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La crisis del agua es un virus que está matando a la Chiquitania

Por Roberto Navia Gabriel/Fundación Tierra

Antonia Chuvé Aguilar despierta con un temor que le provoca un dolor enorme en el pecho. Teme que su cuello ya no resista el peso del balde con el que transporta el agua desde el tanque negro hasta su casa, donde ella se encuentra ahora, acostada, a punto de levantarse, escuchando el canto de los pájaros que en otros tiempos era imposible verlos husmear en los bebederos de las gallinas.

Cada día repite la misma historia. Se levanta directo a buscar los recipientes vacíos que guarda en su cocina de barro. Lleva un balde colgando en su brazo y camina los 200 metros de distancia que hay entre su casa y el tanque de 5.000 litros que está en una esquina, donde ella y los 700 habitantes de Fátima se abastecen de agua desde antes que despunte el sol. 

Después, mientras lo va llenando, observará cómo el chorro cae sin fuerza en el recipiente. Cuando lo esté subiendo a la coronilla de su cabeza, le volverá el temor que la despertó hace un momento en su cama.

Fátima es un rancho que se encuentra a 10 minutos de San Antonio de Lomerío, en la provincia Ñuflo de Chaves, al norte del departamento de Santa Cruz. Ahí, en una esquina está el tanque negro, de plástico y panzón, con el líquido que de un pozo de 120 metros de profundidad es bombeado por un motor que solo puede funcionar durante 45 minutos de manera continua, para que no se queme, para que no explote por el excesivo calor.

Fátima, como toda la región chiquitana, padece las consecuencias de una sequía que se ve reflejada en la escasez de agua, incluso para beber. Eso lo sabe Antonia, que tiene 46 años de edad, que cada jornada emprende la misma batalla: llevar el agua de cada día a su casa. Lo hace de una manera diferente que el resto de sus vecinas: enrosca una toalla con sus manos y la coloca como una corona encima de su cabeza para que el balde, con 20 litros de agua, amortigüe el vaivén de sus pasos y no se desnuque, aunque cualquier tropiezo puede ser fatal.

Las vecinas de Antonia transportan sus recipientes con agua en carretilla. Antonia lo hace encima de su cabeza porque hace un año que la rueda de su carretilla quedó destrozada de tanto uso, de tanto ir y venir. La carretilla está ahí, apoyada en la pared de barro de su cocina, agazapada como un animal prehistórico atacado por las plagas del mundo. Ella la mira de rato en rato y a veces le habla. Le dice: «Tanta falta que me haces».

La carretilla sin rueda de Antonia/Foto: Karina Segovia

«La rueda cuesta Bs 150 en la tienda de San Antonio de Lomerío, pero me han dicho que en Santa Cruz está más barata», dice, mientras saca cuentas con sus dedos. «Pero este año tampoco la podré comprar. La sequía está afectando a la siembra de maíz y es probable que la cosecha sea escasa. La siembra se la riega con la lluvia. El maicito brota y eso va creciendo. Si uno tiene suerte, la lluvia cae cuando la planta está por florecer. Pero ya son más de siete meses que no llueve aquí y mi marido, que se va al chaco a las cinco de la mañana, está enfermándose de estrés«, comenta la mujer.

La sequía está haciendo que el estrés ya no sea un patrimonio de las grandes urbes.

Pero Antonia no se deja morir. Ya ha librado muchas guerras desde que era una niña. Fue a sus ocho años cuando empezó a cargar baldecitos pequeños y a medida que fue creciendo y sus fuerzas aumentaban, también subía el tamaño de los recipientes.

«Antes con mis padres íbamos a traer el agua desde Motacusal, donde había un atajado que quedaba a dos kilómetros de aquí», cuenta.

Con los años, los vecinos lograron convencer a alguna autoridad para que les perforen un pozo en la entrada del rancho, de donde sacaban el líquido bombeando manualmente. Hasta que en 2018 estrenaron un nuevo pozo del que extraen agua con un motor que deben cuidar para que no se recaliente, para que dure un poco más porque saben que si se llegara a arruinar, se quedarán un buen tiempo sin agua. 

El tanque de agua en Fátima/Foto: Karina Segovia

Antonia siente que esto es un avance, pero que necesitan más atención. Ella sueña con que llegue el día en que cada casa de Fátima tenga un grifo del que puedan sacar el agua las 24 horas del día, sin la necesidad de caminar tanto, cargando la cruz de los baldes.

«No quiero que mis hijos y mis nietos corran mi misma suerte. Yo también ya quiero descansar. No es vida acarrear todos los días agua encima de la cabeza», dice antes de que se le corte el hilo de su voz.

El cacique Mateo Rodríguez confirma que la sequía está golpeando a todas las familias de Fátima, pero en especial a las mujeres que son las que se encargan de transportar el agua a sus casas, porque sus maridos se ocupan de las labores de campo y en aguardar la lluvia que no llega.

En San Antonio de Lomerío, la población se abastece de esta bomba de agua/Foto: Karina Segovia

En San Antonio de Lomerío hay grifos en las casas, pero de muy poco sirven. “Estamos sufriendo mucho”, dicen casi en coro los vecinos. Son más de 2.500 habitantes en el pueblo y todos sienten que el sistema de agua, compuesto por cañerías que llegan a cada casa, son parásitos que despiertan una vez a la semana y las pocas horas se vuelven a dormir.

