Carlos A. Scolari
Al final de la vida de su padre, Agustín Fernández Mallo comenzó a escribir de manera casi enloquecida» en todas partes y a todas horas, en todo papel». Poco queda de esas notas fruto de un duelo anticipado, puro rumor de una cascada que no le dejaba dormir. «Solo cuando él murió, ese ruido cesó y pude escribir acerca de él y de mí». Ahí nace la ficción (?) y comienza la escritura de Madre de corazón atómico.
«Allí donde hay una ficción es porque algo ha muerto (…) y allí donde acontece una muerte con total seguridad tarde o temprano aparecerá una ficción».
Al terminar Madre de corazón atómico AFM notó que faltaba algo. «Lo que le faltaba a todo este haz de recuerdos tecleados era la materia, la materialidad de las cosas, porque juntar palabras en una computadora es un juego de prestidigitación, al cabo una trampa como otra cualquiera; lo difícil es crear la mismísima carne de esas palabras». Para remediar esta aparente ausencia de materialidad, AFM compró una pluma, cartuchos de tinta y una resma de papel y comenzó a «reescribir palabra por palabra, línea por línea, punto por punto» todo el libro. Había que «construirle un cuerpo vivo al cuerpo muerto de mi padre». Después de unas decenas de páginas, AFM abandonó esta copia manuscrita y encaró la salida final del texto (que no es otra cosa que la entrada en nuevas textualidades).
Como lector, creo que no era necesario ese último ejercicio de materialidad. Madre de corazón atómico es una obra donde los objetos y la materia están presentes desde la primera hasta la última página. Me interesa recuperar aquí algunos objetos mediáticos que aparecen una y otras vez en este emocionante libro. Lejos de los juegos vanguardistas de otros textos de AFM, quizás era necesario pasar por la escritura de una efervescente serie de obras disruptivas en la poesía, la ficción, el ensayo y todo lo que está en el medio para poder arribar a este volumen, su libro «más personal e íntimo».
Migrantes digitales
«Ver los objetos de un muerto (…) produce la sensación de una colección de cosas halladas en una preciadísima excavación arqueológica, y no obstante inservibles». El padre de AFM, un veterinario de profesión y humanista de vocación, poseía en su despacho un gran escritorio y otra mesa separada para el ordenador. Una superficie para los asuntos digitales y otra para los analógicos. Dos mundos separados, como acostumbra a ocurrir «en la gente de su generación», que «nunca fueron completamente integrados el uno en el otro».
En Madre de corazón atómico aparecen numerosos dispositivos electrónicos y digitales con nombre y apellido: una calculadora Texas Instruments «grande como un libro», un magnetófono de bolsillo Grundig, una Yashica Minister-700, un televisor Zenith en blanco y negro, un microondas de primera generación. Por momentos AFM me recuerda a Fogwill y su obsesión por las marcas (“el hombre que más sabía de automóviles y cigarrillos”, según Borges). El padre de AFM encarnaba una «forma de pensamiento en el que la tecnología y los organismos conforma(ba)n un todo, el sueño del humano acoplado a la máquina». Pero ese paradigma fue sustituido por otro donde el humano se diluye en la red.
«Resulta amargo y simultáneamente una impagable lección de vida asistir al modo en el que una mente gasta sus últimos esfuerzos en intentar comprender algo que ya no es de su tiempo».
¿Se animará AFM a apretar el play y escuchar la voz de su padre saliendo del viejo magnetófono Grundig? La misma pregunta nos acosa hoy cada vez que revisamos viejos mensajes en WhatsApp con las voces de los que ya no están.
Materia y duelo
Mesas de comedor, un jersey de ochos, botas amarillas, aviones de cuatro hélices, latas de Seven-Up, paquetes de galletas Artiach, respiradores artificiales, catéteres, Moleskines, auriculares, un frasco de chapapote, discos de vinilo y un SIMCA 1200: los objetos proliferan en Madre de corazón atómico. Cuando un ser querido se va, detrás quedan los recuerdos y los objetos. Pero los recuerdos también están plagados de objetos. Al final, solo quedan los objetos, digitales o analógicos, reales o recordados. Y las narraciones parten de esos objetos, y esos mismos objetos van amoblando la memoria.
Durante un viaje a Estados Unidos, el padre de AFM -nunca nos dice su nombre- fotografía con su Yashica Minister-700 coches, bebederos, básculas y cobertizos, «detalles aparentemente anodinos y muy concretos, puramente objetuales». Son estos objetos fotografiados, junto a las revistas (Pig International, El Viejo Topo), periódicos (Heraldo de Madrid, El Socialista), libros (Fasciolosis hepática de los rumiantes), facturas, cuadernos de viaje, diarios personales y una máquina de escribir Hermes los que le permiten a AFM reconstruir la vida de su padre. Estos objetos concentran y activan los recuerdos. «Todo detalle que fijamos en la memoria y después ascendemos a recuerdo lo hacemos para que tarde o temprano aflore como nudo sentimental, como generador de un conflicto».
La vida del autor también está marcada por los objetos. En Madre de corazón atómico encontramos desde casas «casi despojadas de objetos» hasta playas repletas de tapones de botella, trozos de peines, bolas de papel de aluminio, «objetos que habiendo sido de consumo humano el mar se había llevado y ahora devolvía convertidos en verdaderos cantos rodados, apenas indistinguibles de los elementos puramente naturales», conformando un «bellísimo Frankenstein». Y también ovnis, pegatinas y las Páginas Amarillas de Nueva York.
«Tecnología e identidad humana siempre son simultáneas, no sólo en el espacio sino en el tiempo. Todos somos contemporáneos de cuanto existe (…) Lo antiguo no existe, se trata de un invento puesto en marcha por el mercado de la nostalgia».
Con las cosas «antiguas» pasa lo mismo que con los seres queridos que ya no están: lo valioso no es llorar su pérdida sino «traerlas al hoy para ver cómo construyen nuestro presente».
Las buenas narraciones
Madre de corazón atómico es una buena narración.
«Las malas narraciones cuentan una verdad a medias. Las buenas narraciones cuentan una verdad y media.»
Es ese plus el que convierte a Madre de corazón atómico en una lectura sanadora.
«La muerte de un ser querido es un proceso muy misterioso, muere para renacer en ti de otra manera, resucita para ser otro en ti.»
Cuando alguien cercano fallece, nos quedamos con «un número mínimo de objetos, un mínimo común denominador de enseres que pronto serán las definitivas mercancías afectivas para un futuro». Ese proceso de resurrección no podría convertirse en narrativa sin la materialidad de los objetos, no solo mediáticos, que hacen posible el renacimiento de lo que se fue pero sigue estando ahí.
«La vida escribe la ficción que nosotros jamás nos atreveremos a escribir».
AFM se atrevió y es una alegría que en tanto lectores podamos entrar a formar parte de esa historia.