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Anuario moscovita

El reciente 24 de febrero se cumplió el primero y ojalá fuese el único año, de una guerra contenida, injusta y asimétrica inventada por Vladimir Putin en su cuarto intento por recuperar parte del vasto territorio soviético, que se autodeterminó en 1991. Esta evocación nostálgica bautizada por Moscú como “operación militar especial” ya ha arrojado un estimado de 300 mil muertos.

Pero ¿es acaso una guerra? Sí, aunque si nos exigimos apego a los significados hay que llamarla invasión. Allá, desde hace 12 meses, hay una víctima evidente y un verdugo deplorable. La primera es Ucrania, el segundo, Rusia.

Antes de escribir estas líneas, busqué exponerme al discurso que fluye desde Moscú. Quise encontrar razones o al menos atenuantes para habilitar moral o cuando menos, políticamente a los invasores. El resultado fue que a cada afirmación de Putin se le adelantan dos o más razones que le cortan el paso.

Es más, todo lo que dice el Kremlin podría aplicarse de mejor modo al propio enunciador querellante. Es en Rusia y no en Ucrania donde imperan desde inicios de siglo un solo líder, una sola entidad partidaria, un pensamiento monopólico, elecciones sin competidores y un nacionalismo agresivo. Es en Rusia donde se cultiva la idea de volver a las expediciones punitivas del llamado “Padrecito de los Pueblos” (José Stalin) y ha sido en Ucrania donde se ha resguardado una democracia plural con alternancia y juego libre entre las plazas y el parlamento.

Desde su independencia, Ucrania ha tenido siete presidentes, algunos de ellos manifiestamente prorrusos. En contraste, Rusia sólo conoció a tres: el empleador de Putin (Boris Yeltsin), su empleado Medvedev y la actual figura imperial vitalicia. Hace un año, Putin se propuso desnazificar al vecino del sur. Acá cabe recordar que fue precisamente Hitler quien invadió Checoslovaquia en 1939 bajo el pretexto de preservar la lengua y la cultura de los llamados sudetes, una minoría alemana dentro del país eslavo. Idéntico argumento usó Putin hace un año para imponer la anexión de las provincias ucranianas de Luhansk y Donetsk, a las que supone sometidas a un genocidio lingüístico. Ni bien llegaron los tanques, siguieron los pasaportes y las papeletas de sufragio de un referéndum administrado por soldados, puerta por puerta. ¿Acaso no es esa la misma técnica usada durante el famoso Anschluss austriaco de marzo de 1938? Tanta influencia nazi deja mucho que pensar acerca de nuestro desnazificador imperialista. Salgamos ya del discurso y vayamos a los hechos.

La invasión de Ucrania ha jugado el rol de contradictor de Putin. Quiso poner fin a la expansión de la OTAN, acordada en su presencia en 1997 con su predecesor Boris Yeltsin, y ha obtenido que Suecia y Finlandia se adhieran al bloque militar occidental. Quiso frenar la absorción a paso de tortuga de Ucrania a la Unión Europea y no ha hecho otra cosa que garantizarla. Quiso defender el uso extensivo y hasta preferente de la lengua rusa en Ucrania y con sus bombas ha terminado de delinear la frontera lingüística transformado al idioma en un acto de repudio al agresor foráneo. Hoy más que nunca, la autodeterminación ucraniana germina como sus girasoles en las provincias en las que ya se había hecho invencible. En Ucrania en este momento se está pintando el límite entre Europa occidental y el mundo euroasiático. Hemos vuelto a las irritantes esferas de influencia de la Guerra Fría.

El 2 de marzo del año pasado y el reciente 23 de febrero, 141 países miembros de la Asamblea General de Naciones Unidas han exigido “la salida inmediata, completa e incondicional” de las tropas rusas del territorio legalmente reconocido de Ucrania. Al gobierno de Nicaragua le ha parecido este año que dicho pedido era incorrecto. Fue el único país latinoamericano que votó en contra. Bolivia, Cuba y El Salvador tuvieron el decoro de abstenerse. De cualquier manera, mirar hacia otro lado continúa siendo muy Ortega de su parte. Al delegado de Venezuela le pareció más higiénico escaparse un ratito al baño. Todos los demás países latinoamericanos defendieron la causa del país agredido.

¿Qué extraña razón nos coloca al lado de Putin?, ¿el acuerdo atómico?, ¿la injustificada visita de Evo al Mundial 2018?, ¿la falsa percepción de que en Moscú se gesta un nuevo modelo de Humanidad?, ¿el gustito de ver a los gringos gastar dinero para blindar a Zelensky y a su pueblo?, ¿la idea fija de que solo Estados Unidos puede ser un poder imperial?, ¿una fe ciega en la clarividencia diplomática de los expatriadores de Managua?

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