Lilí Supayabe Chávez es la presidenta de la Cooperativa de Agua de San Antonio. Ella, sentada bajo la sombra de un árbol de mango en el patio de su casa, cuenta que el motor que bombea el agua de dos pozos debe trabajar como esclavo durante tres noches continuas para llenar el tanque, que tiene una capacidad de 100.000 litros de agua.

Cuando eso ocurre, recién abren la compuerta del tanque para que el agua baje por gravedad y recorra por las cañerías subterráneas de San Antonio y llegue a los grifos de las casas. Pero la algarabía dura poco porque el tanque se queda vacío después de dos horas y todo vuelve a estar como antes: un pueblo sin el servicio de agua en pleno siglo XXI.

Como en San Antonio no hay río ni curichi, ni arroyo ni alguna laguna para que la gente y los animales no mueran de sed, hay otras dos posibilidades de conseguir agua: acudir a una de las cuatro bombas manuales o esperar a que pase el camión cisterna que llena los tanques de plástico que las juntas vecinales han colocado en algunas esquinas del pueblo.

Pero ojo —advierte Lilí Supayabe— el agua que llega en cisterna no sirve para beber porque es sacada de los tres atajados que también están casi secos, donde acuden los animales y alguna gente se baña al caer la tarde.

El ganado bebe agua de los atajados. El agua está contaminada por las cenizas de los últimos incendios/Foto: Karina Segovia

A un kilómetro de San Antonio de Lomerío hay uno. Es un ojo de agua café que está por emitir su último suspiro. Este atajado, como todos los que hay en todo el territorio chiquitano, son alimentados por las lluvias. Pero la lluvia no cae desde hace más de siete meses y el cielo sigue renuente en desatar una tormenta que sea capaz de calmar la enorme sed de una región donde, tanto los seres humanos, las plantas como los animales de corral y silvestres, están afrontando una sequía de gran magnitud.

Mientras tanto, este atajado es el punto de encuentro de personas y animales. Son las cinco de la tarde, pero el sol alumbra con la misma fuerza del mediodía. Hay gente en ropa interior sumergida en el agua. Allá hay un hombre jabonándose los brazos, mientras una muchacha está al lado de él dispuesta a zambullirse con cuidado, tomando en cuenta que la profundidad no supera el medio metro. 

En otro lado de esta fuente de agua hay cuatro caballos que beben envueltos en una concentración que no se rompe ni con el bramido del camión cisterna que ha llegado para chuparle nuevamente el agua, para luego depositarla en los tanques de las esquinas de San Antonio de Lomerío.

«El rato menos pensado aparecen los animales salvajes, agachaditos, sigilosos, para mojar sus lenguas y sus gargantas y alivianar la temperatura que a veces supera los 40 grados centígrados. El otro día, cuando ya se estaba ocultando el sol, vi a un gato del monte, los dos cruzamos la mirada. Yo me hice el desentendido y lo observé de reojo. Se puso a beber con muchas ansias y después desapareció como un rayo», cuenta el chofer del camión cisterna.

En San Antonio de Lomerío, las mujeres transportan recipientes con agua en carretillas/Foto: Karina Segovia

San Ignacio de Velasco

Grande o pequeña sea la comunidad o el pueblo o la ciudad. En la región chiquitana de Bolivia, donde mora el Bosque Seco Chiquitano (BSC), la sequía golpea con la misma fuerza. San Ignacio de Velasco es la capital de la provincia de Velasco, que se encuentra a 476 kilómetros de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra. Aquí, la vida cada día también se pone a prueba. Por donde se mire, por donde se vaya, la escasez de agua golpea por igual a los seres humanos, al ganado, a los animales silvestres y toda forma de existencia que necesita del valioso líquido para sobrevivir.

Fernando Rojas es el presidente de la Asociación de Cabildos, que representa a 120 comunidades originarias de San Ignacio de Velasco y sus pies caminan por el lecho de la laguna Guapomó, de donde los más de 60.000 habitantes se proveen (ahora de manera intermitente), de agua a través de un sistema de cañería

«Donde estoy parado, antes el agua me llegaba al cuello. Ahora solo hay una tierra partida y un hilo delgado de agua donde algunas aves llegan a beber con su último aliento», dice.

Fernando Rojas arroja el dato de que se están perforando pozos para socorrer la demanda de agua que tiene la ciudad y las comunidades rurales. Pero muchos de estos pozos aún no están conectados a la red de agua potable y por eso el racionamiento se hace sentir.

El cacique vive a dos kilómetros de San Ignacio de Velasco, en una comunidad que llama San Rafaelito de Sutuniquiña. Ahí el grifo casi siempre está seco. El atajado está seco y el tendido de agua potable que hicieron desde la ciudad no les saca del apuro.

«Es para llorar», dice. En casi todas comunidades, las pequeñas represas que tienen también están secas. Los pozos que se han perforado en el campo se están secando. La gente está emigrando porque no puede sembrar.

Fernando Rojas dice que sabe cuáles son los motivos que están causando este desastre ambiental. «Han tumbado los árboles de la cuenca de la represa de San Ignacio. Las empresas ganaderas han deforestado sin compasión. Lo vienen haciendo desde hace 20 años. Tienen cerradas los afluentes de agua que alimentan los atajados. Todo está deforestado, no hay árboles. Para rematar nuestra desgracia, tampoco llueve».

