El hallazgo de una cámara de espionaje escondida en la celda del gobernador cruceño Luis Fernando Camacho ha desatado una aguda polémica entre las fuerzas democráticas y las masistas. Como era de esperarse, para algunos acólitos del actual régimen solo se trataría de una patraña inventada por el secuestrado gobernador para victimarse. La policía dijo que no tenía autorización para aceptar una denuncia (sic), el gobernador del penal de Chonchocoro dijo que no se encontraron ni cámaras ni cableado, cosa natural pues la cámara estaba en poder del abogado de Camacho antes que “la justicia” la haga desaparecer. Un diputado masista (Cabezas) dijo que se trataba de un show montado por la víctima. Un ex viceministro (Siles) dijo que ante la ausencia de evidencias había que esperar el informe policial y de las autoridades competentes (ya me imagino al Gobernador del penal auto-acusarse como autor material e intelectual de este repugnante delito. Un poquito más y van a terminar pidiéndole a los violadores que se presenten a la fiscalía para denunciar su crimen, o que un narcotraficante se presente a la FELCC con 5 toneladas de cocaína para denunciar narcotráfico y de paso incriminarse.
Cualquier ciudadano que escuche los argumentos oficiales sobre el caso de espionaje penitenciario o cualquier otro abuso masista tiene tres opciones; se le revuelve el hígado de impotencia ante el cinismo oficialista, se muere de risa ante los argumentos absurdos e incoherentes de las autoridades gubernamentales, o finalmente decide guardarse la bronca hasta el momento de ajustar cuentas con este inmenso tropel de abusivos.
Sin embargo, a más de la indignación que todo esto produce en el ciudadano de a pie, independientemente de que se trate del Señor Camacho o cualquier ciudadano al que se le pisotean los derechos, habría que indagar cuál es el origen de tanto abuso, cinismo y descaro. Yo tengo mis propias hipótesis.
Para empezar, creo que el presidente y todo el cortejo que lo acompaña ha desarrollado un síndrome absolutista tan agudo que ya no les permite ver, escuchar o ponderar el sentimiento ciudadano. Este carácter absolutista se expresa, a más del desprecio absoluto por los derechos ciudadanos, por ejemplo, en el desconocimiento de los resultados de un Cabildo Nacional (no sabemos dónde quedó aquello de “gobernar escuchando al pueblo”). Simplemente, para utilizar una frase más coloquial; se estornudan en lo que les pidió la sociedad. Lo que haga la sociedad civil les importa un verdadero comino, si algún ciudadano les incomoda mucho lo judicializan, y si les sigue incomodando lo meten preso, y si aun así les sigue incomodando (como lo hacía García Mesa y Arce Gómez en tiempo de las dictaduras militares) judicializan a sus hijos, a su esposa, a sus parientes o a sus amigos cercanos, y si se les ocurre también los encarcelan. Sienten que tienen el poder absoluto.
El absolutismo fue un sistema de gobierno, propio de las monarquías tradicionales (del siglo XVI al XVIII) en el que todo el poder era ejercido por el rey. El famoso enunciado del Luis XIV “El estado soy yo”, recubre hoy en día todas las acciones del masismo. Luis XIV podía hacer lo que le venga en gana porque él, y solo él, era el Poder, y si se veía forzado a dar explicaciones no tenía inconveniente alguno en dar por argumento o justificación cualquier absurdo, finalmente al único que debía cuentas era a Dios.
Hoy el temor a Dios lo sustituyeron por el temor a los fiscales, a los jueces y sus policías, y para librarse de ese temor los sometieron a todos ellos en calidad de sicarios judiciales. Esto va acompañado de la falsa certeza de que gobernarán mil años y habla, además, de la naturaleza retrógrada del MAS, de su carácter absolutista. Ya quedó atrás todo el “progresismo” que ilusionó a los bolivianos el 2005, hoy encarnan de forma dramática todas las fuerzas conservadoras, desde las que se aferran al pasado prehispánico hasta las que se inventaron un golpe para encubrir el fraude, y lo más alarmante, el retorno del pasado más oscuro de la humanidad cargado de racismo, de un irrefrenable deseo de revancha, de odio, de rencor y desprecio por los valores que la humanidad conquistó penosamente desde el Renacimiento.