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Después del liberalismo

A diferencia de los precandidatos del MAS y de la conveniente ambigüedad ideológica de Manfred (¿nacionalista?; ¿de derecha?), en la oposición abundan opciones que pueden reputarse liberales. Están desde los social-liberales hasta los libertarios. Los primeros apuntan que los segundos son conservadores embozados. Por su parte, los frenéticos libertarios acusan a sus moderados parientes de no ser liberales, sino “socialistas” o “keynesianos”. Difícil ser mediador en esa pelotera.

Por la crisis económica y el desgaste del MAS, el discurso liberal ha retomado fuerza, aunque habrá que medirla en las elecciones. Sin embargo, hay cierto consenso tácito de que medidas de mercado y de apertura, liberales, se adoptarán más temprano que tarde. Para unos, como si fueran aceite de ricino; para otros, como el bálsamo de Fierabrás, la panacea del Quijote.

Nuestros debates políticos también son un reflejo, desdibujado y tropicalizado, de los centros mundiales o regionales (por ejemplo, vivimos más de 20 años de litigio entre comunitaristas y liberales, y entre estos últimos y los peronistas locales). Según los liberales, nos aguarda su renacimiento económico y político, luego de dos décadas de nacionalismo de izquierda. Pero no es seguro si predominará el liberalismo, hayekiano o no. El posliberalismo de derecha podría afincarse también aquí, como lo hizo la izquierda identitaria.

Esa nueva derecha se ve en la candidatura republicana en Estados Unidos (más en el aspirante a vicepresidente, J.D. Vance, que en el mismo Trump), y antes en Bolsonaro o en Víctor Orbán de Hungría. Una nueva corriente, tradicionalista, iliberal y cesarista va colonizando la derecha. Putin, por ejemplo, es un heredero de los zares y la Iglesia Ortodoxa, y del eurasianismo (a través de las ideas de Alexander Dugin), no el izquierdista que ven algunos ilusos para los que ruso es igual a rojo.

En Bolivia, el MAS no solo fue una confederación de izquierdas. También fue una reacción de la sociedad tradicional contra la política liberal. El personalismo del caudillo –el cesarismo local– es más natural para la sociedad tradicional que la asepsia impersonal liberal. Las huestes nacionalistas tienen inveteradamente al Estado como sinónimo de bien común, no como un ogro a batir.

Los bautistas, creyentes, son también aymaras; los ateos provienen de la clase media urbana, liberal o izquierdista, pero son una fracción minoritaria (4,1% de ateos en el país, frente a un 94% de filiación cristiana). El mundo popular profesa aún un catolicismo paternalista, receloso del individualismo, junto a algunas devociones evangélicas, en las cuales el éxito pecuniario es bien visto. En general, los liberales/izquierdistas-urbanitas de clase media miran a militares y pastores o sacerdotes como una rémora, pero el mundo rural y el indígena los valora práctica y simbólicamente.

En materia social, salvo por la ley de cambio de identidad de género, el MAS ha sido conservador, aunque le disgustara la Iglesia Católica. En medio del Estado laico, parlamentarios del MAS –no seguidores de Jeanine Añez con su Biblia a cuestas– promovieron en 2023 la aprobación de la Ley 1538. Esta declaró patrimonio cultural a la procesión de Semana Santa de La Paz, para espanto de los que aún imaginan que Bolivia es la Francia revolucionaria (!). Paradójicamente, la sociedad tradicional encontró en el MAS un canal de expresión.

En el mundo, una parte de la derecha está dejando de ser liberal. Nada sería más gracioso que un nacionalismo “blanco” en Bolivia, pero otros pruritos de esa nueva derecha pulularon en nuestro pasado como para descartarlos en nuestro futuro: el cesarismo plebiscitario, la desconfianza en el pluralismo, el mito de que atrás yace una sociedad ideal, justa (el pueblo de Dios) y que en nuestras tradiciones está la respuesta.

Muchos esperan la vuelta del Edén liberal. Pero Dios es un niño que juega a los dados. Quizá nos tiene reservados unos césares, bien sean de izquierda o derecha, preocupados por asegurar un mínimo de orden social y, claro, por el poder.

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