El cacique camina por la panza de la laguna seca. Observa los cascarones de los caracoles muertos, los espinazos de algunos peces que cayeron en desgracia, la vegetación muerta por falta de humedad. En el suelo seco se forman mosaicos quebrados y una bandada de patos surca el cielo a baja altura y el eco de su graznido ha quedado retumbando en la cabeza del Fernando Rojas.

«Los patos se quedaban a nadar», dice con una voz pesada, como si cada palabra fuera un ladrillo o una brasa caliente.

No camina solo. A su lado está el concejal del municipio de San Ignacio de Velasco, Fernando Álvarez, quien da pasos lentos por el 80% del suelo seco que avanza como una gangrena para devorar el 20% de agua que todavía tiene la represa.

«Este lugar es solo una parte de los efectos de la sequía», aclara. «Nosotros hemos venido denunciando sobre los avasallamientos de gente de otros lugares, la mala planificación del anterior Gobierno. Les otorgaron tierras a mucha gente llegada de otras partes. Nunca coordinaron con el Municipio. Hemos presentado denuncias. Esto ha causado la deforestación», indica.

El concejal hace números con los dedos de sus manos. Dice que la cantidad de comunidades campesinas que se formaron en la región chiquitana ya son 170, una cifra superior a las 120 donde viven indígenas del oriente y campesinos de la zona.

«Los colonos están asentados en los cinturones de preservación del Parque Noel Kempff Mercado. El impacto medioambiental de la deforestación es enorme en el Bosque Seco Chiquitano», lamenta la autoridad municipal.

El concejal coincide con Fernando Rojas en que los colonos no son los únicos que aportan al incremento de la sequía, puesto que también hay ganaderos que están deforestado y desviando las aguas de las cuencas a sus propiedades.

La deforestación, ya sea perpetrada por colonos o por ganaderos o agroindustriales, tiene el mismo efecto en el medioambiente. Su letalidad no depende de quién sea el que corte un árbol.

Entre 2016 y 2018 se ha deforestado en promedio 98 hectáreas por día en la ecorregión del Bosque Seco Chiquitano. Así lo asegura el estudio Tendencias de Cambio del Bosque Seco Chiquitano, que realizó la Fundación para la Conservación de Bosque Chiquitano (FCBC). 

En ese informe también se revela que entre 1986 y 2016 se perdió 1,1 millones de hectáreas del bosque en la ecorregión en la parte de Bolivia. 

El estudio lanza una advertencia: De continuar la tendencia de ocupación actual, se estima una pérdida adicional de otros 4,4 millones de hectáreas entre 2016 y 2040.

La situación del agua en la Chiquitania es tan dramática que explicarla de manera sencilla se convierte en un verdadero arte. Alcides Vadillo, director regional de la Fundación Tierra, es uno de los profesionales que viene investigando desde hace muchos años sobre esta problemática. Su conocimiento adquirido no solo es rico en información y su entendimiento en el tema permite guiar de manera profunda hacia el mundo de este drama. 

Alcides Vadillo habla

“Si bien es cierto que dos terceras partes del planeta están cubiertas de agua, solo el dos por ciento es agua dulce, por lo tanto, esa masa de agua que cubre el planeta no es apta para el consumo humano, de los animales y para el uso en los cultivos. Ese dos por ciento de agua dulce está en los ríos y de forma subterránea. Ese dos por ciento de agua es el que se usa para el consumo humano, de los animales, para la producción. Es agua para la vida, es el agua que necesita el planeta para su misma conservación del ecosistema, para seguir generando el ciclo de vida”.

El agua no viene del cielo, y esto parece elemental, pero como a veces se piensa que cae desde arriba en forma de lluvia, mucha gente cree que está cayendo del cielo. El agua sale de la tierra, es expulsada hacia la atmósfera, forma nubes y luego cae en forma de lluvia. Entre el agua que está en tierra y la que está en forma de nubes, hay un papel importante que juega el bosque: los árboles absorben la humedad desde la tierra y la lanzan al ambiente. Esto, por evaporación va formando nubes y posteriormente lluvias”.

“Por eso, no es lo mismo la sombra que puede generar un techo, con la que dan los árboles. La de las plantas es una sombra húmeda, fresca, placentera, porque las hojas están lanzando una enorme cantidad de humedad al ambiente. Entonces, sin el bosque no hay quién cumpla este rol y tendremos un ambiente mucho más seco”.

«La Chiquitania se encuentra asentada sobre el Precámbrico, que es un escudo subterráneo compuesto por las piedras más antiguas de la Tierra. Es una piedra dura, cristalina e impermeable. Por lo tanto, no solo que es casi imposible perforarla, sino, que al ser impermeable no hay agua subterránea en sus poros o debajo de ella. Entonces, el agua de la Chiquitania que se genera a partir de lluvias, se almacena en la superficie terrestre o en pequeños manantiales que están antes de encontrarnos con las piedras de Precámbrico”.

Y añade: “Estas piedras también generan serranías, laderas y pequeños manantiales superficiales por donde corre el agua de lluvia. Es sobre estas pequeñas cuencas y quebradas que se van estableciendo algunas represas para poder cosechar el agua y asegurar la existencia de este recurso vital durante el transcurso del año”.

«El Bosque Seco Chiquitano es seco por naturaleza. Sufre una sequía durante siete meses del año y durante cinco meses le caen las lluvias. Así se vinieron generando las condiciones para la vida. Por eso es que todas las ciudades, los pueblos, las comunidades y las haciendas ganaderas de la región, saben que durante el tiempo de lluvias deben cosechar agua  a través de represas y atajados. Así lo han venido haciendo. Lo que está pasando en estos últimos años, es que ya no son siete meses de sequía, comienzan a ser ocho, nueve meses y hasta un poco más. Mientras que se reducen a tres y a dos meses los de humedad. La región se va volviendo cada vez más seca”.

