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Una república gruyere

Uno de los aspectos fundamentales de nuestra cultura política y la forma tan peculiar que tenemos de entender y relacionarnos con la democracia y la modernidad occidental tiene su origen en el llamado pensamiento de la ilustración y su llegada al continente, un movimiento político y filosófico típicamente europeo, más propiamente francés, que emergió como una “(…) consecuencia natural de la revolución científica de Galileo, Lister y Newton, y de la obra de Hobbes, Locke y Descartes, lo que posibilitó el desarrollo de la lógica deductiva e inductiva y generó un clima intelectual de escepticismo en el que las preguntas hasta entonces sofocadas comenzaron a formularse en voz alta (…)” (Bealey, 2003), con efectos enormes también en las formas de producción de riqueza y, por ende, en la economía, dando lugar a la revolución industrial.

Esta forma de ver el mundo y actuar en consecuencia, expandió al racionalismo como sostén cognitivo de las llamadas revoluciones liberales, con epicentro en la francesa, proclamando ya desde el Renacimiento, al humano como actor central de su destino y asumiendo al conocimiento que éste genere –a partir de la ciencia– como el motor de cambio [simiente del moderno constructivismo político].

Estas ideas llegaron a nuestro continente de la mano de las guerras libertarias, con notable éxito en las colonias del norte, pero no así en las del sur, en las que el proceso de transferencia fue, por diferentes razones, muy parcial, quedándose solo en la proclama de libertad e independencia, al margen de los restantes elementos que sostuvieron los sucesos ideológicos, sociales y políticos asociados a las revoluciones inglesa y francesa, entre ellas, el cuestionamiento a la hegemonía de la iglesia católica, a lo que se sumó la ausencia de un fenómeno que pudiera asemejarse siquiera a la revolución industrial europea (que en realidad fue muy débil incluso en la propia metrópoli española).

 En ese orden de ideas, las reacciones conservadoras y los movimientosrestauradores (anti-ilustración), que en Europa fueron relevantes, apenas tuvieron eco en estas latitudes, pues no había mucho que restaurar considerando que, una vez rotas las cadenas españolas, las élites criollas de por entonces optaron por reacomodarse en las mismas viejas prácticas coloniales, agravada además por la exclusión de enormes bolsones poblacionales de esa ya de por si enclenque modernidad que apenas asomaba cabeza, nos referimos al mundo indígena, lo que tuvo y tiene repercusiones en la forma en la que hoy se concibe al Estado y la política en nuestro país.

De esta forma, las ideas de la ilustración –liberalismo y el racionalismo– influyeron muy poco en las nacientes repúblicas, al menos en sus primeras décadas, lo que tuvo como resultado que, hasta el día de hoy, tengamos un muy incipiente desarrollo de las ciencias y un déficit democrático patente, ya que la idea liberal de ‘un ciudadano un voto’, fue y es relegada a un manifestación puramente formal en el acto de sufragio, pues dada su raigambre individual, choca frontalmente con las formas colectivistas indígenas y no indígenas, sindicales o no, heredadas desde siempre y que al final priman en las decisiones, un colectivismo identitario de carácter sectario, bastante alejado, por cierto, de un pensamiento propiamente patriótico o nacionalista que sobreponga la idea del “todos” por encima de los intereses de tropas, recuas y piaras, salvo momentos de casual coincidencia entre intereses intergrupales, frecuentemente confundidos con la tan anhelada unidad.

Tres fueron los intentos, digamos de buena fe, que desde la política y bajo enfoques diversos pretendieron durante las últimas décadas superar este estadio de desintegración y anomia social, a saber, la Revolución del 52, el mal llamado periodo neoliberal y la idea de la Revolución Democrática y Cultural preconizada durante los últimos 14 años por el gobierno del MAS. Todos, por distintos motivos, fracasados.

Esto nos deja con un enorme hueco histórico, un vacío del alma que si bien no pudo hasta ahora se llenado, encuentra una nueva oportunidad para completarse a partir de la emergente liberalización tecnológica de las relaciones humanas, un fenómeno global que más allá de las ideologías, permite quemar etapas  y rellenar espacios aceleradamente, una forma de ver y vivir un mundo bipolar, concreto y virtual a la vez, tan natural para los jóvenes como invivible para los viejos, quienes aún nos negamos a la idea de partir y entregar la posta, escarbando contradicciones, tanto reales como inventadas, solo para sobrevivir. Es necesario dejar de mirar hacia atrás, a lo atávicos arcaísmos, a esa supuesta identidad perdida, artificiosamente añorada y grotescamente reconstruida, para mirarnos aquí y ahora, como hoy somos, para construir futuros sin replicar pasados, así sea maquillados bajo un barniz de falsa modernidad.

Es el tiempo de los chicos y sus artefactos tecnológicos, dejemos que ellos construyan y vivan su propia y aceleradísima “ilustración”, esa gran ausente en la vida de los bolivianos del pasado, exhortémosles a que construyan su racionalismo libertario, así sea en clave cibernética, hipnotizados por el brillo de sus smartphones y diluidos en este mundo de bits, cual hologramas anclados en la “nube”. Dejémosles ser como mejor quieran, puedan y se sientan, que buenos ejemplos no hemos sido para andar de entrometidos. Quizás ésta sea la única alternativa posible para dejar de ser una república (ver: Plurinación o república) llena de orificios históricos, –de ahí la alegoría en relación a los célebres huecos del famoso queso suizo “Gruyèr”– para intentar integrarnos, así sea como polizones, a este moderno sistema mundo que ya coquetea con el espacio sideral, la ingeniería genética y la inteligencia artificial.

El autor es doctor en gobierno y administración pública

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