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La izquierda

En tanto esquema interpretativo de la realidad, el método de análisis marxista es tan válido como cualquier otra teoría bien pensada. Como proyecto político tiene falencias. La principal radica en que plantea un cambio esencial abstrayéndose de la realidad de la naturaleza humana, construyendo un molde ideal para luego pretender, como Procusto, que en él calcen todos.  Y si esto no ocurre (como es común), sangre y fuego para esculpir al «hombre nuevo» (colectivista, no competitivo, sin muchas ansias de superación individual) un leal, sumiso y funcional revolucionario de base, vital para un proyecto igualitarista y dispuesto a dar su vida por él. No resulta así extraño que procesos de este tipo estén marcados por la violencia, tanto con los capitalistas (enemigos naturales) como con los mismos sujetos en los que la revolución se apoya (disciplinamiento constante, proscripción en filas internas de la libertad de pensamiento, palabra y obra, etc.), surgiendo así, en el seno mismo de un proyecto de tinte igualitario, una rara estratificación social entre el revolucionario de élite (nomenklatura soviética, P.E.) y el de base.

Desde esta perspectiva esencialista, la idílica visión de mundo del marxismo y la izquierda en general, comienza y termina en una utopía deseable pero inviable en las condiciones humanas actuales, y donde pretendió ser impuesta corrió sangre, para luego terminar sin rastro duradero, salvo, claro, en la cabeza de algunos nostálgicos (de la extinta URSS queda poco en los rusos, retornando con extrema facilidad su vieja visión imperialista, hoy remozada y acertadamente liderada por Putin).

A su tiempo, los intentos neo-marxistas, enfocados en el análisis supraestructural, intentaron superar el clásico «determinismo económico» (acaso como respuesta al conductismo estadounidense), añadiendo a la vieja «lucha de clases» (inaplicable en los países que carecieron de una revolución industrial en toda regla) otros clivajes sociales existentes desde siempre en los colectivos humanos (de género, étnicos, etc.), hasta lograr un mix tan explosivo como implosivo que, en función de poder, gozó de cierto éxito con los socialismos del Siglo XXI, declinando luego sin haber generado al tan anhelado «hombre nuevo”, agente de sostén y estabilización del nuevo orden (algo que ni el mismo proyecto soviético logró en décadas de «socialización»), tarea aún más difícil debido a la fragmentación del sujeto de la revolución provocada por la inclusión de otras categorías además de la de clase.

Ello explicaría, parcialmente, la apuesta de los descendentes proyectos de la izquierda actual por el continuismo y la idea de un proceso excesivamente extendido en el tiempo (revolución permanente).

Salvo China, que pese a su bizarro pasado logró volcarse hacia un raro capitalismo de Estado, no se encuentran casos exitosos de proyectos socialistas en el mundo, ni siquiera en los países escandinavos (Suecia, Finlandia, etc.) más cercanos a una socialdemocracia menchevique que a un socialismo claramente bolchevique. Éxito que en este caso implica la internalización de los cambios en personas e instituciones, un sentido general de vida y sociedad de base atemporal, necesario para la construcción de lo nuevo.

Por su parte, el capitalismo explota lo que el hombre esencialmente es, un simio lampiño (ver «El mono desnudo» de Desmond Morris), egoísta, competidor y consumista, al que no pretende cambiar, limitándose a controlarlo en la medida de lo estrictamente necesario para evitar procesos degenerativos de orden sistémico, discurriendo apaciblemente hasta estabilizarse con facilidad a través de la mano invisible del mercado, sobreviviendo, no sin tensiones, a su propio desgaste.

Una izquierda acorde con los tiempos actuales es y será vital como ideología de control frente a los excesos mercantilistas, precautelando los equilibrios sociales esenciales, de ahí la urgente necesidad de repensarla.

Doctor en Gobierno y Administración Pública

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