«Existen estudios que demuestran que, en los últimos 20 años, la región Chiquitana está perdiendo más de un 15 por ciento de humedad. O sea, hoy es 15 por ciento más seca que hace dos décadas. Además, el 2019 fue 50 por ciento más seca que el 2018, y el 2020 estamos casi al 50 por ciento de pérdida de humedad en relación al 2019. Las represas de agua que existen para el consumo humano en San Ignacio de Velasco, en San Rafael, en San Miguel, entre otras poblaciones, están con problemas”.

“Me he sorprendido hace algunos días, cuando me enteré que el mismo canal Tamengo tiene problemas. Su nivel de agua ha bajado a tal punto que hoy no es navegable. Esto es un llamado de atención. La Chiquitania se nos está muriendo, a la Chiquitania la estamos matando”.

“A eso hay que sumarle los efectos de los incendios. El año pasado se quemaron alrededor de 5 millones de hectáreas, lo que equivale al tamaño de Costa Rica”.

Este año se quemaron dos millones de hectáreas y la deforestación continúa. Desde el 2010 hasta el 2020, los 10 primeros municipios con mayor incremento de deforestación se encuentran en la zona chiquitana. ¿Por qué? Porque desde el 2010 vemos un incremento cada vez mayor de la actividad ganadera. Entonces, hay deforestación para usar la tierra para pasto y cría de ganado, y para agricultura comercial. Cada vez la ampliación de la frontera agrícola se va hacia la región chiquitana. Vemos áreas no solo entre San José y San Rafael con cultivos de soya, sino también en Concepción, en Santa Rosa de la Roca. Además de eso, los últimos años se ha incentivado y se ha alimentado asentamientos de comunidades que llegan de otras regiones. Se les entrega tierras que es de uso forestal para el desarrollo de la agricultura”.

“Con todo esto, quiero decir que, si seguimos el modelo que se está implementando en la Chiquitania y en el Chaco cruceño, lo que estamos impulsando es una destrucción de la región. La deforestación, el derribo de bosques lo estamos pagando con escasez de agua. Los árboles se pagan con una crisis de agua. Ese es el precio que estamos pagando en este esquema de desarrollo que estamos impulsando”.

Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC)

Diego Javier Coimbra Molina, responsable de operaciones regionales de la Fundación para la Conservación del Bosque Chiquitano (FCBC), es otro de los profesionales que tiene el talento y la formación para entender sobre la crisis causada por la sequía, sus orígenes Y sus consecuencias. También analiza las soluciones que deberían darse de manera urgente.

 “En la Chiquitania no hay más agua que la que cae del cielo, y cada vez cae menos regularmente. No hay ríos de importancia que traigan agua de alguna otra parte.  No hay acuíferos subterráneos. El subsuelo es roca”.

“Toda la Chiquitania es una elevación de donde el agua escurre hacia todas partes.Ahí está la gran divisoria entre las cuencas del Amazonas y del Plata. Las nacientes mismas de esas cuencas. La única agua posible es la de lluvia. Sea que se colecte el agua superficial en atajados, sea que se perforen pozos para bombear el agua de infiltración (de limitado caudal), no hay más agua que la de lluvia”.

“La población de todas las capitales municipales de la Chiquitania dependen casi exclusivamente del agua de lluvia.Concepción, San Ignacio, San Miguel y San Rafael se abastecen de represas colectoras. San Ramón, San Javier y Roboré del agua de lluvia que captan las serranías. San Antonio de Lomerío no tiene ni río ni represa, sólo algunas bombas manuales para acarrear agua a la casa». 

«San José abandonó el arroyo Sutó y por el momento logra abastecerse de un pozo ubicado a más de 10 km del pueblo. Roboré es privilegiada por las serranías de la Reserva Valle de Tucabaca, que captan las nubes y condensan el agua. En el momento actual, con la escasa población actual, varias de las capitales ya están con crisis de agua».

“La represa de San Ignacio está en su nivel más bajo histórico.En San Miguel, la represa tocó fondo, y aunque existen cinco pozos perforados, entre todos no abastecen la demanda. La cuenca colectora de Concepción es muy pequeña y no se podrá incrementar el volumen de acopio. San Rafael aún tiene reservas, pero gracias a que su población que es muy pequeña, el consumo es bajo. Se comprende que la disminución de las lluvias amenaza todo el espectro de las actividades humanas. Es una frontera que no puede ser rebasada con medios humanos”.

“Además del consumo humano, la agropecuaria enfrenta enormes desafíos.  La ganadería chiquitana concentra alrededor de 2.000.000 de cabezas, que consumen diariamente 80.000.000 de litros de agua. Las pasturas sufren déficit hídrico la mitad del año. Las lluvias están fallando incluso durante la época de lluvias, provocando el fracaso de los cultivos”.

“En gran medida las causas son globales, pero esos efectos globales son la suma de los pequeños actos locales.La deforestación es un factor contribuyente porque reduce la humedad ambiental que transpira el bosque, se evapora más rápido el agua del suelo, se reduce la capacidad de infiltración del agua, se aumenta la temperatura superficial del suelo, se incrementa el efecto del viento en la evaporación del agua.  En resumen, la deforestación agrava el problema”.

