A lo largo de la historia ha habido personajes cuyas vidas sembraron el camino de nuevas generaciones con valores humanos y compromiso social. Las vidas de Gandhi o de Nelson Mandela han quedado en el imaginario colectivo como ejemplos supremos de consecuencia, valentía y humildad. Los recordamos por sus vidas, no por sus muertes. Los recordamos por sus enseñanzas y por su generosidad. Los recordamos por su manera de trascender despojados de soberbia y de apego a los bienes materiales.
Las circunstancias históricas extremas de India bajo el colonialismo inglés y de Sudáfrica sometida a la aberración del apartheid, convirtieron a ambos personajes en símbolos sin fronteras, más allá de la circunstancia específica de sus países. La sabiduría de sus frases y las imágenes de sus luchas por la dignidad seguirán inspirando a esta parte de la humanidad que todavía cree en valores fundamentales. Quizás al paso de los siglos Mahatma y Madiba sean recordados a través del velo difuminado que distorsiona la memoria (si es que la humanidad sobrevive un siglo más), como ocurrió con Jesús, Mahoma o Buda Gautama, profetas cuyas vidas fueron remedadas por seguidores más interesados en fundar religiones que en aplicar preceptos filosóficos.
Cada región y cada país ha tenido faros cuyo ejemplo de vida debería orientar a las nuevas generaciones, pero eso ya no sucede. Vivimos un siglo que en sus primeras décadas ha mostrado un enorme deterioro moral y una profunda crisis de valores. Nunca antes el daño fue tan grande al espíritu como cuando los valores humanos se invirtieron, la corrupción y la injusticia se extendieron, y también la desidia, el abandono y el cinismo.
Los que tenemos edad suficiente, sabemos que las condiciones de lucha han cambiado. La esponja ácida de la indolencia y el descaro ha borrado a la gran mayoría de los jóvenes que hoy sólo manifiestan indiferencia e individualismo. Con el manido argumento de que ya no creen en la política tradicional, se unen a una masa amorfa de encubridores de injusticias. La inacción y el silencio cómplice engordan a los corruptos directos e indirectos: el que recibe la coima es tan culpable como el que la entrega para asegurarse un contrato.
Bolivia atraviesa el periodo más triste y lamentable de su historia. El país entero está dominado por la destrucción, el odio y el oportunismo. Gobiernan narcotraficantes, contrabandistas, avasalladores y depredadores de la naturaleza. Se perdió lo último de dignidad, moral y ética porque desde el poder se ha logrado “normalizar” exitosamente los antivalores del oportunismo y de la descomposición social.
Ya no es extraño ni reprochable que poblaciones enteras estén fervorosamente dedicadas al narcotráfico, al contrabando o a la trata y tráfico. He dejado de mitificar a trabajadores mineros que antes admirábamos y que ahora, con los mismos guardatojos (pero nuevitos) y con discursos vaciados de contenido, se enriquecen envenenando los ríos. Y no puedo sino desconfiar de comunidades indígenas que quieren expulsar de sus territorios a la minería salvaje, pero solo para hacer lo mismo y seguir deforestando, envenenando y avasallando.
Todo lo anterior, alentado mediante prebendas desde el Gobierno que asienta su estabilidad política en movimientos sociales maleados y en 520 mil empleados públicos cómplices, activos o silenciosos, del deterioro ético de la sociedad. Así vamos perdiendo los rasgos fundamentales de humanidad.
Antes, el apoyo de instituciones y de líderes sociales era importante, pero hoy están en su mayoría quebrados, comprados y vendidos. Como ejemplo, el pusilánime rector de la UMSA, antes defensor de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia, ahora aliado oportunista del MAS, quizás el más visible por su wila chala, pero no el único. Cada vez abundan más los que carecen de valores y de integridad ética y moral, aunque se cuelguen la etiqueta de la “reserva moral” de la sociedad boliviana.
Los indiferentes son también cómplices culpables que se acomodan en una zona de confort, se escudan en una ética cuestionable y, aunque expresen en privado un discurso “políticamente correcto” que no los compromete ni arriesga, no es menor su cobardía que la de los mercenarios digitales que se esconden en el anonimato.
En medio de ese paisaje humano desolador, se yerguen unas pocas voces que desde diferentes espacios individuales o grupales luchan por la justicia, por los valores humanos y por la dignidad que quisiéramos heredar a futuras generaciones. Lo hacen desde su lugar de trabajo, desde su entorno inmediato, con convicción, dedicación y sin ánimo de protagonismo. Lo hacen en el marco de instituciones o colectivos ciudadanos, donde investigan y denuncian las políticas depredadoras: la minería del oro, el envenenamiento del agua, la deforestación, la corrupción, o los avasallamientos.
También hacen lo propio periodistas, columnistas y líderes de opinión, que a riesgo de su seguridad personal y de ser considerados parias en los ámbitos en que se mueven, tratan de entender y de explicar cómo hemos llegado a un deterioro social y moral tan extendido.
Y por supuesto, lo hacen los defensores de derechos humanos, en todos los rincones del país, que se enfrentan a agresiones físicas y sicológicas por el simple hecho de exigir justicia y la vigencia de derechos. Entre esos defensores destaca en Bolivia la personalidad de Amparo Carvajal, presidenta de la Apdhb, quien ha optado por sacrificar su salud y seguridad personal en una acción extrema y peligrosa, en aras de recuperar la histórica sede de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia avasallada por grupos de choque del Gobierno.
Es probable que su abnegación no conduzca a un resultado positivo y no trascienda más allá de las repercusiones en medios de información independientes (cada vez menos). ¿Vale la pena su sacrificio? Aquellos que la refuerzan y aplauden no son quizás conscientes del cargo de conciencia que tendrán que sobrellevar si le sucede algo grave a Amparo. Yo prefiero a Amparo como símbolo vivo. La prefiero sana y libre para que su ética siga orientando a otros defensores de derechos humanos. Es muy peligroso jugar con la vida de otras personas, como hace el Gobierno. Yo seguiré apostando siempre por la vida, eso me enseñó mi querido Liber Forti.
La situación de Amparo nos ha puesto en un túnel sin salida. Acciones como la huelga de hambre de 1977-1978 se podían realizar porque existía un capital social movilizado, como sucedió frente a la dictadura de Banzer. Pero los tiempos han cambiado y los jóvenes ya no son la “generación de recambio”, los más son ahora apáticos y les importa un bledo, o peor, forman parte de las correas de transmisión subsidiarias del prebendalismo, la corrupción y el contrabando.
Las condiciones de lucha por la democracia y por los derechos humanos ya no justifican actos dramáticos que ponen en riesgo la vida de personas valiosas, porque ya no existe un acompañamiento transgeneracional. El poder prebendal del régimen del MAS ha tenido la habilidad de envilecer o crear temor a través de grupos de choque. No hace mucho marchábamos pacíficamente hasta San Francisco en defensa de la democracia. Luego nos limitamos a llegar a la plaza Abaroa, de donde funcionarios del Gobierno (sin ocultar sus gafetes institucionales) nos agredían. Luego las manifestaciones se relegaron al sur de la ciudad de La Paz, donde carecen de importancia. En esa situación estamos.
Amparo solía decir que “los derechos humanos son más que una casa”, pero está sacrificando su vida por esa casa que sin duda recuperaremos. Mientras tanto, la queremos y necesitamos viva.