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Bolivia bajo el yugo colonial

Bolivia no dejó de vivir en situación de colonia en 1825, tampoco en 1952. Ciertamente desde este último hecho histórico el coloniaje redujo mucho, pero de ninguna manera se extirpó: simplemente se desplazó a otros ámbitos de la vida pública, como la burocratización del estado y el incremento exponencial del nepotismo.

El anterior sábado escuchaba en el programa radial Diálogo en Panamericana a un analista decir que la mayor prueba de que Bolivia vive todavía en un sistema directamente heredado de la colonia está en el funcionamiento de su justicia, secularmente corrupta e ineficaz. Y la verdad es que las malas prácticas y la astucia que hoy se ven en jueces, fiscales y tinterillos son exactamente las mismas que ayer, hace dos o tres siglos, retrasaban el progreso de la sociedad altoperuana —o ya boliviana— que esperaba de la judicatura una resolución proba de sus pleitos judiciales.

Bolivia vive creando instituciones nuevas que en realidad son paliativos momentáneos, calmantes de corto plazo, parches para una tela que se va rasgando día tras día. El Ministerio de Justicia, la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría, el Consejo de la Magistratura, la Dirección de Reivindicación Marítima son solo algunos ejemplos de instituciones que no sirven para nada más que para pagar altos salarios a las personas que trabajan en ellas, pues sus resultados positivos son prácticamente igual a cero. Sin embargo, la generalidad de la sociedad no dice ni reclama mucho respecto a nada de esto. Porque aquí la mentalidad imperante es de pasividad frente a la injusticia; las personas no piensan en erradicar los males desde la raíz, sino solamente en agrandar el estado creando oficinas que se encarguen de los males que van creciendo como hierba mala en un tapial. Es, entonces, como un círculo vicioso. O como una bola de nieve que va creciendo.

Entonces la colonia en Bolivia hoy no se la ve tanto en sus instituciones o el poder político, sino sobre todo en los usos, en las tradiciones, en los mitos y en los miedos de la gente. Tendrá estatus jurídico de soberana, pero la psicología general de su sociedad es todavía de sumisión, baja autoestima y picardía, características invariables del vasallo que vive sometido al señor. En los Últimos días coloniales del Alto Perú, obra del ilustre Gabriel René-Moreno, nos damos cuenta de que la pasividad, la monotonía y la desidia del grueso de la sociedad respecto a las malas prácticas del poder público en aquellas lejanas épocas, eran muy similares a las que atrofian a la sociedad hoy, en 2023. Así la situación, podemos decir que los medios de comunicación, la tecnología cibernética y la democratización de la educación, mal de nuestra suerte, no ayudaron gran cosa en estos últimos doscientos años para modificarlas.

Todo esto respecto a la sociedad gobernada. Pero ¿qué decir respecto a los gobernantes? A decir verdad, la realidad no es menos desalentadora.

Hoy mismo, ya concluyendo el primer cuarto del siglo presente, la política ha cambiado poco o nada respecto a esa forma de hacer política que se denunció en la novela de inicios del siglo XX. En pocas palabras, lo que hicieron Chirveches, Arguedas, Mendoza, Finot y otros escritores, fue pintar a través de ficciones las similitudes que había entre la carrera política en Bolivia y un pugilato callejero. La función lubricante del alcohol en las cantinas, los periódicos que en realidad eran panfletos de difamación, el desprecio por la cultura y los libros, la admiración por la fortuna rápida, la tendencia a engañar, el discurso populachero que se pronunciaba en las plazas de las ciudades y en las callecitas de los pueblos, la justicia siempre a merced del régimen de turno, todas esas cosas siguen siendo en la actualidad los medios de los que el político boliviano se sirve para escalar, visibilizarse en su partido y eventualmente acceder al poder. (Lo digo como testigo ocular, pues durante cortos pero intensísimos veintiocho meses pude hacer política de manera “profesional”).

Esta, distinguido lector y amigo, es la realidad que hay que modificar y a la que debemos combatir tenazmente todos los días, y no las nimiedades que, según los politicastros o los analistas que remueven solo lo superficial, son el cáncer de Bolivia. Tampoco las supuestas características coloniales que, según los teóricos posmodernos y políticos descolonizadores de hoy, sojuzgan a la sociedad americana. Hay que descolonizarse de las malas prácticas, del conservadurismo dogmático, de la viveza criolla, de la decadencia espiritual e intelectual, no de la cultura hispánica, no del idioma o la filosofía occidentales, tampoco de la arquitectura republicana, elementos que enriquecen la cultura local y cuya presencia en nuestro medio es más bien un síntoma inequívoco de pluralidad y democracia.

Es por esas razones, y no por ninguna estatua trabajada en mármol, que Bolivia sigue siendo una colonia. La buena noticia es que depende de nosotros, simples ciudadanos normales y corrientes, romper poco a poco con ese sistema premoderno.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario

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