 “En ese escenario, se vuelve imperioso: limitar al máximo posible la deforestación, maximizar la protección de las cuencas colectoras de agua para las poblaciones, implementar técnicas de reciclamiento de aguas residuales, sistemas agrícolas con micro riego, establecer prácticas de conservación y mitigación en los sistemas ganaderos, impulsar actividades productivas que sean menos vulnerables al déficit de lluvias, como plantaciones forestales, aprovechamiento forestal y turismo. ¡Cambiar el chip de pensar sólo en ganadería y agricultura!”.

La represa de San Miguel, cada vez más seca/Foto: Karina Segovia

La Fundación Amigos de la Naturaleza (FAN)

La FAN maneja datos que pintan un escenario apocalíptico, que está dando sus primeros pasos y avanza como una liebre por la región chiquitana. Los datos que tiene entre sus manos provienen de un estudio que tituló: El cambio de uso del suelo y sus efectos actuales y futuros en San Ignacio de Velasco, y que lo realizó a solicitud de la Universidad alemana de Greifswald.

El resultado es un viaje por las sendas de la destrucción, de una realidad que cada día, que cada mes, que cada año, se pone peor porque el hombre, lejos de encontrar solución a la crisis, sigue dañando al ecosistema y los bosques y todo lo que habita en ellos, ya no puede más.

“Los pulmones verdes de San Ignacio de Velasco, en los últimos 13 años, están con mayores presiones y amenazas. Hasta el 2018 se eliminó el 8% de la cobertura forestal del municipio, sumando una superficie de 281 mil hectáreas, donde la deforestación se aceleró pasando de 3.000 hectáreas al año (antes del 2005) a más de 21.000 (entre el 2006 y 2018)”.

“El reemplazo de los bosques por áreas agrícolas y pecuarias tiene una serie de impactos y consecuencias ambientales, una de ellas es la generación de islas de calor donde la temperatura en zonas deforestadas se incrementa por encima de los 8 grados centígrados. A ello se adhiere la disminución de los recursos hídricos disponibles, porque se aceleran los procesos de evapotranspiración, provocando la intensificación del déficit hídrico. Estos efectos e impactos se agudizan con el cambio climático global que ya está en curso en la región; en las últimas cuatro décadas la precipitación de lluvia disminuyó un -17% por ciento”.

“La regulación de temperatura es un servicio y beneficio ecosistémico donde los bosques y la vegetación juegan un rol fundamental para la implementación de medidas de adaptación y mitigación del cambio climático, porque se prevé que al año 2050 el incremento de temperatura (+3,5ºC) y la reducción de la precipitación (-11%) alterarán las condiciones climáticas, y con ello, el balance hídrico: la época seca tenderá a ser más larga y prolongada. Estos efectos evidentes en la actualidad vislumbran una mayor crisis para abastecer de humedad y agua para la producción agropecuaria, especialmente donde se desarrolla la mayor expansión en la región este y norte del centro poblado de San Ignacio de Velasco”.

“El déficit hídrico más agudo se concentra en las zonas deforestadas y áreas sin vegetación, próximas a poblaciones más grandes; expandiéndose según la dinámica de cambio de uso de suelo. Este efecto, compromete el abastecimiento de agua para el consumo humano, la producción agropecuaria donde la ganadería demanda 40 litros día por cada res. Asimismo, se requiere de un caudal ecológico para el mantenimiento y la conservación de la biodiversidad en el municipio”.

“Es necesario desarrollar en el municipio mayores esfuerzos para comunicar e informar a las comunidades locales, los tomadores de decisiones y los formuladores de políticas sobre los impactos que derivan el cambio de uso del suelo, y hacer comprender que el municipio es de vocación forestal y que la producción agrícola y ganadera demandan recursos hídricos y condiciones de clima y suelo más óptimas, porque el balance ambiental del municipio depende de la conservación de los bosques y ecosistemas claves”.

“Por lo tanto, las alternativas productivas que toman como base el componente forestal son las que deberían priorizarse como visión y enfoque de desarrollo económico; ya sean con el aprovechamiento forestal (maderable y no maderable) bajo manejo o con la producción agropecuaria basada en sistemas agroforestales. Asimismo, el desarrollo del ecoturismo es un enorme potencial que en los últimos años no ha sido muy impulsado o dimensionado como estrategia de desarrollo en el municipio»

«Estas actividades son muy compatibles con la conservación de ecosistemas y ofrecen mayores beneficios a la población, porque al mantener los bosques en pie y las pampas naturales, posibilitan una mayor resiliencia y capacidad adaptativa para afrontar los efectos del cambio climático”.

Una vista de la represa San Antonio/Foto: Karina Segovia

Cada día que pasa la calidad de vida de la gente y de los animales, y la actividad agroindustrial se pone cuesta arriba. La solución al apocalipsis que vive la Chiquitania ya no pasa solo porque las lluvias no sigan demorando y llegue de una vez.

Eso lo saben los habitantes y las autoridades que viven y sufren en los pueblos de esta región sin agua de Bolivia.

Eugenia Banegas es una mujer que olvidó cuántos años tiene hace mucho tiempo, cuando pensó que tenía 70. Desde entonces los quehaceres de la vida le aconsejaron soltar la cruz de la vejez y concentrar sus fuerzas en aprender a vivir con poca agua. 

