Con el riesgo de repetir lo que ya dijeron algunos columnistas en la prensa (Andrés Gómez Vela y Martín Montero), retomo un tema que da para mucho. Hace unas semanas, el presidente cantó a voz en cuello la preciosa cueca La Caraqueña, compuesta por Nilo Soruco en Venezuela, cuando estaba exiliado en la dictadura de Hugo Banzer. Lo hizo desde el centro del poder político, con uno de los grupos más importantes del país como compañía de fondo, con los micrófonos y las cámaras a la orden. Llegando al estribillo “Ya la pagarán no llores prenda, pronto volveré”, cambió la letra por lo que todos conocemos.
No sé cuántas veces habré escuchado y cantado esa bella canción. Recuerdo largas guitarreadas en las que, cuando llegábamos a esa parte de la letra, teníamos que bajar el volumen para evitar que los vecinos nos escucharan. Era peligroso, había canciones prohibidas. En aquellos años, esa letra era subversiva, desafiaba al poderoso sabiendo que podía tener un costo. El “facho” era el militar gobernante que en cualquier momento podía tocar las puertas. Era música de protesta, en dos sentidos: protestar -queja respecto de algún tema-, y juramentar una filiación de lucha. Les decíamos a los dictadores que pagarían por sus atropellos. Era el grito democrático -acaso ingenuo y esperanzador- de los oprimidos frente al poderoso.
Que ahora la mayor autoridad del país entone esa melodía, sabe a café descafeinado. O peor, se escapa un tufo de amenaza. Se trata de un himno de poder que lanza una advertencia tenebrosa.
El mensaje se inscribe en una retórica de reconversión de contenidos orquestada desde el gobierno. Por todos los frentes se empeñan en dar la vuelta a los conceptos básicos: una victoria electoral es una “recuperación democrática”; la renuncia-huida de un presidente es un golpe de Estado; un movimiento social democrático es un grupo golpista-terrorista; el vandalismo urbano es heroísmo revolucionario.
Darle vuelta a los hechos en la era de la posverdad, ha llevado a límites impresionantes. Tanto se ha torcido todo argumento que la hija de un amigo mío que participó la resistencia de octubre-noviembre del 2019, que vivió la violencia en carne propia, que sintió el miedo cuando un grupo gritaba en la puerta de su casa rompiendo vidrios y prendiendo fuego, le preguntó a su padre: ¿entonces resulta que ahora nosotros somos los golpistas?
Lo que busca el gobierno a través de su estrategia discursiva, imponer categorías legítimas que clasifiquen a todos en su tablero, siendo ellos los buenos y los demás los malos.
Habría que volver a preguntarnos qué es un “facho”, y quiénes son los “fachos” de nuestro tiempo. Facho es el que amenaza desde el poder, el que miente, el que da la vuelta a la historia para buscar beneficios políticos. Facho es quien se aferra al gobierno y que acude a todos los recursos -fraude, violencia, mentira, etc.- para no soltarlo. Es el que ha disfrutado las mieles del poder durante varios lustros, el que le gusta mandar y hacer obedecer. Facho es el que miente con descaro ocultando datos y mostrando sólo los que le convienen, es el que amenaza a los defensores de derechos humanos. Es el antidemocrático, es el violento, el intolerante que no soporta al que piensa diferente y lo calla a golpes. Es el que adora del pensamiento único, el que repite los dogmas del jefe. Facho el que quiere el control total, el que le encanta polarizar, disfruta de la guerra, adora los extremos y la confrontación, que piensa que sólo hay salida si se elimina al contrario. Facho es quien le ha dado a la política un solo sentido: imponer su verdad.
Sí, el país tiene muchos fachos con nuevos rostros, en uno y otro lado; unos son francos, abiertos, transparentes, otros que visten su discurso con palabras melosas barnizadas con un socialismo que ya no convence. Los que acusan a los demás de ser fachos sin mirarse en el espejo, y hasta pretenden dar lecciones de cómo no volverse facho.
Cuando el presidente canta una cueca como un himno de guerra, luego de usar la justicia a su conveniencia, de polarizar hasta el cansancio, de ejercer el gobierno con abusos que todos conocemos, da miedo. Qué lejos está aquellas guitarreadas cuando cantábamos La caraqueña con los amigos, con temor y con esperanza. Ahora sólo nos queda repetir “nunca el mal duró 100 años, ni hubo pueblo que resista”. Ya vendrán tiempos mejores.
Hugo José Suárez es sociólogo