Márcia Batista Ramos
Los trenes en el sur andan despacio, son los mismos del siglo pasado, con el asiento duro y las ansias de llegar.
Desde la ventana del tren vi pasar, lentamente, paisajes y escenas que, de cierta forma, me había olvidado en la gran ciudad, con los ojos clavados en el celular.
Mientras estuve estática, sentada mirando por la ventana del tren, me percaté que la última estación, antes de mi destino, estaba igual con su letrero gastado, la construcción de piedra de estilo inglés, de apariencia fría con el mismo banco de fierro y la misma campana de toda la vida. Pero, había casas nuevas, como indicios de que el pueblo se estaba acercando a la estación. Seguramente, los niños de antes, crecieron, se casaron, tuvieron hijos y por eso, tantas casas nuevas pintadas como las casas antiguas, con el color nostálgico de rutina y sueños pequeños que caben en la billetera de un asalariado con familia. La torre de la iglesia, seguía siendo, la edificación más alta del pueblo, seguía vigilando todos los actos de todas las personas, para asegurarse de que sigan siendo buenos cristianos por los siglos de los siglos.
Pensé en las niñas de antes, que caminaban en la tarde equilibrándose sobre los rieles en fila indiana, con sus risas estridentes, soñando en crecer para subir en el tren e ir para la gran ciudad para ser libre, tener su propio departamento, los zapatos de moda y pantalones vaqueros.
Para las niñas de antes, la gran ciudad era aquél lugar allá lejos, donde las sábanas blancas no volaban prendidas al alambre del varal. Había un fascino por la gran ciudad, porque en ella hay comida rápida, supermercado y cosas que facilitan la vida de las mujeres y les sobra tiempo para ser personas. Por eso en la gran ciudad, las mujeres andan sobre tacones y no con un delantal en la cintura y pueden cambiar la pañoleta blanca de sus cabezas por colores vibrantes en sus cabellos.
Pero algo les pasó a las niñas de entonces, que jugaban en fila indiana sobre los rieles, tal vez tuvieron miedo de subir al tren. Por eso, se casaron con los nuevos operarios de la fábrica del pueblo y se quedaron con sus mandiles y pañoletas a tender las sábanas blancas que sueñan que están volando con el viento, mientras los prendedores las sujetan al alambre del varal.
El miedo de ir más allá, de enfrentar lo desconocido, tal vez, fue el motivo para que pinten sus casas nuevas, cerca de la vieja estación, con colores de nostalgia y siembren en sus jardines ilusiones minúsculas de que sus hijas o las hijas de sus hijas arriesguen a cambiar su destino.
Si. Tiene que haber sido el miedo, el motivo para que ellas no se atreviesen a descubrir la soledad de la gran ciudad, con luces que reflejan el brillo de los cabellos de colores vibrantes y descubren la sonrisa maravillosa de quienes saben lo que no quieren.
Los trenes en el sur, son los mismos del siglo pasado, andan despacio.