Cada tarde eleva su mirada a lo alto para ver si la lluvia está por llegar. Pero lo que encuentra es un sol clavado en un cielo, sin nubes y en voz baja repite lo que dijo ayer: Mañana quizás.

Eugenia Banegas vive en San Rafaelito de Sutuniquiña, a dos kilómetros de San Ignacio de Velasco, donde tiene una pequeña parcela, en la que no puede sembrar a causa de la sequía. El año pasado apostó por la yuca, pero buena parte de su cultivo fue a parar a los estómagos de los chanchos del monte que, según ella, se vieron obligados a salir a la zona urbana empujados por el hambre y la sed. Los perros no sintieron a los chanchos la noche en que se entraron a comer la yuca de Eugenia. Sino, seguro que los hubieran espantado.

«No sintieron porque los pobres perros están sin energías. El calor les agota y ni ellos toman el agua turbia que queda el fondo del atajado», cuenta Eugenia Banegas.

Lorenza Poiché es hija de Eugenia y ella también sufre en su trabajo los estragos de la sequía. En San Rafaelito de Sutuniquiña hay un taller de producción de cerámica artesanal donde ocho mujeres de la comarca trabajan para llevar el pan de cada día a sus casas. Pero para trabajar la arcilla necesitan agua. Las artesanas se sienten con las manos atadas porque no tienen con qué mojar la materia prima que convierten en jarrones y en tinajas.

«Los motivos de la sequía son visibles. Sabemos que hay mucha deforestación», dice Lorenza Poiché, mientras da forma a la arcilla que moja con el agua que ha logrado traer en un bidón desde San Ignacio.

El panorama es desolador por donde se mire, adonde se vaya.

Una mujer chiquitana lava su ropa con poca agua/Foto: Karina Segovia

A 180 km de San Ignacio de Velasco se encuentra la laguna Marfil, que es compartida entre Bolivia y Brasil. Hasta ahí se llega en tres horas en vehículo por un camino polvoriento. Este recurso hídrico que forma parte del Pantanal, ahora parece un cráter lunar porque la sequía la ha devastado. Uno que otro pequeño ojo de agua que le queda, también va camino a desaparecer.

«De esta laguna vivían diez comunidades indígenas porque aquí pescaban el tucunaré. La sequía es cruel. Se han quedado sin su principal alimento y también sin agua», lamenta el cacique de los pueblos chiquitanos.

Ronald Ceballos recuerda que San José de Chiquitos abastecía de agua a su población, el agua se sacaba de una parte de la vertiente del Sutó. Después se dejaba libre que corra el agua hacia otras partes, que siga su curso hacia los afluentes de la laguna Concepción.Pero con los años la vertiente del Sutó fue mermando  hasta que ya no alcanzó para el consumo humano.

Ceballos, que desde hace once años es concejal municipal, dice que han perforado pozos, pero las rocas del escudo Precámbrico solo permiten llegar hasta los 100 metros de profundidad. «Encontramos bolsones de agua que el primer año dan 14.000 litros por hora, al siguiente año 5.000 litros y al subsiguiente 2.000 litros y a los pocos años se secan».

Para solucionar momentáneamente la escasez de agua, el municipio de San José ha optado por cargar agua en cisternas de la vertiente Piopoca, que está a 30 kilómetros de distancia, y repartirla en las casas hasta donde no puede llegar el líquido que consiguen sacar de algunos pozos que fueron perforados.

Pero como la escasez de agua fue en aumento, el 14 de octubre, en la gestión del alcalde Germaín Caballero se promulgó la Ley 120 de Desastre Municipal por Sequía y Escasez de Agua Potable,  a fin de buscar ayuda nacional y facilitar el desembolso de recursos para perforar nuevos pozos y habilitar los que tenían problemas.

En su artículo primero, la ley declara “Desastre Municipal en el municipio de San José de Chiquitos, por efectos climatológicos y meteorológicos que provocaron sequía prolongada y adversa, con bajar precipitaciones pluviales en la época, lo cual ha generado escasez de agua, alimento para el ganado y consumo humano en varias zonas del municipio, adoptándose la presente medida en resguardo de la vida y la población afectada”.

La declaratoria de desastre empezó a gotear sus frutos

De los 15 pozos en el área urbana, solo dos pozos estaban funcionando, los demás se agotaron o tenían problemas en el bombeo. Gracias a la Declaratoria de Desastre se arreglaron y subió un poco el caudal de agua. En las comunidades también se hicieron perforaciones, en algunos se encontró agua, pero en otros, no.

Pero otra noticia ha eclipsado aún más el panorama. El concejal Ceballos lanza un dato revelador: han descubierto que las nacientes del río Tucabaca, que pasa por cinco comunidades indígenas: Ipiá, Ramada, Buena Vista, Entre Ríos y San Juan, también se están secando, y eso, profundiza el desastre ambiental porque esos afluentes eran el salvavidas para humanos y animales.

Pero eso no es todo. Por si fuera poco, dice que han dado con otro hallazgo tan letal como el anterior. «A los costados del río que bebe de las nacientes del Tucabaca, hemos encontrado dos represas construidas por haciendas ganaderas, taponeando así el afluente, impidiendo que siga su curso», dice Ceballos y da mayores detalles:

En una de las represas habían construido un molino que hacían girar para que el agua sea transportada por encima de la cuenca, y avance así más de seis kilómetros por una tubería de tres pulgadas, para abastecer atajados de una hacienda de más de 2.000 cabezas de ganado.

