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Cada personaje una novela VII (Los personajes de mi pueblo)

“Uno necesita un pueblo, aunque no sea más que por la satisfacción de poder marcharse de él. Un pueblo supone no sentirse solo, saber que, en la gente, en los árboles, en la tierra hay algo de ti que, incluso cuando no estás, se queda esperándote” -Cesare Pavese-

El coronel Flora era un hombre de una “dulzura triste”, muy parecida a la de otro coronel, el más famoso de los coroneles, el que no tiene quien le escriba. Dulzura triste con elegancia, la suya, cruzando la calle con el periódico bajo el brazo y sin mirar si el destino se lo podría llevar; no sabemos cuántas batallas ganó y cuantas perdió, la batalla de la vejez fue ganándola a su manera, oponiéndose a la tempestad del progreso y a los años. Con una Dyane 6 CV se atrevía desafiar también las curvas de nuestro pueblo, sin cambiar la velocidad con el cambio mecánico de su triste y a la vez alegre vehículo; él y el Dyane 6 CV eran uno solo en ausencia de su esposa, la coronela, paso firme y delicada elegancia frente a un mundo que estaba violentamente cambiando. Los domingos hacían cuatro pasos hacia la iglesia nueva, cumpliendo el ritual de todas las figuras nobles de aquella época, conjugar la fe con el positivismo.

Santo e la Olga eran infinitamente tacaños. Dos hermanos que si hubieran podido tacañearse el respiro, lo habrían hecho. Ahorrándolo no se sabe para quien, si eran dos solterones de mala muerte y de mala leche. Y nosotros, enfant terrible de la Via Paal, en las tardes de verano, mientras los dos se dormían unas largas siestas sentados, con sus cabezas caídas sobre la mesa aun llena de los manjares que se podían permitir, entrando por debajo de las ventanas abiertas íbamos a sustraerles unos helados de las grandes heladeras del bar. Luego, una vez nuevamente afuera tocábamos el timbre y si se despertaban le pedíamos que nos vendieran un helado, uno solo para compartirlos entre cinco o seis “jenízaros”, que era el nombre con el cual ya nos habían bautizado los dos tacaños. La juventud es más solidaria de la vejez y disfruta de la reciprocidad, aunque sea del solo helado que se lograba comprar.

Artuso, el solterón, campesino salvaje y personaje de otra época, de un mundo aun sumergido en las novelas épicas y en las películas en blanco y negro. Todos ellos eclipsados hoy por otro mundo, algunos naufragando en el silencio más absoluto, otros suicidas como Van Gogh. Trabajando incesantemente la tierra aun fértil todo el día y todos los días del año, y con la sola compañía de las cuatro vacas lecheras, de un fiel perro y del silencio del campo. Al llegar de la noche, la soledad debía estrangularlo y el único remedio era el vino, el vino que en la soledad nunca ha sido y nunca será un buen compañero. Iba gritándole a las vacas, a su pobre perro y al demonio de vida que llevaba. Almas sin paz y sin compañías, almas que adentro de su fuerza ocultaban su debilidad.

Al molino de Pepe Russolo íbamos atravesando el Bosc, tomando aquella calle baja que en invierno se llenaba de barro, y cruzando algunos campos adonde la propiedad privada no era aún tan estricta y firme como lo es hoy. El Pepe era un miembro permanente de la banda musical de Tiezzo, la más famosa en aquella época, era la banda que desfilaba durante todas las procesiones religiosas, las fiestas patronales y, en forma excepcional, en algún entierro. Pasión de familia que hizo que también el Franco, su nieto, tocara en la famosa banda. Nos reíamos cuando pasaba, así bien uniformado, para ir a los ensayos con su viejo autito llenos de instrumentos musicales, trompetas, flautas, tambores, platillos, imaginando la música que ya adentro del minúsculo auto se iba componiendo. Nosotros volvíamos con la caretilla llena de bolsos de harina para la polenta, harina blanca del maíz y de la pelagra, volvíamos oyendo la voz del viento de los grandes arboles del Bosc, las últimas moreras, los sauces llorones, los álamos y el canto de los mirlos anunciando el invierno.

El “Checo” Brescancin fue uno de los pocos sobrevivientes de la Gran Guerra. Millones de muertos, como en todas las guerras, para que luego los historiadores de uno y de otro bando deban escribir sus interpretaciones. Sentado con el recuerdo de la guerra, tal vez de un pasado muy diferente, como en la memoria de Italo Calvino en Las ciudades invisibles: “En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos”, fumando su eterno cigarrillo sin filtro que muchas veces, entre memoria y olvido, seguía apoyándolo al revés entre sus labios, a recuerdo de las trincheras donde un solo “paso falso” y el francotirador enemigo te hubiera enviado al otro mundo. Y el destilado de ciruelo, tomado así en un solo sorbo después del sagrado café mañanero. Mirando pasar el tiempo, que era otro tiempo.

Foto: Anónimo, “Establos y gallineros”, Cecchini, Años ‘30

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