respuestas.
-Hubert Selby Junior- dijo Picio, luego cascó otra pipa y me alargó un sobre-. Son las fotos de la otra noche, las de los caníbales.
Las miré. Eran muy buenas. Es decir, sentías ganas de vomitar al verlas.
-Son cojonudas, Picio- alabé su trabajo, pero mis palabras las pisó el presentador con una nueva pregunta.
-¿Quién dirigió la película «Alguien voló sobre el nido del cuco»?
-Milos Forman- volvió a acertar Picio, pero no se dio importancia, ni tampoco al agradecer mi comentario sobre las fotos.
-¿Quieres pipas, Kojack?- me ofreció.
Acepté, y lo mismo el bocata de tortilla de gambas que me preparó Angelita.
-¿Tú tenías un hermano cirujano, verdad?- le pregunté una vez que lo hube engullido.
-Sí- la cara se le iluminó y se colocó muy tiesa en el sillón, orgullosa.
-Un jetas- le hizo bajar de la nube Picio.
Ella no se enfadó. Por el contrario, se reclinó sobre él y le besó en los labios. Era uno de aquellos seres humanos excepcionales que necesitaban tener siempre a alguien a su lado para darle todo su amor, y eso sin pararse nunca a pensar que podían dejarla a dos velas. Como su hermano.
-Me gustaría hablar con él.
-¿Para qué? ¿Necesitas una operación?- bromeó Picio -. ¿Una fimosis?- señaló mi cabeza rapada.
Nos reímos.
-No, tengo que hablar con un médico. Es por el asunto de Gloria y…- pensé en el Tiñoso.
Picio no sabía que en realidad se lo habían cargado, y mucho menos que la noche anterior Lorea y yo habíamos profanado su tumba. La tumba que él había pagado. Había que andar con pies de plomo-…y los demás. Creo que he descubierto algo muy importante, ya te contaré- dejé caer una mano sobre la rodilla de Picio.
Afortunadamente una nueva pregunta del concurso distrajo su atención.
-¿En qué año se proclamó La Comuna en París?
Esa era difícil.
-1871- contestó, no obstante, correctamente.
Angelita aplaudió, casi tan orgullosa de él como de su hermano.
Puede que eso le hiciera recordar el favor que yo acababa de pedirle.
-Uy, perdona, Felisín. Claro que puedes hablar con él. Yo le avisaré- y como intentando compensar su olvido añadió:
-¿Quieres un café, una copita?
Me tomé un güisqui. En el televisor continuaban las preguntas. Picio contestaba a todas sin equivocarse.
Él
también era uno de esos seres humanos excepcionales, un tío listo y con
un corazón a juego con el tamaño de su cuerpo, gigantesco, palpitando
en un mundo a la medida de mediocres, de canijos con alma de
funcionario, un loco que renegaba de ese mundo para tumbarse en un
sillón a comer pipas junto a su chica y para hacer reír a sus coleguis
llamándoles carapolla. Por las fotos de los caníbales podían pagarle en
cualquier revista millones y, después la fama, y fichar por el
«Playboy», pero a él no se le ocurriría publicarlos en otro lugar que no
fuera «Borraska».
Terminé mi güisqui pensando en que no podía
fallarle. Ni a él ni a Gloria ni al Tiñoso ni a los demás. Tenía que
llegar hasta el final de aquel asunto y dejar con el culo al aire a
quien hiciera falta, por muy gordo que lo tuviera. Sólo necesitaba un
respiro, un poco de música ratonera y un par de cervezas en el bar de
Beni.
Me despedí, pues, de aquellos dos benditos. Pero antes de salir aún pude escuchar la última pregunta del concurso en el televisor.
-¿Cómo se llama el último marido de Liz Taylor?
Ahí le había pillado.
-Larry Fortensky- contestó, sin embargo, Angelita.
Eran la pareja perfecta.