El concejal hace un mea culpa. Dice que en él también cae la responsabilidad por no verificar, como autoridad, qué está ocurriendo en el territorio del municipio de San José. La represa, según Ceballos, debe tener cinco años de funcionamiento y nadie se había enterado hasta que los comunitarios afectados siguieron el curso del río y se dieron con el hallazgo.

Arnulfo Herrera Aguilera lo vio todo. Él fue uno de los miembros de la comitiva de dirigentes chiquitanos que encontró esas dos represas que estaban desangrando el río.

«Algunos ganaderos nos están matando al hacer represas sin permisos ambientales», remata este hombre, que es el cacique de Ramada, una comunidad a la que se llega después de desviar la carretera asfaltada entre San José y Roboré, siguiendo por un camino de tierra de 18 kilómetros.

La represa encontrada por los comunarios en San José/Foto: Karina Segovia

Según el informe de Crónica Digital Chiquitana, de Límber Cambará, la primera propiedad en ser inspeccionada el 9 de noviembre fue San Lorenzo, que se encuentra en la zona de Pipiá. Ahí se evidenció el desvío del cauce natural del río y el director de Medio Ambiente del Municipio, Marcelo Pinto, pidió hablar con el propietario de la estancia, pero le dijeron que no estaba presente.

“Otra propiedad visitada fue El Cerrito, donde se evidenció la misma situación: el desvío del cauce natural del río. Con previo acuerdo y autorización con César Yucara, propietario de la estancia, se procedió a la liberación de las aguas y fueron los mismos comunitarios quienes realizaron el retiro del material que impedía el paso del agua”, cuenta Límber Cambará.

Los vecinos de San José tomaron medidas al encontrar las represas

Entre esos comunitarios estaba Arnulfo Herrera Aguilera, el cacique de Ramada. Recuerda que aquel día celebraron con algarabía cuando liberaron las aguas que estaban desviadas para beneficio de dos propiedades privadas, en desmedro de varias comunidades indígenas.

Ramada tiene 77 años de existencia y el cacique dice que nunca se había vivido una crisis del agua como la actual porque ahora están siendo golpeados por todas partes, pues sino son los colonos que deforestan el bosque, que ya formaron más de 50 comunidades y que están a 70 kilómetros de su Tierra Comunitaria de Origen (TCO), son los ganaderos que les desvían sus aguas o son también los incendios forestales que lo devoran todo.

La laguna, que era la fuente de alimento para las comunidades, porque les garantizaba una pesca sostenible, está totalmente muerta. En menos de siete meses se ha secado.

Después de que abrieron las compuertas de esas dos represas llegó una lluvia abundante. El río que pasa por Ramada y otras comunidades chiquitanas volvió a encontrarse con las aguas, pero el líquido que corría por su vena era turbia y amarga.

«Qué ironía de la vida. Ahora tenemos agua en el río, pero no la podemos beber. Está negra por las cenizas de los incendios forestales que mataron gran parte del bosque», lamenta Arnulfo Herrera.

Siete vacas se acercan al río, ansiosas intentan beber. Prueban el agua. Se alejan. «El ganado es sabio. Sabe qué agua está contaminada», enfatiza Arnulfo.

El río no regala aguas limpias para beber, pero un grupo de niños no soporta el calor que golpea en Ramada. Se lanzan a las aguas, chapotean y sus gritos de alegría se fusionan con los cantos de los pájaros.

El concejal Ceballos se puso a investigar y descubrió que, evidentemente, las represas construidas no tenían ficha ambiental y que se hicieron clandestinamente. Así, lo primero que hizo el Gobierno Municipal fue ordenar que los cursos de agua que habían sido cerrados se abran y él, como concejal, se puso a trabajar en la socialización de una iniciativa de ley para la protección de las cuencas, para que nunca más nadie ose taponear los cursos de un río.

Él lleva enumerando la cantidad de veces que la región chiquitana ha sido golpeada desde diferentes frentes. La carretera bioceánica que fue esperada por años y que llegó con su certificado de portar el progreso, también puso su granito de arena en la profundización de la sequía.

Hicieron puentes, compactaron la plataforma, pusieron piedras, afectando los cursos de agua que ya no son normales. En algunas zonas pasó por media naciente. La carretera trajo mucha gente a vivir a la Chiquitania, las empresas ganaderas y agropecuarias se ampliaron. Para sacar soya hicieron nuevos caminos, pero cuando se hacen camino se trancan las afluentes que van a los ríos.

Todo eso está anotado en la lista de perjuicios que Ceballos ha apuntado como enemigos de San José y de otros pueblos. También se refiere a la presencia de colonos en las tierras chiquitanas.

«El gobierno municipal tuvo que reconocer a 59 nuevas comunidades de colonos. Existen también 300 con resoluciones de asentamiento. Las áreas forestales se han convertido en agrícolas», dice con el dolor de su alma. 

Opina el titular de los ganaderos

El presidente de la Asociación de Ganaderos de San José de Chiquitos, Adrián Castedo Valdés, lamenta que la ganadería esté bastante golpeada por la baja cantidad de lluvias de este año. También dice que la sequía está generando, además de las dificultades para producir, problemas sociales.

«Hay comunidades que piensan que los atajados de agua que hacemos nosotros perjudican los cursos de los afluentes, cosa que no es cierta. Nosotros, los ganaderos, sabemos que los atajados tenemos que hacerlos a un lado del curso del agua para que ingrese en época de lluvia, se almacene y siga su curso. Obviamente, que si alguien desvía un curso de agua, va a tener problemas con la gente que está más abajo del río», dice.

Respecto al hallazgo de dos represas en propiedades ganaderas, Adrián Castedo considera que “lo más probable es que no sea correcta esa información, pero que, a la luz de esta efervescencia social, muchas veces la gente siempre quiere echarle la culpa a alguien.

Respecto a las causantes de la sequía, el hombre que dirige la institución que tiene en sus filas a 160 afiliados y a 2.200 productores ganaderos, dice que lo que él sabe es que se trata de un tema estacional, de un ciclo que a veces se repite cada 30 años. Solo que ahora hay más gente en esta zona y los problemas se sienten con más fuerza a nivel social.

Sobre la deforestación, no se atreve a asegurar que los desmontes estén generando la crisis del agua porque “los ganaderos y agricultores hacemos desmontes de acuerdo a la norma internacional”.

«Aquí, en el oriente, las autorizaciones de desmonte son rigurosas para nosotros», agrega.

Tampoco se atreve a sostener que la incursión de colonos sea el motivo de la sequía, pero sí considera que ellos hacen un daño ambiental comprobado porque acaparan los terrenos, prenden fuego y no lo controlan. Y como no los sancionan, lo siguen haciendo.

A menos de tres kilómetros del centro de San José, ni bien se avanza por la carretera que va a Roboré, al lado izquierdo de la ruta, aparecen árboles tumbados y fogatas que arden por aquí y por allá. También se pueden ver chozas con techos y paredes de hule. Son loteamientos. Nadie les hizo un alto. Es un mal antecedente que se avasallen predios, aunque sean públicos.

Los avasalladores no quieren dar la cara. Si uno les pregunta por qué están ocupando esos espacios, derribando árboles y generando quemas, dicen que los únicos autorizados en hablar son sus dirigentes; sin embargo, los dirigentes no aparecen y la gente empieza a alborotarse. 

«Están en Santa Cruz o en La Paz haciendo gestiones para consolidar estos espacios y para que nos perforen pozos, porque el agua es escasa. Nadie nos había dicho que aquí había tanta sequía», lamenta un hombre que se aleja hacia el interior de una habitación de palos chuecos.

Les dijeron que hay tierra en la Chiquitania, que la pueden ocupar, pero no les dijeron que deforestar la naturaleza aporta a que la sequía incremente su poder.

El camino por el interior de la Chiquitania es un contraste entre la vida y la muerte. A los costados de la ruta de tierra entre San Ignacio de Velasco, San Rafael, San Miguel y San José, hay troncos caídos: cadáveres de árboles, silenciosos y secos como los atajados que también se ven, esos que en otros tiempos se llenaban con las lluvias torrenciales y permanecían llenas durante toda la época seca. 

Esos troncos, restos de árboles esbeltos, fueron cortados por los colonos que muchos de ellos ya no están aquí. Dejaron algún cuartucho de cartón o de calamina para justificar su depredación. Los que se quedaron, intentaron sembrar algunas semillas, pero la falta de agua impidió que germine el futuro alimento. 

De rato en rato aparecen las haciendas ganaderas y entre los potreros se ve algún ojo de agua: un atajado que está más vacío que lleno demuestra que la sequía, al igual que la muerte, toma de la mano a todos por igual. Por allá hay uno que tiene algo de líquido. 

La empresa china que está construyendo el asfaltado de la vía carretera San Ignacio y San José manda a sus camiones para llenar sus cisternas. El agua lo utilizan para regar la ruta, para aplacar el polvo que provoca la maquinaria. Varios dirigentes indígenas están en desacuerdo porque sienten que es un crimen quitarle la poca agua que queda a las comunidades y a los animales del monte.

El concejal de San José, Ronald Ceballos, recuerda que ya les han dicho, a los representantes de la compañía China, que construyan represas para almacenar el agua que necesitan. Ha lamentado que estén utilizando los pocos cursos de agua que quedan. Pero como es una obra de importancia nacional, les dan prioridad a ellos.

Adrián Castedo, el presidente de los ganaderos de San José, dice que ellos (productores) no están siendo afectados por esta actitud de la empresa, porque las actividades productivas se hacen adentro.«Esta empresa saca agua del costado de la vía. No hemos tenido ninguna queja. Yo creo que la carretera la necesitamos, tampoco se trata de perjudicar algo que nos servirá durante los próximos cien años».

Silvia Surubí Pachurí, cacique de Educación y Cultura de San Rafael, teme que, si no llueve en un mes, la laguna que ahora tiene algo de agua y les provee del líquido elemento, se quede totalmente seca.

Silvia Surubí Pachurí, cacique de Educación y Cultura de San Rafael.

Cada día que pasa, disminuye el agua. La laguna está en el barrio Industrial. En sus costados se ha formado una pared sin musgos ni alguna otra existencia de vegetación porque la sequía lo ha pulverizado todo.

En San Miguel, los habitantes también sufren la crisis del agua. De los grifos que hay en las casas todavía sale agua, pero, según varios vecinos, es un líquido turbio que prefieren no beber. 

Alberto Parada, uno de sus habitantes, solo utiliza el agua para bañarse, y la que beben en su casa, la tienen que ir a buscar a alguna comunidad que posee la dicha de tener un pozo cuya reserva aún no se haya agotado.

 Esta crónica es un producto periodístico elaborado por la Fundación Tierra, escrita por Roberto Navia Gabriel.

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